Infiltrada en el hotelazo
Crónica de 48 horas a todo trapo en el Four Seasons y el Mandarin Oriental Ritz, penúltimos establecimientos de grupos internacionales de megalujo en abrir en Madrid, nueva meca del turismo de milmillonarios
Odio hacer la maleta. Si ya me cuesta pensar qué llevar para ir adecuada a una casa rural de medio pelo, imagínate para pasar dos lunes tontos de verano en el Four Seasons y el Mandarin Oriental Ritz, los hoteles más exclusivos de Madrid, con su personal vestido de Lorenzo Caprile y Jorge Vázquez, respectivamente, y no parecer una intrusa. “Sé tú misma”, ...
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Odio hacer la maleta. Si ya me cuesta pensar qué llevar para ir adecuada a una casa rural de medio pelo, imagínate para pasar dos lunes tontos de verano en el Four Seasons y el Mandarin Oriental Ritz, los hoteles más exclusivos de Madrid, con su personal vestido de Lorenzo Caprile y Jorge Vázquez, respectivamente, y no parecer una intrusa. “Sé tú misma”, me soplan mis contactos sobre el terreno, “el cliente de lujo no tiene que demostrar nada”. Así que, siendo super yo misma, me pongo un mono de lino y unas cuñas de esparto para estar por el lobby. Lleno un trolley y un capazo con cuatro trajes de baño y sus correspondientes pareos y sombreros a juego para hollar el spa y el solárium sin pillar insolaciones ni cistitis, un pijama mono para estar por la suite y cuatro vestidos rollo estoy de vacaciones para cenar en las terrazas más pijas del Foro. Así, con lo mínimo, paro un taxi, digo muy digna: “Al Four Seasons”, y me dispongo a parecer rica por un día.
La fachada del hotel impresiona. Había pasado antes, claro, pero no había tenido ovarios de entrar a echar un ojo. La anexa tienda de Hermès, con su guarda custodiando sus míticos carrés (pañuelos) de amebas, y el enjambre de empleados del hotel pululando alrededor de punta en negro, intimidan lo suyo. Pero hoy no. Hoy tengo papeles y dejo que el portero, perdón, doorman, me abra el taxi y me coja el capazo y, muerta de ganas y de vergüenza, entro al jardín prohibitivo. Tengo una reserva gentileza de la casa.
Penetrar en el lobby del FS, antiguo patio del Banco Español de Crédito, a tiro de piedra de los hombres-anuncio con petos de “compro oro” de la Puerta del Sol, es alunizar en otro planeta. Los apabullantes e impecables centros de mimosas dan la pista. Aquí todo es a lo grande y funciona sin que se note. Y sí, en efecto, la clientela no parece querer demostrar nada, pero tiene ese no sé qué de quien no mira el precio de lo que compra que yo no tengo. En recepción no hacen distingos. Aunque saben quién soy y a lo que vengo, la recepcionista me pregunta si vengo de muy lejos, si por placer o por negocios, mientras su compañero inquiere: “¿Desea tomar una copa de champán, señora Sánchez-Mellado?”, en la primera de los cientos de veces que oiré mi nombre en esos términos durante mi estancia. Digo que no, gracias, omitiendo que acabo de atizarme un pincho de tortilla en mi bar de polígono, pero no pierdo ocasión de hacer el ridículo y aclaro que mi acompañante, el señor Expósito, el joven fotógrafo de este reportaje, no es mi marido, ni mi novio, ni mi sugar baby (persona joven que sale con una más mayor por su dinero), ni me toca nada, vamos. Ambos sonríen, enigmáticos, y dicen sin decirlo: ver, oír y callar es norma de la casa. Lo que pasa en el Four Seasons se queda en el Four Seasons.
Tras recorrer kilómetros de pasillos, decorados con obras de arte de jóvenes artistas españoles, algunas francamente notables, llegamos a mi cuarto, digo suite. Una preciosa estancia con salón, alcoba y baño con bañera exenta con vistas a la calle Alcalá a razón de 3.000 pavos la noche. Una ganga al lado de la suite real, con su gimnasio, su cocina, su ala de servicio y su salón del trono, antiguo despacho de Mario Conde, a disposición de quien pague 24.000 euros la noche. Las dimensiones del FS acongojan. Ocho años ha tardado el estudio Lamela en derribar, nivelar y ensamblar el interior de los siete edificios de la manzana de Canalejas en un obrón que tuvo el centro de Madrid hecho unos zorros y comidito de atascos apocalípticos durante meses, según puedo atestiguar de primera mano. Pero eso son cosas de pobretones. Estábamos en mi cuarto. Veo de pasada las amenities de Hermès, los chocolates belgas y la fruta de cortesía. Pero no toco nada porque me espera un picoteo degustación diseñado por el chef Dani García en el Patio, el restaurante del lobby, donde me fijo en un orondo huésped que parece la alegría del FS, en animada charla con varios grupos de comparsas que van rotando mientras él permanece. También observo un revuelo de coches y escoltas acompañando las idas y venidas de quienes parecen un jeque árabe y su séquito hospedados en la casa. Pregunto a mis fuentes de quién se trata. No saben, no contestan.
