“Va con hombres. Diagnóstico: ninfomanía”: la lucha por devolver sus nombres a las internas del manicomio de Jesús

Los profesionales de Bétera, el centro donde se le dio una nueva oportunidad a las internas del Padre Jofré, también conocido como “manicominio de Jesús” muestran en un libro y un documental los horrores nunca vistos de la psiquiatría franquista.

El cartel del documental 'Buscando mi propio nombre'.

No tenía nombre. Al menos, no se le conocía. Como tantas otras internas del Psiquiátrico Padre Jofré, conocido como el manicomio de Jesús, en València, no respondía cuando se la llamaba por el identificativo que constaba en sus informes. La razón era sencilla: alguien se había creído con la potestad de asignarles una nueva designación inventada o solamente llamarlas por sus apellidos. Su primer apellido era Expósito. Así lo decidió su madre, resignada también a no bautizarla, por miedo a que sufriera la humillación de aquellas vecinas que le habían rapado la cabeza en la plaza del pueblo cuando triunfó el Movimiento, como escarmiento por haber parido a la hija de un dirigente anarquista.

La hija del anarquista entró en los años cuarenta, con quince años, en el “manicomio” y allí estuvo hasta los años setenta. En ese tiempo había recibido reiteradas tandas de electroshocks, contenciones, aislamiento en celdas de castigo e inyecciones de cardiazol y trementina. Incluso constaba su visita a un catedrático que acostumbraba a experimentar con la extirpación de lóbulos cerebrales. Se desconoce si ella había sido víctima de las indagaciones de aquel doctor. El único logro, en ningún caso médico, había sido sumirla en una pasividad y apatía obligadas y un mutismo casi total, que tan solo rompía con algunos monosílabos. Era solo una más. En aquel centro, las internas dormían en un jergón en habitaciones de ochenta camas dispuestas en tres filas, casi pegadas las unas a las otras. Comían sin cubiertos. Su aseo se reducía a recibir manguerazos de agua fría, tanto en verano como en invierno. En la segunda mitad del franquismo, diversas publicaciones, como el periódico valenciano Jornada o el magazín de tirada estatal Sábado Gráfico ya habían denunciado la existencia de “ratas que asustaban a las enfermas”, habitaciones “oscuras y nauseabundas” y celdas de castigo en las que los internos dormían sobre hojas secas de maíz. Eran medicadas de manera “indiscriminada y abusiva”, más como escarmiento por rebelarse, protestar o desobedecer que como tratamiento. “Así nos llegaron y así las recibimos en el nuevo hospital. (...) Presas de un embotamiento farmacológico, de una disciplina férrea y de un encierro sin expectativas. (...) Maltratadas y sometidas a un régimen de violencia que las acusaba de peligrosas. (...) Condenadas de por vida”, recompone en su libro Nueve nombres (Temporal, 2021) la psiquiatra María Huertas, una de las trabajadoras del Psiquiátrico de Bétera. Bétera fue el centro al que Expósito llegó en marzo de 1974 junto a más de 200 internas que fueron trasladadas en autobuses, de un día para otro y sin previo aviso. No sabían que allí les esperaba un equipo de gente que por primera vez en sus vidas las escucharía, las trataría como personas con nombre propio.

Huertas formaba parte de uno de los equipos de los tres pabellones, de un total de catorce, del nuevo hospital al que había sido trasladadas las internas del Jofré y en el que un equipo de profesionales empáticos abordaron los casos con un enfoque totalmente diferente.

Recorte de prensa de la época.

“Hicimos un estudio y más del 50% de las mujeres de nuestro pabellón no tenían ninguna enfermedad; ningún problema psiquiátrico activo, más allá del maltrato institucional que habían sufrido durante décadas por transgredir los patrones de género que se les habían impuesto”, explica Huertas. Eran, en realidad, “víctimas del sistema patriarcal que lo engloba absolutamente todo: la familia, la Iglesia, el Ejército, el Estado…”. A Ana su marido la vejó, violó, insultó, humilló y propinó palizas durante años. Amparo ingresó de novicia en un convento, donde un cura la obligaba a masturbarle y realizarle felaciones “por dictamen de la palabra de Dios”. A Felipa la casaron con un hombre veinte años mayor que ella, que “la usó como un trasto viejo e inservible” y la golpeó hasta fracturarle dos costillas y provocarle un traumatismo cerebral que la dejó inconsciente. María fue madre, menor y soltera, de dos hijas, una de ellas fruto de las violaciones del señor de la casa donde trabajaba como sirvienta.

A Expósito, por ejemplo, la habían encerrado con estos argumentos: “Se pinta mucho, se escapa de casa cuando quiere, va con hombres, no hay quien la controle… Diagnóstico: enfermedad delirante, ninfomanía”. Su destino fue el manicomio de Jesús, pero, en la rueda de institucionalización a la que el franquismo relegaba a las mujeres que no encajaban en la norma moral, política y social, podría haberle tocado el Patronato de Protección a la Mujer. “Era indistinto, incluso había intercambio entre el Patronato y el manicomio con aquellas mujeres que consideraban descarriadas o que se habían salido del camino”, explica la psiquiatra. “Para comenzar, les desatamos esas camisas químicas que las mantenían mudas y quietas, enajenadas. (...) Nos dedicamos a convivir con ellas, escucharlas, acompañarlas y conocernos unas a otras, en lugar de ‘tratarlas’”, escribe Huertas, que recuerda aquel proceso como “un espacio de conocimiento mutuo, una escuela de vida y una fiesta en los setenta”. La prioridad de aquel equipo de profesionales fue la validación de la palabra de las internas, su participación y la reconstrucción de sus proyectos vitales. “Ellas eran las protagonistas, en realidad. Nosotras estábamos allí para apoyarlas, para ver qué es lo que querían y para tratar de que cumplieran o siguieran el camino que quería seguir cada una de ellas”, apunta.

