Clara Cebrián: “No me gusta el arte solo para artistas”
La artista viaja y crea en distintos lugares del mundo, de Siracusa a Ciudad de México, pero siempre vuelve a su casa-estudio de Carabanchel. Lo cotidiano es su campo de trabajo
Dentro de la casa-estudio de Clara Cebrián (Madrid, 32 años) todo cambia, nada permanece. “Es un reflejo de lo que soy yo, un cajón muy desordenado lleno de cosas. No hay habitaciones. Todo tiene ruedas. Puedo cambiar de opinión cuando quiera”, sintetiza la pintora. La cama pende del techo, altísimo, instalada sobre una plataforma a la que se accede por una escalera portátil. Desde ese dormitorio suspendido se accede a una pequeña terraza desde la que se ven los tejados de Carabanchel. Parece una nave industrial, con el suelo sin puli...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Dentro de la casa-estudio de Clara Cebrián (Madrid, 32 años) todo cambia, nada permanece. “Es un reflejo de lo que soy yo, un cajón muy desordenado lleno de cosas. No hay habitaciones. Todo tiene ruedas. Puedo cambiar de opinión cuando quiera”, sintetiza la pintora. La cama pende del techo, altísimo, instalada sobre una plataforma a la que se accede por una escalera portátil. Desde ese dormitorio suspendido se accede a una pequeña terraza desde la que se ven los tejados de Carabanchel. Parece una nave industrial, con el suelo sin pulir, vigas vistas y mucha luz que entra por las claraboyas. Sus coloridos cuadros, en los que alterna lo abstracto y lo figurativo, están por todas partes. Es la materialización de su forma de entender el arte: fuera de los circuitos habituales, sin ataduras y en constante movimiento. Porque Cebrián no tiene galería, no va a estar en ARCO y tampoco trabaja en un estudio fijo, pero eso no implica que no tenga éxito: reconoce que ahora vende mucho en Austria y que hubo un momento en el que México fue su mayor mercado.
Su arte es itinerante y viajero, en el último año ha expuesto en Atenas y Milán. Pasa temporadas en distintos lugares del mundo y lo primero que hace al llegar a un nuevo sitio es visitar las tiendas del barrio en el que se instala en busca de materiales para sus cuadros. Ha empezado 2024 trabajando por primera vez en Los Ángeles para luego instalarse en México, país que la encandiló cuando se vio obligada a pasar allí el confinamiento de la covid. “Me pilló en Baja California y ahora quiero volver siempre, en 2023 estuve unos meses en Ciudad de México, me gusta mucho porque allí todo es posible, mientras que en Europa todo es un no”. Viajó a la ciudad para participar en una feria de arte, cree que estos grandes eventos del sector son necesarios por su efecto dinamizador: “Están bastante bien porque ser artista es una cosa muy solitaria y sirven para crear un ecosistema. Está bien que haya de todos los tamaños en distintas ciudades para que poco a poco si estás interesado en eso puedas acceder a este mundo”.
Incide en el asunto de la soledad, una constante en su práctica. “Ser pintor es una profesión muy solitaria. Tomas las decisiones tú sola, es como estar en un laberinto de espejos. Supongo que otros artistas hacen grupo, pero los pintores... No vas a la oficina y ves gente, a veces me da envidia eso”, explica. Aunque recuerda que comenzó a vender desde muy joven, es consciente de las complejidades del mundo del arte. “Hasta que no he sido mayor no pensé mucho en lo que significa ser mujer artista. Pensaba ‘qué más da’. Y claro, no es igual para nada, es mucho más difícil, no hay un camino abierto y me intriga mucho cómo va a cambiar esto”, comenta. Ha leído sobre artistas a las que admira, nombra a Sarah Lucas, Tracey Emin o Leonora Carrington entre sus referentes.
En el confinamiento cambió su relación con la obra, con la forma en que quería mostrarla, en la que quería relacionarse con sus clientes que, reconoce, muchas veces la descubren a través de plataformas como Instagram. “De repente empecé a recibir muchísimos mensajes de gente que quería comprarme obra. Y por lo tanto entré en un ciclo en el que vendía sin que el cuadro lo pudiera ver más gente que yo y el comprador, porque no se llegaba a exponer. Al cabo de tres años de este sistema me cansé, me dio pena, me sentí como que era un hámster en su rueda, ¿sabes? Como que podía estar en esta casa, pintar, mandarlo, me llegaba dinero. Y me di cuenta de que ese no era el fin. Por eso ahora estoy muy interesada en hacer proyectos y exponer, hice uno en Atenas, otro en Milán. Que lo pueda ver más gente. El mundo de internet se me quedó un poco limitado”.