Con la última delicia de García en la boca, subo al spa y acabo de sentirme la reina del mundo tomando el sol en la terraza mientras, abajo, gente sin tanta suerte, va de casa al curro y del curro a casa bajo una solanera de fin del mundo. Luego, mi terapeuta, María, me pone en mi sitio, bocabajo e indefensa, y me informa de que a orilla del hombro izquierdo tengo un nudo que ríete tú de la M-40 que no pisará el jeque. Sabiendo que las propinas son parte importante de sus ingresos, de los de María, digo, me da vergüenza dársela y no dársela. Mantendremos la incógnita entre nosotras.
El Porsche Panamera rojo, obviamente, es el coche de cortesía más demandado del FS, aunque también disponen de un Cayenne y de un Mercedes de altísima gama para llevar a los clientes donde gusten en un radio de tres kilómetros. El chófer reconoce que lo peor de su oficio es no poder pasar de 30 con semejante bicho. Los restaurantes de la calle Jorge Juan, los museos del paseo del Prado y las tiendas de la calle Serrano, antes de que abra la Galería Canalejas con sus firmas de megalujo sin salir del recinto, son los destinos más solicitados. Nosotros le damos tres vueltas a la Cibeles y gracias, no sin ser apercibidos por un puntilloso agente municipal, valga la redundancia. “Me es indiferente”, responde al decirle que estamos trabajando. Unos colegas suyos también le pidieron los papeles al mismísimo Antonio López pintando la Puerta del Sol. Esto es Madrid, señores, no nos volvamos locos.
De vuelta al lobby, avisto de nuevo al huésped misterioso y, aburrido de mis preguntas, alguien tiene la gentileza de contarme que es un caballero de Oriente Próximo, el cliente más antiguo de la casa. Lleva cinco meses alojado intramuros. Su esposa vino a dar a luz a casa de su familia en España y, desde entonces, ella y el bebé vienen a visitarle a su suite porque aquí papá se encuentra más cómodo. Precisamente mañana regresan todos, felicísimos, a donde quiera que residan habitualmente. Definitivamente, hay otros mundos y no son el nuestro.
Para despedirme, ceno a la carta en la espectacular azotea con su emblemático pararrayos de la que todo el mundo habla. Está hasta la bola, aunque el hotel no llegue a un tercio, puesto que cualquiera puede darse el gusto de cenar en las alturas si puede pagarlo. Todo ideal y delicioso, por supuesto. A mi lado, dos huéspedes se comen a besos. Él, español, vive en Miami. Ella, colombiana, en Bogotá, y se reencuentran hoy aquí para empezar sus vacaciones. No piden postre y no me extraña. Al retirarme, sola, a mis aposentos me consuelo pensando que todos, los tórtolos, el papá novato, el presunto jeque y la que firma, dormiremos en el mismo lecho. La cama Four Seasons, la misma en todos los FS del mundo, está a la venta: colchón, almohadas y lencería por 3.000 dólares. Y se compra. Enfrente del hotel, un cartel anuncia la exposición del centenario de Berlanga en la Real Academia de San Fernando. Ay, Luis, cuánto se te echa de menos.
Lujo asiático-madrileño
Con las tablas que da ir de Málaga a Malagón, o viceversa, me dispongo a cumplir la segunda parada de mi viaje al lujo madrileño. Paso por mi humilde morada, me cambio de mono y de cuñas, renuevo los trajes de baño, el pijama mono y los vestidos vaporosos y cojo otro taxi. “Al Ritz”, digo, ya con otro aplomo, como de mujer de mundo de vuelta de todo. Al registrarme, empiezan las sorpresas. “Le espera Quique, señora Sánchez-Mellado”, me dicen, supercómplices, y me dejan en sus manos.
Quique es Quique Dacosta, el chef tres estrellas Michelin al que fichó Mandarin Oriental, el grupo que compró y remodeló el Ritz con el arquitecto Rafael de La Hoz durante tres años, para hacer de este mítico hotel madrileño un vanguardista destino gastronómico global de lujo. Quique en persona me hace, amabilísimo, la visita y la cata por sus seis “universos” sin salir del planeta Mandarin. Del champán bar al clásico, pasando por el Deesa, su espacio más experimental, y la brasería del jardín, donde este verano hay bofetadas cada noche para cenar, ver y ser visto. Cada uno con sus platos, su vajilla, su cubertería, su lencería y sus precios: de los 50 de la brasería a los 250 euros de un festín en su firma, la mitad de lo que costaría algo similar en Londres, según dice un chef que empezó fregando platos en Denia, sabe lo que vale un euro y quiere ser “competitivo”. Acabamos la maratón en Pictura, la coctelería de autor de la casa, donde el joven barman David Ferrero, tres años en el Mandarin de Londres aprendiendo a ser el perfecto mixólogo, me prepara tres cócteles, “digestivos”, para bajar las viandas y subir el ánimo. Como si fuera necesario.
