Terapia o sindicato: ¿qué estamos haciendo mal?
En las últimas décadas se ha roto el tabú de la salud mental, y cada vez más gente busca acompañamiento terapéutico y reconoce que necesita ayuda para encontrarse bien y enfrentar las cicatrices que le ha ido dejando la vida. Y eso es bueno. Para esas personas y para su entorno. Pero hay que saber elegir con lo que te quedas.
Quiero aclarar que soy de las que considera que a todo el mundo le vendría bien ir a terapia, porque desconfío de la gente que “es capaz de solucionar sus propios problemas”, sobre todo cuando -con la sola perspectiva de tener a esas personas enfrente- a veces percibes que bien, bien… no lo están haciendo.
Pero puede ser que estemos haciendo demasiada terapia. O que no estemos haciendo la terapia que nos ayuda a estar (y ser) mejor. O que estemos haciendo una terapia de chichinabo, que es -en el mejor de los casos- un placebo. O que estemos escuchando, de todo lo que nos dice la terapeuta, solo lo que nos conviene. Vamos, que igual nos estamos terapizando malamente. Tra tra.
Por si alguien no ha visto nunca una película de Woody Allen o no tiene amigas argentinas, diremos que la terapia es una herramienta para la salud mental, que busca el bienestar. Que, como dice una amiga mía, es estar bien.
De hecho, según la Organización Mundial de la Salud: “La salud mental es un estado de bienestar mental que permite a las personas hacer frente a los momentos de estrés de la vida, desarrollar todas sus habilidades, aprender y trabajar adecuadamente e integrarse en su entorno.” (¿quién la pillara, eh?) La verdad es que la segunda parte de la definición es un poco funcional al capitalismo -ya puestas-. Porque supongo que a la mayoría nos bastaría con el bienestar, pero en una sociedad que mide nuestra (dis)capacidad en términos de nuestra posibilidad de participar en el sistema de producción, pues oye, aprender y trabajar e integrarnos parecen algunos daños colaterales asumibles, con tal de conseguir ese ansiado bienestar. O un trozo. O un rato.
Vale, venga, pero ¿qué es la terapia? Pues, según la American Psychological Association “por medio de la psicoterapia, los profesionales de la psicología ayudan a las personas a llevar adelante vidas más felices, saludables y productivas. En la psicoterapia se aplican procedimientos científicamente válidos para la creación de hábitos más sanos y efectivos”. Nótese que lo de “productivas” se repite. A la OMS y a la APA igual le importa más el beneficio que generemos que el bienestar que sintamos. Igual por eso te la tienes que pagar tú. Si te lo puedes permitir.
Si me permitís esta frivolidad, una terapeuta sería como una amiga lista y cabal, que te escucha atentamente –o finge muy bien hacerlo– y a la que no le da miedo decirte cosas que no quieres oír, que no refuerza tus comportamientos autodestructivos, que no te dice lo que tienes que hacer y que no se va de vinos contigo. Osea, lo contrario que una amiga. Para todo eso pagas. Y por eso Samantha mandó a Carrie a terapia en Sexo en Nueva York, cuando llevaba semanas hablando sin parar de su separación con Big, porque estaban tan aburridas de escucharla, que estaban a punto de darle malos consejos a propósito.
Porque, a veces, las amigas te quieren mucho, pero no saben qué decirte, o están pensando en sus propios problemas mientras les cuentas los tuyos, o te dan consejos de mierda o llevan ya unos vinos y te dicen tajantemente majaderías que si pones en práctica seguramente te pondrán en evidencia. Por eso a ellas no las pagas. Solo los vinos.
¿Buscas ayuda o un gurú?
Si quien te acompaña en terapia es buena profesional (y mejor persona) no te guiará. Te hará preguntas, te obligará a hacértelas tú, tratará de comunicarse con tu inconsciente o buscará saltarse los mecanismos de defensa de tu autoengaño -a ver si llega al pequeño ser asustado que somos todas- y puede echarte una mano para gestionar tus sombras.
Pero si buscas respuestas, recetas, caminos, felicidad incondicional o encontrar “tu lugar en el mundo” (qué coño significará esa gilipollez) mejor te conviertes a alguna religión o te haces de alguna secta, que no es lo mismo, pero es igual.
