Análisis

Incertidumbres

España es de los pocos países europeos donde nunca ha habido Gobiernos de coalición en el ámbito estatal

España es de los pocos países europeos donde nunca ha habido Gobiernos de coalición en el ámbito estatal. Hasta ahora, todos han sido monocolor, ya fuera porque uno de los dos grandes partidos obtenía la mayoría absoluta, o porque se apoyaban en otros partidos más pequeños para obtener los apoyos necesarios para gobernar. Se podrá decir lo que se quiera de nuestro sistema democrático, pero hay algo que es indudable, nunca ha peligrado la gobernabilidad. La estabilidad ha sido la pauta dominante. Con todo, sería exagerado afirmar que, si consideramos todos los ámbitos electorales, predominara s...

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España es de los pocos países europeos donde nunca ha habido Gobiernos de coalición en el ámbito estatal. Hasta ahora, todos han sido monocolor, ya fuera porque uno de los dos grandes partidos obtenía la mayoría absoluta, o porque se apoyaban en otros partidos más pequeños para obtener los apoyos necesarios para gobernar. Se podrá decir lo que se quiera de nuestro sistema democrático, pero hay algo que es indudable, nunca ha peligrado la gobernabilidad. La estabilidad ha sido la pauta dominante. Con todo, sería exagerado afirmar que, si consideramos todos los ámbitos electorales, predominara solo una pauta bipartidista. Basta acercarse a algunos de los sistemas de partidos autonómicos, en particular a aquellos de las nacionalidades históricas, para darse cuenta de que el pluripartidismo no nos es ajeno, ni tampoco los Gobiernos de coalición.

Por otra parte, eso que hoy llamamos bipartidismo no ha sido históricamente el caso exclusivo de nuestra práctica gubernamental. Por decirlo en términos técnicos, en las fases iniciales de nuestra Transición comenzamos con un pluralismo moderado, con dos grandes partidos en cada bloque, acompañados por otros dos de menor tamaño y similar tendencia izquierda-derecha, aparte de los siempre presentes partidos nacionalistas. En 1982 abandonamos este modelo para pasar durante tres legislaturas a un sistema de partido dominante, el PSOE de Felipe González. A partir de 1993 entramos ya de nuevo en un pluripartidismo moderado en el que los grandes cambios electorales no se producían ya dentro de los dos grandes bloques, sino entre uno u otro. Las mayorías las decidían los votantes de centro, que según por quién se inclinaran permitían que obtuviera el Gobierno uno de los dos grandes partidos. Había algo evidente: el PP se convirtió en el dueño y señor del espacio electoral del centro-derecha, y el PSOE consiguió minimizar el peligro que IU pudiera significar a su izquierda. Ambos se fueron haciendo progresivamente con una mayor parte del botín electoral.

Esta situación es la que hoy, a tenor de las encuestas, se nos está desvaneciendo. Y por primera vez podemos encontrarnos ante la posibilidad cierta de entrar en Gobiernos de coalición, de trasladar al ámbito nacional la fragmentación partidista de algunas comunidades autónomas. Todo dependerá del grado de desmorone de los dos grandes partidos, de si, en efecto, seguiremos la tendencia europea de prescindir de los grandes partidos electorales-profesionales y encaminarnos más decididamente por la senda pluripartidista. Ello está supeditado a su vez por factores tales como que se mantenga el efecto devoragobiernos de la crisis económica, de la capacidad de renovación efectiva del PSOE, del líder que presente el PP a las nuevas elecciones, de los posibles pactos entre los grandes y su eficacia relativa. Por ahora, todo son incertidumbres. Empezando por las mismas encuestas, que nos ocultan el voto de la mitad de los entrevistados y sirven más para recoger expresivamente el descontento generalizado que para desvelarnos de verdad cómo va a quedar al final el mapa electoral español.

Otra fuente de perplejidad será, sin duda, el propio resultado de las elecciones europeas. El que sean percibidas sin consecuencias políticas prácticas y el hecho de que la circunscripción única favorecerá una proporcionalidad plena puede provocar un resultado chocante. La gran cuestión es si inducirán a abundar en el desmantelamiento de un sistema, el bipartidismo, que se percibe por grandes sectores como monolítico, caduco e incapaz de una alternativa real; o, por el contrario, nos domine el vértigo ante la posible ingobernabilidad. Al final, ¿por qué nos inclinaremos?, ¿por la estabilidad o por la renovación? No tengo la respuesta, pero no dejaría de ser curioso que en este indudable fin de ciclo político volviéramos a algo parecido al sistema de partidos con que se inició la Transición. Volver a empezar, un nuevo comienzo.

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