El riesgo de no tomar en serio los desastres
Reducir las consecuencias nefastas de las catástrofes de toda índole debe ser una prioridad en toda política pública, desde un enfoque de prevención y mitigación, y no solo de respuesta
En el año 2009, la Asamblea General de Naciones Unidas decidió establecer el 13 de octubre de cada año como la fecha en que se celebra el Día Internacional para la Reducción del Riesgo de Desastres. En esta ocasión, está dedicado a la cooperación internacional en esta materia y por tanto en su inclusión en las políticas de cooperación y acción humanitaria de todos los estados. Tema que cobra especial relevancia en la actual situación marcada por los impactos de la pandemia de la covid-19 y por como esta crisis ha puesto de manifiesto los enormes retos en esta materia y el creciente egoísmo de los países desarrollados.
Pese a que en las últimas décadas se ha producido un aumento del número y la gravedad de los desastres de todo tipo y que han aparecido nuevas amenazas o empeorado otras preexistentes, la comunidad internacional sigue siendo bastante timorata para incorporar esta constatación de que vivimos con el riesgo en los acuerdos internacionales y, sobre todo, en las políticas públicas nacionales. La crisis sanitaria, social y económica provocada por la pandemia de la covid-19 parecería ser una oportunidad para avanzar en materia de predicción, reducción, mitigación y preparación ante estos riesgos y, sin embargo, mucho nos tememos que no va a ser así. La crisis ambiental tampoco parece que esté generando este tipo de enfoques.
En el año 2004 se publicó el informe Vivir con el riesgo: Informe mundial sobre iniciativas para la reducción de desastres, elaborado por la Estrategia Internacional para la Reducción de Desastres (EIRD) de Naciones Unidas. El informe ponía énfasis en algo que ya era evidente para numerosas personas y colectivos: vivimos en sociedades de riesgo, como decía Ulrich Beck. De riesgos cada vez más diversos y cambiantes y, por tanto, debemos prepararnos para afrontarlos. Este documento y, sobre todo, el impacto que tuvo el tsunami que asoló las costas asiáticas a finales del mismo año, hicieron que en enero de 2005 se aprobara el Marco de Acción de Hyogo (MAH) para la reducción del riesgo de desastres, acuerdo firmado por más de 160 países.
Aunque el acuerdo era limitado y muy centrado en los mal llamados desastres “naturales” o en los tecnológicos, suponía un avance conceptual y político relevante al formalizar esta idea de “reducción del riesgo”, frente a la conceptualización anterior de reducción de los desastres. Del riesgo entendido como resultado de la interacción de posibles amenazas con sociedades con diversos grados de vulnerabilidad y capacidades. En las definiciones convencionales de las Naciones Unidas el riesgo es la “posibilidad de que se produzcan muertes, lesiones o destrucción y daños en bienes en un sistema, una sociedad o una comunidad en un período de tiempo concreto, determinados de forma probabilística como una función de la amenaza, la exposición, la vulnerabilidad y la capacidad”. El riesgo es algo socialmente construido, que varía por tanto de sociedad a sociedad y que evoluciona históricamente.
Nada perjudica más al desarrollo que los desastres y, sin embargo, se sigue repitiendo el círculo vicioso de desastre-respuesta centrada en la emergencia-recuperación-repetición
El MAH tuvo mucho impacto sobre todo en los países más proclives a eventos catastróficos y fue sustituido en el año 2015 por el Marco de Acción de Sendai que incorpora muchas de las lecciones aprendidas en esos 10 años También dio lugar a la creación de la Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres (UNDRR) que sustituye a la EIRD. Sendai avanza, además, en la idea de entender los riesgos como algo sistémico, más allá de una única amenaza. Pensemos, por ejemplo, en el cambio climático debido al calentamiento global, que, en estos momentos, contribuye a la degradación ambiental y a la pérdida de biodiversidad, con los efectos consiguientes en la producción de las cosechas y de los alimentos, el comercio internacional, la volatilidad de los mercados financieros y la inestabilidad política, entre otras variables.
Sin embargo, pese a estos avances en materia de comprensión de los riesgos y su naturaleza sistémica, uno de los problemas que aparece cada vez como más relevante en el plano internacional es la falta de coherencia entre las diversas agendas internacionales, centradas solo en ciertas temáticas y no en el abordaje sistémico de los asuntos. La Agenda 2030 y los ODS, aparentemente la más importante para los países, apenas incorpora alusiones a que el camino hacia el deseado desarrollo sostenible está plagado de riesgos (desastres de todo tipo, crisis climática, pandemias, conflictos violentos, nuevas formas de violencia, desplazamientos forzados…). Es una agenda básicamente optimista que parte de un análisis excesivamente vago de los verdaderos problemas y riesgos que pueden afectar ese desarrollo sostenible que propone. Nada perjudica más al desarrollo que los desastres y, sin embargo, se sigue repitiendo el círculo vicioso de desastre-respuesta centrada en la emergencia-recuperación-repetición. Pese a la defensa a ultranza de la Agenda 2030 para muchos sectores, la respuesta a la pandemia debería servir para ver sus limitaciones, evitar repetir los patrones tradicionales de respuesta y tratar de modificarla.