O pilla en la Biblioteca Municipal un libro de autoayuda (por lo de no darle más dinero a la gente que se ha cargado el misterio de los títulos de los libros) y vive pensando que te han robado el viento, como Rachel en Friends. Todo mi respeto a las experiencias personales, pero si te ha sido de ayuda un libro titulado “Si lo crees, lo creas” (por poner uno, que me he perdido en el fascinante mundo de los títulos en imperativo, que me da qué pensar sobre lo que piensan quienes los escriben de la personalidad de sus lectores), pues bien, bien… no estás.
De todos los problemas que se derivan de que mucha gente busque la respuestas y no las preguntas es de lo que va este artículo.
Es cara, pero no es un producto
La idea de la terapia es que te has decidido a enfrentar tu peor parte, para estar mejor y conocerte mejor y relacionarte mejor y -por tanto- ser mejor. Pero sería exactamente lo contrario a esas directrices que caben en un story y que te dicen cómo ser “la mejor versión de ti misma” en 5 pasos o en 10 pasos, o en 400 pasos, que siempre incluyen levantarse a las 5 de la mañana.
No es Ozempic para el alma. Seguramente no vas a quedar satisfecha y nadie va a devolverte el dinero.
La furia consumista ha llegado a la terapia y hay profesionales que solo quieren la pasta y no ayudar a la gente (perdón por esta frase propia de Ned Flanders), corporaciones que quieren convertirla en un foodtruck y pacientes impacientes que quieren una solución y la quieren ya. Y así estamos.
Se han multiplicado a velocidad de metástasis las pseudoterapias (que nunca tengo muy claro quién decide y cómo, cuáles son las verdaderas, pero si incluyen alusiones a tu diosa interior, yo que sé, desconfiaría) y las propuestas supuestamente terapéuticas que te aseguran cómo vas a salir. Mejor. ¿Mejor que quién? No se sabe.
No son buenos tiempos para los procesos a largo plazo, los resultados invisibles y lo que cueste trabajo y autocrítica, sobre todo si lo mejor que vas a sacar es un poco más de self awareness, alguna herramienta endeble para probar eso del bienestar y saber de dónde vienen tus dolores, aunque no necesariamente van a dejar de doler. Pero mejor dar unos pocos pasos firmes hacia algún claro en el bosque de tu miseria interna que un crucero todo incluido hacia la gruta secreta de tu deidad interna omnipotente (que tampoco será tan extraordinaria si todas tenemos una) y con olor a velas de Ikea, ¿no? Digo yo.
¿Quieres estar (y ser) mejor o excusas para seguir siendo una mierda de persona?
Mira, no podemos hablar todas como Freud. Se nos está yendo de las manos. No puede ser que en todas las conversaciones, hasta en las más intrascendentes -que son la mayoría de las que tienes, no me vayas ahora de Liv Ullmann- hablemos de proyectar, de toxicidad, de límites, de duelos, de efecto espejo, y de un montón de cosas que si no existieran los reels de Instagram muchas no habríamos oído.
Tampoco eres Lacan, amiga. Por eso no puedes ir por la vida diagnosticando a la gente, ni a ti misma. Sobre todo cuando los diagnósticos que te sacas de la manga siempre terminan dibujando una constelación en la que tú eres el sol y las demás personas estrellas parásitas que solo buscan tu brillo. A ver, un poco de solipsismo no viene mal, porque total, como decía Miguelito ¿para qué existía el mundo antes de que tú nacieras?. Pero si tu percepción es que estás rodeada de gente narcisista sin nada de empatía con rasgos psicopáticos y que tú eres una superviviente, luchadora y resiliente que ha superado los retos de la vida siendo generosa y sin hacer daño a nadie, o eres Georgina Rodriguez o algo no está funcionando.
Mira, a veces hacemos cosas que hacen daño a otras personas y eso no está justificado porque nos hicieron bullying en el insti ni porque sufrimos abusos sexuales en la infancia ni porque vivimos una relación de maltrato psicológico. Simplemente, a veces, hacemos cosas que hacen daño a otras personas. Porque “everybody hurts sometimes” hija, que te lo lleva diciendo REM desde el 92. Asumir los propios fallos y tratar de repararlos da muchísima pereza, porque implica que no es culpa de los demás -que eso es barato y lo piensan siempre los fascistas- pero es que usar los traumas como escudo o decir “yo soy así, y así seguiré” es como muy siglo XX (léase con sentido despectivo).
