Genealogía mínima del no lugar
Los no lugares tienen una larga historia identificable en todas las urbes del globo, en un contexto pospandemia sus cualidades como vacíos de la ciudad compacta vuelven a estar de actualidad.
A principios de los noventa, el antropólogo Marc Augé define por primera vez el no-lugar, y acuñó un término celebrado de inmediato por la crítica. El no-lugar se define en contraposición al lugar antropológico, de la memoria, según explicó. El espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad, ni de relación, ni histórico, sería el no-lugar. Un espacio de anonimato que podemos vincular parcialmente hoy en día a los vacíos urbanos, tan de actualidad en un contexto pospandemia por sus valores de descompresión de la ciudad compacta.
El interés sobre la ‘parte trasera’ de la ciudad no es reciente, esos escenarios de la vida cotidiana que funcionan de soporte para la activación de múltiples posibilidades de uso. Espacios que no son recogidos por ninguna guía turística y que contiene en sí mismos una estética del descampado que ilustra la cualidad contemporánea de lo que todavía está por hacer. El no-lugar nace como concepto que encierra esta nueva subjetividad y se presenta como aquello que no sabemos nombrar, al igual que la ruina poética de Piranesi para los románticos, o más adelante la reivindicación del suburbio como localización literaria para Baudelaire. Una lírica de extrarradio que se ha colado casi a hurtadillas en nuestro imaginario, a modo de concepto líquido que trata de definir el lugar de la incertidumbre.
La experiencia dadá
Pero, el origen del no-lugar como concepto lo encontramos bien atrás en el tiempo: un primer rastro se podría datar en 1921 cuando el grupo dadaísta, aún con André Breton, inició una serie de incursiones urbanas a los lugares más banales de la ciudad de París. Se trata de una operación estética consciente y supone además el paso de la exposición en salas a una acción al aire libre, entendida como una forma de anti-arte.
La elección de zonas anónimas e insulsas de la ciudad, alejadas de cualquier carga simbólica o histórica no es casual: con ella se pretendía la desacralización del arte, la unión total del arte con la vida, de lo sublime con lo cotidiano. No es fortuito que la primera incursión fuese en la iglesia de Saint-Julien-le-Pauvre en pleno barrio latino de París, una iglesia alejada de los circuitos turísticos, un terrain-vague encerrado. Es un lugar familiar y a la vez desconocido, un no-lugar en el interior de un lugar. Solamente en sitios así la experiencia dadaísta era posible, espacios anónimos y al mismo tiempo reconocibles como un “trozo de ciudad cualquiera”.
La acción que transcurre no deja huellas, no crea ningún objeto, apenas es documentada. Tan solo se elige una localización precisa en la ciudad, con el objeto de desenmascarar la farsa de la ciudad burguesa, un lugar público desacralizado en el que provocar a la cultura institucional. La actividad se basa precisamente en la elección del lugar a visitar, y es en este punto dónde radica lo subversivo de su planteamiento y su éxito histórico.
Los futuros olvidados de Smithson
No será hasta los años sesenta del siglo XX cuando encontremos una nueva expresión ligada directamente a la subjetividad del hecho paisajístico: la visión de la obra de arte como objeto parece completamente superada y se enfatiza la importancia de la relación de la obra con su entorno. En este contexto, Robert Smithson es una figura fundamental: con su manipulación poética del paisaje consigue interpretar el territorio desde una perspectiva simbolista en la que sus no-sites son entendidos como “futuros olvidados”, paisajes apartados de la mirada de la historia. El no-site necesitaba una identidad para ser aceptado por el arte institucional. Así, en 1967, Robert Smithson emprendió un viaje con su cámara fotográfica por Passaic, su ciudad natal, que por aquel entonces era un suburbio de New Jersey. En el texto Recorrido por los monumentos de Passaic (Artforum, 1967), Smithson se preguntaba: “¿Ha sustituido Passaic a Roma como la ciudad eterna?”.
Dérive
Paralelamente, en Europa los situacionistas iban un paso más allá de las experiencias americanas de Robert Smithson. La deriva es una de las prácticas más importantes desarrolladas por los situacionistas, deudora del espíritu del romanticismo y el barroco cuando el aventurero realizaba largos viajes en busca de memorables descubrimientos. Esta variante consiste en que este ideal homérico no se efectúa en recónditos parajes exóticos sino en los escenarios cotidianos de la vida diaria. Los situacionistas definieron la deriva como “el modo de comportamiento experimental ligado a las condiciones de la sociedad urbana o la técnica de paso ininterrumpido a través de ambientes diversos”.
La psicogeografía hace referencia a los efectos que el entorno produce en las emociones y el comportamiento de los individuos. Sus guías son mapas compuestos por fragmentos de ciudades que se relacionan de forma aleatoria, no por su funcionalidad sino por su carácter emocional. La deriva situacionista propone una utilización experimental no productiva del espacio urbano, que defiende el carácter fragmentario de zonas urbanas diferenciales frente al carácter homogéneo y uniforme de la sociedad de los espectadores.
El movimiento situacionista es clave a la hora de entender el devenir histórico de la práctica artística ligada al hecho paisajístico. El por qué la imagen de nuestro paisaje urbano sigue siendo motivo de debate y conflicto en torno a las incertidumbres de su calidad como espacio construido pasa, sin duda, por la búsqueda de nuevas categorías de observación que acepten las nuevas subjetividades. Además, hay que incorporar criterios de calidad ambiental y sostenibilidad, pero también de cultura intersubjetiva donde el escenario del hecho cotidiano se sitúe en el lugar que le corresponde.
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