Cuando la justicia ambiental es solo palabrería para Esmeralda
Cada vez existen más acuerdos para proteger los derechos humanos en los territorios vulnerables, pero ¿realmente se están concretando acciones para que todos tengamos acceso a ellos?
Esmeralda Martín, a sus 12 años llevaba combatiendo siete contra una enfermedad terminal: la aplasia medular severa, que impedía a su cuerpo la producción de glóbulos rojos, blancos y plaquetas. Vivía en Pasco, una ciudad andina del Perú, donde había vivido expuesta continuamente a agentes tóxicos, fruto de la minería. Ella era una de los más de 2.600 niñas y niños registrados en Cerro de Pasco con alarmantes cantidades de metales pesados en la sangre.
En el inicio de la pandemia, su padre, Simeón Martín, estaba acampado junto a otras familias afectadas frente al Ministerio de Salud para exigir tratamiento y apoyo para ser reubicados. Esmeralda había conseguido viajar con su progenitor a Argentina a fines del 2019 para que recibir un trasplante de médula, pero necesitaba un tratamiento de desintoxicación para recuperarse. Lamentablemente, a mediados de septiembre, esta niña apagaba su luz en esta tierra, en la que nació y en la que se siguen extrayendo minerales sin ningún reparo con respecto a las consecuencias para la salud de quienes la habitan.
Los niños con plomo en la sangre sangran por la nariz. El caso de estos menores y sus familias tuvo cierta cobertura mediática por las constantes manifestaciones de los afectados en la capital peruana para intentar que el Gobierno escuchase sus pedidos. Durante años denunciaron la falta de atención sanitaria especializada, la escasa información sobre el impacto de las actividades mineras, las trabas administrativas para recibir apoyo y la falta de seguimiento que permite que no se respeten las normas ambientales y, en consecuencia, violen el derecho a vivir en un ambiente sano.
Las familias piden que se reconozca la responsabilidad de los daños a la empresa Volcan, parte del conglomerado suizo Gleencore, la principal operadora minera del lugar. Sin embargo, esta alegó no tener responsabilidad legal y las familias de los niños continúan siendo expuestos a los tóxicos y librando una lucha desigual contra enfermedades como la leucemia, sin atención ni tratamiento.
Son los compromisos internacionales y la concientización de la población sobre la importancia de defender la naturaleza los que pueden garantizar cierta seguridad de que se van a respetar los derechos humanos
Tristemente, el caso de Esmeralda y los niños en Cerro de Pasco no es el único en el país. La actividad minera que lo corona como segundo productor de cobre y plata en el mundo y como primer productor de oro, zinc, plomo y estaño en América Latina ha dejado también su rastro en miles de personas que padecen actualmente problemas de salud como los pobladores de Espinar (Cusco) o de La Oroya (Junín). Estos últimos han conseguido que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos presente su caso ante la Corte IDH este mes para denunciar al país por los efectos de la contaminación, un paso que supone una esperanza para reconocer este problema ante instancias internacionales.
Tras años de lucha, recientemente algunos representantes de la Plataforma Nacional de Afectados por Metales Tóxicos se reunieron con la primera ministra, Mirtha Vásquez, para llegar a acuerdos sobre el Plan Especial Multisectorial de Atención a las víctimas. Si bien estos acercamientos pueden contribuir a crear consensos, aún existe un largo camino para que las palabras se traduzcan en acciones. Los actores locales y nacionales no son los únicos que deberían preocuparse en evitar que más personas se vean afectadas. La actividad extractiva es una cuestión ambiental que involucra también a agentes internacionales y, por tanto, los países productores así como los inversionistas extranjeros deberían velar por respetar los derechos humanos.
Ya lo dijo Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de CEPAL, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, al hablar sobre el Acuerdo de Escazú, la Agenda 2030 o el Acuerdo de París: estos van “dirigidos a construir sociedades pacíficas, más justas, menos desiguales, solidarias e inclusivas, a proteger los derechos humanos y garantizar una protección duradera del planeta y sus recursos naturales”.
Sin embargo, es paradójico que mientras se firman convenios para trabajar en la reducción de los gases de efecto invernadero (GEI); los mismos países rechazan iniciativas para respetar los derechos humanos y estándares ambientales en sus actividades en el extranjero. Este fue el caso del Gobierno suizo que se echó para atrás en la Iniciativa de Responsabilidad Empresarial a finales del 2020. El cuidado del medio ambiente y de los derechos relacionados parecen ser prioridad solo cuando los afectados se encuentran dentro de sus fronteras.
En una región como la latinoamericana, en la que las actividades extractivas son consideradas fundamentales para el desarrollo económico, el avance en políticas medioambientales se obstaculiza justamente por esos intereses económicos. Son los compromisos internacionales y la concientización de la población sobre la importancia de defender la naturaleza los que pueden garantizar cierta seguridad de que se van a respetar los derechos humanos. Las vidas que la contaminación minera se ha cobrado pudieron haberse salvado, ahora toca buscar que su memoria no se olvide y que aquellos que piden justicia puedan recibirla.
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