Y a ver quién no tiene un trauma, a estas alturas. Recuerdo una cena con sobremesa larga (y bien regada) con amigas argentinas, varias de ellas artistas e intensas, contando experiencias vitales de la infancia que dejaban mi simple vida de niña querida y sobrealimentada de barrio obrero de los 80 del Norte a la altura del aburrimiento. Cuando llegó mi turno para responder ¿Cuál es tu trauma? (imagínese esta pregunta en una sobremesa empapada, con ese acento en el que parece que solo pueden decirse cosas trascendentes) y yo, pues… no sé… Cuando fui sentenciada a la inanez vital con la siguiente pregunta “¿osea que tu trauma es que no tienes trauma?” Ahí lo tienes.
Es muy difícil, pero muy importante para ser buena persona (qué será eso) mirarse las heridas y buscar la forma de repararlas, pero es fundamental para ser una persona con la que se pueda gozar de la vida, mirar las heridas que hemos hecho a otras personas y buscar la forma de repararlas. Y esta segunda parte, a muchas de las personas que van a terapia, se les ha olvidado. Esa gente que usa todo lo que le han dicho en la consulta para justificar su comportamiento pero sin responsabilizarse. Esa gente que, cuando le dices que algo te ha hecho daño te responden “eso es tuyo”. Esa gente que solo ve la mochila en el ego ajeno. Esa gente capaz de decir que ha llegado al límite de contradicción entre el personaje y la persona.
La terapia es un poco como las drogas duras: en principio fueron una buena idea, porque se inventaron para hacer el bien (para fines medicinales, entiéndeme), hubo gente que las usó para otras cosas y la cosa salió más o menos bien (de adictos a los opiáceos, cocainómanos y alcohólicos está el arte en todas sus expresiones lleno), pero también hubo quien las usó para culpar a otros de sus culpas y… Pues así estamos, llamándole “poner límites” a no hacer caso a la gente con la que te relacionas cuando te pide que no seas una cabrona. Y creyéndote que eso amor propio.
Alguien tiene que querer a los demás
No puede estar todo el mundo priorizándose, pensando en sí misma, poniéndose primero, porque nos cargamos la especie en una generación (si no lo hace antes el cambio climático). Alguien tiene que estar pensado en el bien común, escuchando a la gente que no está bien, empatizando con las vulnerabilidades ajenas y sosteniendo la supervivencia humana a través de la colaboración y los cuidados, que es lo que nos ha traído hasta aquí.
Y supongo que al leer esta frase te has imaginado a ti misma o a otra mujer cuidando. Si es que hay hasta corrientes terapéuticas que te explican que tienes una querencia natural a ello, y ellos no se qué de cazar mamuts. Imagínate que lo decía Freud, y lo aplaudieron todos sus fans, que “la naturaleza ha determinado el destino de la mujer a través de la belleza, el encanto y la dulzura”. Tuvo que venir Betty Friedan (psicóloga feminista) a señalar que las mujeres norteamericanas de clase media en los 60, esos ángeles del hogar, se estaban muriendo del asco con sus hornos, sus lavaplatos, sus aspiradoras, sus hijos y sus maridos con sombrero, y se estaban suicidando de belleza, encanto y dulzura, como April Wheeler/ Kate Winslet en Revolutionary Road. Porque el malestar es político.
¿Terapia o sindicato?
Es un falso dilema.
En la línea de “no odias los lunes, odias el capitalismo”, hay quienes afirman que “menos terapia y más sindicatos”, como si el trabajo personal por curar las heridas íntimas fuera incompatible con organizarse para luchar por los derechos colectivos. Se me ocurrirían muchas formas de contraargumentar esto, pero prefiero que lo haga Audre Lorde, negra de Harlem, escritora, feminista, lesbiana y defensora de los derechos civiles: “cuidar de mí misma no es autoindulgencia, es autoconservación y es un acto político de guerra”.
Por eso desconfío de la gente que “es capaz de solucionar sus propios problemas” sin ayuda, porque para ser parte de la solución, seguramente es mejor haber compartido tus problemas.