Está acostumbrada a marcar un camino propio, lo hizo cuando se fue a estudiar diseño interactivo e imagen en el London College of Communication. “Me fui a Londres porque soy muy muy disléxica. Intenté estudiar aquí pero me suspendieron todas las asignaturas, si ponías una falta de ortografía te quitaban puntos. El sistema español no está pensado para alguien con dislexia y TDAH [trastorno por déficit de atención e hiperactividad] como yo. Sentía que lo hacía todo mal. Era muy cuadriculado, cuando yo soy muy del juego”, lamenta. Se fue con 18 años y vio que allí podía aprender a su ritmo. “Me interesa que se hable de esto, creo que la sociedad podría cambiar tanto si la educación cambiara... Hay un montón de gente que se siente fracasada y frustrada cuando en realidad tiene un don que simplemente no le han dejado encontrar. Y no lo vas a encontrar si desde el principio te dicen que lo haces mal”.
A ella, en su familia, la animaron desde niña a adentrarse en el mundo creativo. “Mi padre es ingeniero pero poeta y mi madre tenía amigos artistas. Cuando venían a casa yo decía que no quería ser como ellos, porque vestían raro, sus casas eran raras. Ser artista me parecía algo que daba miedo, de hecho. Era un mundo desconocido, no lo tradicional. Intenté todo tipo de trabajo, diseño gráfico, ser directora de arte, pero nada me salía... y desde muy al principio de mi carrera la gente me compraba cuadros”, recuerda. Se crio en el centro de Madrid, en el barrio de Chamberí, era la pequeña de tres hermanos, aunque casi hija única por la diferencia de edad. “En mi casa no había arte contemporáneo, pero mi padre tiene una colección de arte flamenco, había objetos de viajes, de mis abuelos...”, cuenta. Esa memoria visual forjó la base de sus creaciones, explica que le gusta “contar cómo es el día a día en diferentes sitios”, de ahí sus estancias en distintas ciudades. “Cuando me instalo en un sitio nuevo me gusta ver qué materiales se utilizan en cada lugar, enfrentarme a la ciudad y cómo es la vida allí, ir a las gasolineras, todo lo quiero ver y rellenar huecos, porque no lo absorbo directamente, pero entra como en un cajón de mi cabeza, que es como una gran sopa, y de esa sopa pinto un montón de cuadros”.
Ha hecho de lo cotidiano su campo de trabajo. “Creo que eso puede deberse a que aún no me siento preparada como artista para abordar temas más grandes, por supuesto que me encantaría pintar en un cuadro lo que significa el amor, pero siento que por ahora solo puedo representar el amor a través de desayunar con alguien, de cosas más tangibles, que todo el mundo pueda entender sin explicarlo”. En 2023 realizó una exposición grupal en Milán en la que mostró unos jardines pintados sobre el terreno, a la manera de los impresionistas. En ellos se ven ramas, troncos, sillas, botellas y platos. Este año se va a centrar en los deportes, “pero casi desde la perspectiva de un alienígena que viene al planeta Tierra y no entiende cómo se entretienen los humanos con ellos, con todas esas formas, colores y campos”. Va a explorar los códigos de distintas disciplinas en una especie de estudio antropológico realizado con lienzo y pincel. “Soy muy del idioma popular. No me gusta el arte solo para artistas. Por eso me gusta tanto la música, que atraviesa barreras y habla un lenguaje que une a la gente, toca un punto del ser humano que me fascina”, comenta. Aunque en una esquina de su casa tiene una guitarra, ríe ante la pregunta de si hará música algún día. Sí creó animaciones para el vídeo del tema Rainman de su novio, el músico noruego Erlend Øye (Kings of Convenience, The Whitest Boy Alive), y también hizo un vídeo para la banda experimental colombiana Meridian Brothers. “¡Eso fue en mi época de Bogotá!”, recuerda con alegría. Ahora está más en su época de Siracusa, admite: “Mi novio se compró una casa ahí hace 10 años y cuando voy al estudio tengo que coger un barquito, me parece una aventura”. Pero siempre vuelve a su base madrileña.
“La compré en 2018 y es un sitio donde viven mis cuadros y las cosas que compro alrededor del mundo, es mi base”, explica. Su amiga la arquitecta Pía Mendaro fue quien dio forma a la idea de Clara. “No tuve que decirle nada, nos conocemos desde que tenemos 12 años. Nos empezamos a venir arriba y acabamos haciendo esto en lo que iba a ser solo un almacén”, dice la pintora. Cerca viven otros creativos, en esta zona del sur de Madrid no dejan de proliferar espacios para el arte. “Me vine aquí porque conocí el espacio de Urgel de la artista Isa Alonso, y luego el de Casa Antillón. Es difícil soñar en los centros de las ciudades, porque hay muchísimas limitaciones, no puedes aparcar, es caro... Allí ya está todo hecho, no puedes hacer las cosas a tu manera”. Cebrián quiere seguir explorando, con el juego como mantra. Y no tiene miedo a lo que muchos ven como la gran amenaza para el concepto mismo de artista, el auge de la inteligencia artificial: “No lo temo para nada. Lo más bonito de ser artista es el factor humano, creo que es imposible que una máquina te reemplace. Hay artistas que buscan que su estilo sea tan icónico que al final se repiten, y quizá eso la inteligencia artificial podría seguir haciéndolo. Pero si estás todo el rato en jaque, planteándote quién eres, no me parece que sea un problema”.