Comida, bebida y animadísima, subo por fin a mi suite y casi levito. Es una de las dos torretas del palacio, a 5.800 euros la noche —aunque la tarifa media son 1.000 pavos— con espectaculares vistas sobre el paseo del Prado y el Prado propiamente dicho. Una asistente me saca del hechizo para ponerse a mi disposición permanente para lo que se me antoje durante las próximas 24 horas. Ficho de refilón el espectacular centro floral, los macarons, la cesta de frutas, los chocolates, el champán en su hielera, la bañera con pétalos de flores y velas led, el cofre del tesoro con un secador y una plancha GHD en el baño, y el quimono de estar por la suite que deja mi pijama en un pingo. Demasiadas tentaciones para dar abasto a caer en todas.
Para relajarme de tanto estrés, bajo al spa y ofrezco mi rostro a las manos de Jennifer, mi simpatiquísima terapeuta venezolana, y hora y media después mi cara brilla cual faro, no sé si de Alejandría, pero sí de Hong Kong, en homenaje a la casa madre de Mandarin. Tanto que me da cosa maquillarme y producirme a la altura del marco incomparable del jardín y, por ordenar algo, ordeno a mi asistente la cena en una de mis dos terrazas. Nada: un picoteo. Jamón del bueno, tomate del mejor y un picantón regado con un albariño óptimo. Lo sube Manuel Núñez, de 62 años, trabajando en el Ritz desde que entró a los 15 de aprendiz de camarero, y que se jubila en septiembre. Lo que han visto sus ojos para él queda, pero oyéndole jurar que Richard Gere es más bello por dentro que por fuera me hago una idea.
A lo tonto, me dan las tantas. Da pena acostarse. Pero en cuanto me tumbo, el lecho me engulle y tengo que poner la alarma para apurar mi estancia con un baño tempranero en el Palacio Sumergido, perdón, piscina climatizada, bajo el mítico jardín de la casa. Al salir y pisar agua sobre mármol me pego un costalazo del que salgo ilesa de cuerpo, que no de espíritu. Se me pasa desayunando en el jardín con una divina familia gringa leyendo el New York Times a mi diestra y una pareja mexicana de señora y mozalbete rollo la que firma y el señor Expósito a la siniestra. Mis labios están sellados. El ver, oír y callar va haciéndome mella.
Al salir, ya superintegrada, pego la hebra un rato en el lobby con Fernando Calvillo, para servirme, un huésped de buenísimo año que juguetea con su móvil en un sofá de seis metros. El señor Calvillo, magnate mexicano del gas, viene cuatro veces al año a Madrid con su esposa y sus tres hijos creciditos y usa el Ritz como base para saltar a Ibiza, Sevilla, la finca de sus amigos en Jaén o a Potes, Cantabria, de donde vino su mamá a hacer las Américas. Lo que más le gusta de Madrid es la seguridad y el encanto. Anoche, no más, vino andando de cenar, algo impensable en el DF y, además, dice, los taxistas son muy amables. No seré yo, no hoy, quien le lleve la contraria en ese extremo.
Dicen quienes los frecuentan que los hoteles de megalujo han de mantener la esencia de su firma allá donde se implanten. Que un Four Seasons es un Four Seasons y un Mandarin, un Mandarin. Lo que tampoco cambia es el final del cuento para las Cenicientas. A las 12, del mediodía en mi caso, se acabó lo que se daba. Al salir, Iván García, el portero, digo doorman, del Ritz, 25 años abriendo el taxi, el Rolls, el Bentley o el Uber a lo mejor de cada casa, me da una exclusiva: “Nuestros clientes están enamorados de nosotros, y nosotros de ellos”, me sopla, mientras hace ademán de besarme la diestra sobre la mascarilla corporativa y me despide hasta la próxima. Ambos sabemos que es improbable. Pero podría acostumbrarme.
Madrid, capital del lujo
Las aperturas del Four Seasons (FS) y el Mandarin Oriental Ritz Madrid (MORM) empezaron a gestarse hace una década, el primero, y un lustro, el segundo. El FS, abierto en septiembre de 2020 con 200 habitaciones, y el MORM, en abril de 2021, con 153, registran una ocupación del 30%, el triple de lo esperado dado que sus grandes nichos de clientes, Estados Unidos y Reino Unido, imponen restricciones para viajar a España. Las dos firmas globales de hostelería de lujo son las primeras de varias que abrirán plaza en Madrid en los próximos meses, llenando el vacío de este tipo de oferta que presentaba hasta ahora frente a otras capitales europeas. La gastronomía, muchas veces sin salir del propio hotel, el arte y las compras son los grandes reclamos para atraer a la ciudad a un cliente megarrico que, para pagar lo que paga, exige exclusividad, vivencias únicas y experiencias extraordinarias, más allá del boato, las alfombras, los cortinones y la prosopopeya de la vieja industria hotelera.
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