Vivir en el futuro, orientarnos en un mundo nuevo

Estamos en el tiempo de la reacción visceral y de la adaptación radical. Los efectos del cambio climático son ya demasiado evidentes y nos han golpeado con la suficiente contundencia como para permanecer quietos

Un hombre en su casa destruida por el huracán 'Otis’, en el estado de Guerrero (México) el 1 de noviembre de 2023.Gladys Serrano

Acaba de empezar 2024, pero quizás deberíamos valorar si la numeración es la adecuada. Dos mil veinticuatro suena como una simple adición. Como una continuación de algo que lleva mucho tiempo en marcha; como la enésima secuela del año uno. Y no lo es en absoluto.

El año pasado, 2023, marcó un antes y un después: la media de la temperatura mundial rozó un aumento de 1,5 °C respecto de los valores preindustriales. Un aumento de un grado y medio que, si bien puede fluctuar el próximo lustro, nos sitúa justo en el borde del primero de los precipicios climáticos. Un grado y medio, sí. ¿De verdad es tanto? De verdad.

Este aumento, que pronto superaremos, nos sitúa en un mundo nuevo. Mira a tu alrededor: todo lo que ves es un fósil. Las carreteras, los edificios, los árboles, la trama urbana, las playas, los campos de cultivo. Tus vacaciones y tu receta favorita. Todo ello surgió o lo construimos en un mundo que se regía por unas reglas distintas. Que tenía un clima diferente, en el que sabíamos qué esperar y cuándo. Los cimientos de nuestro día a día se asientan sobre climogramas que se desvanecen poco a poco, como un castillo de arena al lado del mar. Dos mil veintitrés ha sido esa ola que, con furia contenida y cubierta de rabiosa espuma, ha borrado casi cualquier rastro de lo que tan pacientemente edificamos durante siglos.

Para navegar el futuro necesitamos, en primer lugar, saber que ya estamos en el futuro y, en segundo lugar, dejar de actuar como si viviésemos en una mera extensión del pasado. La percepción del presente como un continuo infinito nos impide abordar los retos que plantea un siglo XXI del que ya llevamos tres décadas, pero en el que siempre nos ponemos metas a un plazo cada vez más lejano para evitar enfrentarnos hoy a lo inevitable.

Cuando superamos una fecha crítica, como 2015 (fin de la vigencia de los desconocidos Objetivos del Milenio), nos olvidamos de ella. Cuando nos acercamos peligrosamente a otra de estas fechas sin haber hecho los deberes, como en el caso de 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible, vamos reduciéndolos, practicando una amnesia selectiva en aquellas metas que nos parecen imposibles o incómodas. Para 2050 nos queda la promesa de la neutralidad climática; para 2100, el momento en el que alcanzaremos el perenne y temible futuro que dibujan las gráficas del IPCC, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático de la ONU. Vivimos en un tiempo en el que solo sabemos incumplir o postergar nuestras propias promesas.

Sin embargo, estamos ―repitámoslo las veces que haga falta― en un mundo nuevo. Nada funciona como nos lo explicaron en los libros de texto. Los documentales de la tele cada vez se parecen más a dioramas decimonónicos, emisarios de unos paisajes ya desaparecidos. Las leyes están llenas de grietas por la dilatación de los termómetros, año tras año. La planificación urbanística necesita ya una buena dosis de goma de borrar, en especial en las zonas costeras. A los calendarios se les caen las hojas compulsivamente, al ritmo desordenado de unas estaciones difuminadas, en vías de desaparición. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo orientarnos en un mundo en llamas del cual no tenemos mapa?

En primer lugar, entendiendo que el tiempo de la acción ya pasó. Ahora estamos, nos guste o no, en el tiempo de la reacción visceral y de la adaptación radical. Los efectos del cambio climático son ya demasiado evidentes y nos han golpeado con la suficiente contundencia como para permanecer quietos, calibrando cuál debe ser nuestro siguiente paso.

No necesitamos una salida de emergencia, porque por ella solo podrán salir unos pocos a esconderse en sus refugios privados. La clave está en no tener que usar ninguna puerta, sino transformar el espacio que compartimos, aquí y ahora. Para ello, es imprescindible cambiar las reglas del juego para todos y todas, de forma democrática y solidaria. Frente a las tentaciones de negación o de autoritarismo, la democracia es el mejor antídoto. Necesitamos expandir los espacios deliberativos ―como las asambleas climáticas―, situar la emergencia climática en un primer plano mediático y, por supuesto, tratarla como tal; aún tenemos presente la dura comparativa entre la reacción (justificada) a la emergencia sanitaria de la covid-19 y el postureo banal que se multiplicó al calor de las declaraciones de Emergencia Climática en gobiernos, parlamentos y ayuntamientos.

Dejemos también de usar la brújula averiada de la sostenibilidad, omnipresente en documentos ministeriales y anuncios de grandes empresas, y aprendamos a llamar las cosas por su nombre. Recuperemos también palabras en desuso, aunque nos generen respeto o temor. Racionamiento: ¿cómo si no íbamos a repartir un recurso escaso con justicia social? Planificación: dejemos de vivir en una prórroga del presente, planifiquemos el porvenir y, más importante todavía, arranquemos el monopolio de las decisiones de calado a los mercados. Bienestar: ¿por qué seguir guiándonos por un indicador que crece y se alegra si producimos más plástico o tenemos más accidentes de tráfico? Eso y no otra cosa es el PIB, el Producto Interior Bruto. Decrecimiento: ¿por qué tanto miedo a usar menos petróleo, menos gas, menos metales? ¿Y si todo ello fuese a cambio de más salud, más tiempo, más cuidados?

Hace más de cuatro décadas que Radio Futura cantaba aquello de en un momento comprendí / que el futuro ya está aquí, y justo cuarenta años desde que nos conminaba a adaptarnos a las temperaturas extremas con los versos: no des un mal paso, no des un mal paso / Esto es una escuela de calor. Evitemos los monstruos que, según Gramsci, aparecen mientras el viejo mundo muere y el nuevo no acaba de nacer: vivamos en el futuro de una vez por todas.

Andreu Escrivà es ambientólogo, doctor en Biodiversidad y escritor. Su último libro es Contra la sostenibilidad: por qué el desarrollo sostenible no salvará el mundo (y qué hacer al respecto) (Arpa/Sembra).

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