Ninguna mujer se pone lo que quiere: cómo la gala del MET las convirtió en objetos inmóviles
Muchas celebridades necesitaron asistentes para subir las escaleras y otras tantas no pudieron sentarse a cenar. La gala más glamurosa del mundo, la que celebra ‘la moda por la moda’, evidencia que hemos retrocedido hacia esa moda femenina arcaica y, a veces, opresora
El tema sobre el que versa este año la exposición de moda del Museo Metropolitano de Nueva York, Reawakening fashion: sleeping beauties interconecta dos elementos; el mundo natural, con sus ciclos vitales, y la propia naturaleza de la moda, pensada para no durar en el tiempo. Eso le da la posibilidad a su comisario, Andrew Bolton, a hablar tanto de vestidos de archivos y sus técnicas de conservación como de la relación de l...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
El tema sobre el que versa este año la exposición de moda del Museo Metropolitano de Nueva York, Reawakening fashion: sleeping beauties interconecta dos elementos; el mundo natural, con sus ciclos vitales, y la propia naturaleza de la moda, pensada para no durar en el tiempo. Eso le da la posibilidad a su comisario, Andrew Bolton, a hablar tanto de vestidos de archivos y sus técnicas de conservación como de la relación de la botánica y la biología con la propia moda. El tema, sin embargo, que se les pidió seguir a los invitados a la gala inaugural, celebrada el pasado lunes, no era exactamente ese, sino The Garden of Time un relato de Ballard de 1962 en el que una pareja de condes ven la vida pasar placenteramente desde su mansión, una especie de Arcadia privada, hasta que vislumbran en el horizonte una masa humana acercándose. Si cortan las flores, la masa retrocede, hasta que no quedan flores que cortar.
El relato, como la mayoría de los de Ballard, se presta a múltiples interpretaciones, eso sí, ninguna glamurosa. No deja de ser paradójico además que ese fuera el código de vestimenta de una gala que se vio amenazada por una manifestación del sindicato de trabajadores de Condé Nast, organizador del evento, pidiendo unas condiciones laborales justas y que se desconvocó en el último minuto (aún no se sabe por qué). Las escalinatas del MET volvieron a ser esa Arcadia alejada del mundo real y accesible sólo para unos pocos, las empresas y marcas que pagaban cinco cifras por una mesa (este es un evento benéfico para recaudar fondos para el museo) y las celebridades que los acompañaban en dichas mesas. Lo de Columbia y Rafah ni siquiera hace falta mencionarlo para darle más enjundia al relato de Ballard.
En cualquier caso, y aunque esta gala comenzó a celebrarse en 1948, ha adquirido notoriedad global y viral desde hace poco más de una década. A los invitados ahora se les pide que se ciñan más o menos a la temática y, sobre todo, a la idea de la moda por la moda, que den rienda suelta a su imaginación y acudan con el atuendo más extravagante posible. Sin entrar en si tirar de flores y ninfas era tomar las instrucciones de forma demasiado literal, lo cierto es que, de las invitadas al evento, varias, demasiadas, necesitaron ayuda de varios para caminar y subir las escaleras y más de la mitad, tirando por lo bajo, no llevaban atuendos con los que se pudieran sentar a cenar. Ahí sí que se ciñeron, aunque de forma un poco perturbadora, a la temática de la expo, que muestra vestidos de archivo que, por condiciones de conservación, ya no pueden usar.