María Huertas trabajaba en el pabellón número 9 de mujeres. Cuyo jefe de servicio era Ramón García. El hijo de Ramón, Pau García, tenía cuatro años cuando su padre y su madre, la pedagoga Nuria Pérez de Lara le hicieron convivir con la realidad de aquellas internas desde su infancia. Ahora, Pau, junto con María Huertas, es una de las personas que está contribuyendo a sacar a la luz la historia terrible de aquellas mujeres. Hace apenas unos años, comenzó a grabar conversaciones en las que charlaba con sus padres y varios de sus amigos, sobre su experiencia profesional en el Psiquiátrico de Bétera. La publicación de Nueve nombres por parte de María le permitió concretar sus ideas para lanzar una campaña de micromecenazgo. El resultado, por el momento, se ha traducido en un mediometraje: Buscando mi propio nombre.

“En aquellos primeros 70, el trabajo que hicieron todo ese grupo de gente joven, hombres y mujeres que se dedicaban a la sanidad y a lo social, realmente fue alucinante. Estaban saltándose las normas continuamente para ir a la playa un día con esas mujeres que se habían pasado 30 años encerradas en un lugar o para acompañar a una mujer hasta su pueblo para que pudiese conocer a su familia porque hacía 20 o 30 años que no se veían”, resalta el realizador. Querían, en definitiva, “cambiar las cosas y romper con los muros de los psiquiátricos que, en aquel momento, todavía estaban a la orden del día en España cuando en el resto de Europa ya habían comenzado a romperse”.

Estos planteamientos molestaban al resto del personal. “Nos acusaban, entre otras muchas cosas, de dar excesiva libertad a ‘las locas’ de nuestro servicio. No aprobaron que dejáramos que se asearan, que compraran y que se preparasen las comidas, que las alentáramos a entrar y salir del hospital cuando les apeteciera, y que nos dedicáramos a hacer reuniones y hablar, asambleas y hablar, charlas y talleres y hablar, y sabe Dios qué cosas bastante más bárbaras que hablar, pero que luego no nos encargáramos de administrarles fármacos, lavarlas, darles de comer y custodiarlas, como era nuestra obligación”, resume Huertas.

El cartel de 'Buscando mi propio nombre'.

Una de las metas García era narrar “ese viaje de amor y cuidado hacia las personas internas que venían de Jesús” que emprendieron los profesionales que les recibieron en Bétera. En la elaboración de su trabajo, en el que ha recurrido al docudrama, Pau García dirige a un coro de actrices que representan el sufrimiento mental de aquellas mujeres: “Me parecía importante porque de esa manera somos fieles a aquella esencia profesional que se vivió en los años setenta en el pabellón número 9 de Bétera, en la que se tenía muy en cuenta a las mujeres internas y, además, le da a la película una impronta muy especial por las experiencias vividas por esas mujeres, que se transmiten también en la pantalla”. De esta forma, diversas usuarias de la asociación AFARADEM, Asociación de familiares y allegados de la Ribera Alta para los derechos del enfermo mental, fueron las encargadas de dar vida a las internas del hospital para tratar de saldar esa “doble deuda” que “sigue teniendo la sociedad con aquellas mujeres que entraron en Bétera, en muchos casos, por cuestiones sociales”. Durante el rodaje, destaca el realizador, escuchaba los ánimos que se trasladaban unas a otras en los momentos de espera, peluquería o maquillaje: “Lo tenemos que hacer por las mujeres que pasaron por Jesús, lo tenemos que hacer por ellas”.

Más adelante, su intención es conseguir financiación para ampliar la cinta y convertirla en un largometraje, rodar una serie e incluso componer una exposición fotográfica.

Expósito, la mujer sin nombre, se llamaba Blanquita. Su madre murió de pena esperando a su padre, un dirigente anarquista, cuando Blanquita tenía seis años. Tras el fallecimiento de su abuelo, quien había quedado al cuidado de la niña, se la llevaron a casa de unos tíos maternos de la capital que, apenas un año después, la encerraron en el psiquiátrico. En su pueblo se compadecían de ella y pensaban “Pobre Blanquita”. Tiempo después, faltos de noticias, la habían dado por muerta.

El manicomio de Jesús, fue cerrado definitivamente en 1989 por “obsoleto, irracional e inhumano”. Solo ahora aquellas voces apagadas durante décadas han comenzado a ser escuchadas. Gracias al trabajo de estos Pau García y María Huertas muchas de las internas pudieron recomponer sus biografías a través de sus recuerdos recobrados y, más adelante, con la ayuda de familiares, amigas y vecinas con las que retomaron el contacto. Recuperaron sus nombres, los de verdad. Amparoles, Finita, la Dolores… Pasaron a ser llamadas como ellas quería: con los apelativos cariñosos con los que se referían a ellas sus madres o abuelas.



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