Tampoco la agenda del Acuerdo de París y los diversos acuerdos en materia de cambio climático incluyen de modo coherente alusiones al riesgo en línea con el Marco de Acción de Sendai. Cuestiones como los desplazamientos forzosos producidos por la crisis climática, la interacción de diversos fenómenos diferentes, incluidos los climáticos, en el riesgo de desastres, no son analizados de forma sistemática en la Agenda de París. Según el GAR (Informe de Evaluación Global sobre la Reducción del Riesgo de Desastres 2019), el cambio climático es uno de los factores destacados que impulsan y agudizan las pérdidas ocasionadas por los desastres y el fracaso del desarrollo. Se trata de un fenómeno que aumenta la intensidad del riesgo.
Los procesos para reducir el riesgo tienen múltiples puntos de conexión con la mitigación del cambio climático, la adaptación a ese cambio y la disminución de la vulnerabilidad relacionada (por ejemplo, el aumento de la seguridad en la propiedad de la tierra y la mejora del acceso a la electricidad y los servicios de extensión agraria pueden facilitar la atenuación de las sequías). Sin embargo, como dicen muchos informes, pocos planes tienen en cuenta este tipo de vínculos. Si la evaluación y la planificación de la reducción del riesgo no incluyen las diferentes hipótesis sobre el cambio climático, estaremos generando redundancia en toda nuestra labor.
La Nueva Agenda Urbana, por su parte, supone un claro avance que aun debiera profundizarse en materia de cómo la mayor exposición que suponen los contextos urbanos representa nuevos patrones de riesgo. Y, por tanto, hace necesarios nuevos planteamientos para abordarlos.
Frente a la fragmentación de las agendas internacionales a la que estamos haciendo referencia, como propone el GAR para entender los riesgos es necesario comprender qué sabemos y qué no sabemos, e incluso, intentar poner remedio a aquellos aspectos que desconocemos. El riesgo reviste una gran complejidad. Tenemos que entender cómo se afronta sin recurrir a medidas reduccionistas que los aíslan e ignoran su naturaleza sistémica. Debemos revocar las instituciones, los enfoques de gobernanza y las modalidades de investigación que tratan los riesgos de manera aislada y fuera de sus contextos socioecológicos y socioeconómicos.
Este es el reto a escala internacional: incorporar el riesgo como una dimensión sustancial en cualquier política pública que pretenda el bienestar de la comunidad. Y, por supuesto, que esto sea una prioridad de la cooperación internacional.
En el plano nacional, el Estado español no ha sido especialmente activo en esta materia. Una baja percepción del riesgo, un enfoque muy anticuado frente a los desastres y planes centrados excesivamente en la respuesta y muy escasamente en las tareas de prevención, preparación o mitigación, unido a una distribución competencial compleja y a un marco jurídico obsoleto, han hecho que, pese a haber firmado tanto en Marco de Acción de Hyogo como el de Sendai, España no haya avanzado mucho en el cumplimiento de lo allí acordado.
Desde nuestro Instituto hemos tratado de incorporar estos temas a la agenda de la cooperación internacional para el desarrollo y la acción humanitaria y dos recientes publicaciones inciden en este tema. El informe La planificación basada en el riesgo en la Cooperación Española. Propuestas para el futuro, realizada con el apoyo financiero de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) pretende, precisamente, dar pistas para incorporar el enfoque de riesgos en nuestra cooperación.
Por otra parte, el IECAH dentro del consorcio INSPIRE ha participado en la elaboración y en la traducción al español de las nuevas directrices y nota de orientación sobre preparación ante desastres de la DG ECHO, Oficina Humanitaria de la Comisión Europea. Este documento amplía la visión de la preparación ante desastres en el ámbito humanitario e incorpora importantes novedades en materia de acción anticipatoria, enfoque basado en el riesgo, concretando las posibilidades de financiación por parte de la DG ECHO de proyectos de preparación.
El sector de cooperación internacional y acción humanitaria cuenta, por tanto, con herramientas que deben permitir fortalecer este aspecto de nuestro trabajo.
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