Cardi B necesitó ocho asistentes para caminar con su voluminoso vestido de Widowsen, a Tyla la subieron varios por las escaleras porque su vestido, de arena pegada al cuerpo, le impedía moverse (después, su creador, Olivier Rousteing, tuvo la decencia de cortárselo para que pudiera disfrutar de la fiesta); Elle Fanning tuvo que subir de lado ayudada por dos asistentes porque su vestido transparente, también de Balmain, era demasiado ajustado; Kim Kardashian, directamente, no podía respirar con su corsé y también necesitó ayuda, aunque en su caso esa lleva tres años siendo la tónica (con el vestido de Marilyn o con aquel corsé imposible de Mugler). Gigi Hadid también necesitó asistencia, aunque su vestido de Thom Browne estaba pensado para ser despiezado, es decir, más o menos funcional una vez pasada la escalinata. Nicki Minaj y Sarah Jessica Parker, entre otras, no podían sentarse con aquellos armazones, ni Taylor Russel con su corsé de resina que imitaba la madera. Para el caso, mejor ir vestida como Emily Ratajkowsky, Dua Lipa o Doja Cat, es decir, prácticamente desnuda, pero al menos con casi plena movilidad, si la moda por la moda se traduce, en 2024, en la inmovilidad femenina de los siglos XVIII y XIX, con aquellos corsés y crinolinas que las obligaban a no moverse.
La culpa, por supuesto, ni fue ni es de ellas. No es cierto esa frase hecha de que ‘cada una se pone lo que quiere’ y menos en este caso. No hace tanto que en el festival de Cannes se creó la polémica conocida como Shoe gate porque a ellas se las obligaba a llevar tacones: “Ya no le puedes pedir eso a la gente. Si no le pides a los hombres que lleven tacones y un vestido tampoco me lo puedes pedir a mí”, contaba Kristen Stewart cuando decidió quitárselos en 2019 durante el festival, a la vista de todo el mundo. Muy pocas mujeres se ponen realmente lo que quieren, ya sea por la inseguridad social provocada (ni te queda bien ni es apropiado para tu edad, etc) o porque directamente no existe lo que necesitan, es decir, prendas con bolsillos, cinturas ajustables, siluetas variadas, largos y tallas diversas. Hasta hace bien poco, de hecho, muchos desfiles celebrados se nutrían de esa objetualización a base de corsés, volúmenes irreales, materiales sólidos y prendas hechas con pocos centímetros de tela.
Y si las mujeres no se ponen realmente lo que quieren, mucho menos las celebridades, que viven en la inseguridad constante, entre el meme, el comentario crítico y la comparativa eterna con lo que se ponen sus compañeras de profesión; al menos, las más jóvenes. Muchas famosas más veteranas crecieron profesionalmente acudiendo a entregas de premios que no premiaban tanto el glamur (hasta los Oscar eran otra cosa) y, sobre todo, tuvieron la suerte de no estar expuestas en las redes sociales, ya lo estaban bastante por el mero hecho de ser mujeres mediáticas y famosas. Hoy, sin embargo, estamos tan acostumbrados a juzgar los atuendos que algunos estilistas de celebridades se han convertido en las verdaderas estrellas, cosa que no es mala en absoluto, al contrario, si no fuera porque en algunos casos la obsesión por el atuendo llega a límites completamente surrealistas: no es solo que Zendaya no pudiera sentarse ni moverse con aquella armadura de Mugler en la promoción de Dune 2 o que Anya Taylor Joy tuviera que necesitar asistencia para interactuar con el look de archivo de Rabanne repleto de pinchos; es que da miedo imaginar cuál fue el proceso y la presión de los implicados para conseguir esas piezas de hace 50 o 60 años que, antes de todo este circo, eran piezas de pasarela y de museo, no atuendos que usar en maniquíes reales para ganar exposición mediática.
En realidad, las horas (cientos) invertidas en cada vestido de la gala MET y el uso final de algunos de estos vestidos (es decir, ninguno) acerca más a estas piezas al museo que a la celebridad. Para ellas es un mero trámite para exhibirlas que las convierte en un maniquí viviente Pero ¿cómo van a decidir las celebridades llevar vestidos y no que el vestido las lleve a ellas ante semejante panorama? Hay moda extravagante, original e ingeniosa que no necesita asistencia, pero parece que no es tan mediática. Lo mediático es ir tan guapa que te cueste hasta respirar por tus propios medios para que los otros medios, las redes y todos los implicados en este sector respiren contentos. Puede que al final la temática del MET sí se respetara: por desgracia, a veces el paso del tiempo no hace mella en la moda, que sigue siendo esa Arcadia privada que no quiere que el mundo exterior se acerque.