En Irak, las marismas de Basora agonizan: “Quizás ya sea demasiado tarde”
En el corazón de la Media Luna Fértil, los pantanos mesopotámicos se están secando a una velocidad asombrosa. Entre el cambio climático, las presas turcas, que retienen el agua río arriba, y la contaminación industrial, un patrimonio inestimable y un modo de vida milenario están desapareciendo ante la indiferencia generalizada
“¡Fijese! Todos estamos tristes. No solo porque muchos han perdido su trabajo o se han visto abocados al exilio, sino porque lo más valioso que tenemos, se muere ante nuestros ojos." Sentado con las piernas cruzadas junto a un canal seco de Chibayish, una pequeña ciudad desolada a orillas de las marismas mesopotámicas, Haidar, de 42 años, se desespera. Con la mirada perdida, este antiguo pescador dice haber dejado ya de contar a los familiares y vecinos que se marcharon conforme las aguas descendían. Él aún no ha dado ese paso, pero sufre de lleno los cambios en curso. Proveniente de una familia de pescadores, tuvo que abandonar su oficio. “Todo ocurrió muy rápido. En 2014 me fui, como muchos hombres del gran sur iraquí, a combatir al Estado Islámico, que amenazaba al país. Cuando regresé tres años después, el nivel del agua había bajado tanto que, con el alma rota, me vi obligado a cambiar de vida. Sentí que traicionaba a mis antepasados, pero no tenía elección”, comenta con voz plana, casi resignada.
Declarados Patrimonio Mundial de la UNESCO, las marismas mesopotámicas, nacidas de la confluencia del Tigris y el Éufrates en el corazón de la Media Luna Fértil, albergaron durante siglos un ecosistema único y un modo de vida ancestral. Desde la época sumeria, los Mad’an —los árabes de los pantanos— viven allí de la pesca y la cría de búfalos. Un modo de vida que sobrevivió milagrosamente al drenaje deliberado de parte de los pantanos ordenado por Sadam Husein, a comienzos de los años noventa, para aplastar la insurrección chií que estalló tras la guerra entre Irán e Irak, pero que lleva una década enfrentándose a nuevas amenazas.
Las cifras son abrumadoras. Según Naciones Unidas, en 2023 cerca del 70% de las marismas ya se habían secado. En cuanto a los Mad’an, su número se ha reducido a una décima parte en cuarenta años: lejos del medio millón registrado a finales de los ochenta, hoy no serían más de 30.000 o 40.000.
El motivo: un proceso generalizado de desecación, producto de la combinación entre el calentamiento global y la política de grandes presas emprendida por Turquía en el Tigris y el Éufrates —el proyecto Güneydoğu Anadolu Projesi (GAP)—. Un desastre ecológico que no viene solo. El nivel del Shatt al-Arab, el río que nace de la unión de ambos cauces y desemboca en el golfo Pérsico, ha bajado tanto que el agua de mar, contaminada hasta la médula, retrocede por su cauce e inunda los pantanos.
Desesperanza y éxodo
A pocos metros, Rashan escucha con atención. Este antiguo pescador también lo ha perdido casi todo: sin agua no hay peces. Desde su casa en Chibayish, observa a los escasos turistas, miembros de ONG o periodistas, a quienes ofrece su profundo conocimiento del lugar.
Por pudor, evita quejarse. Su embarcación tradicional, precariamente acondicionada y equipada con un motor reluciente, sigue funcionando, a diferencia de las decenas de barcas abandonadas que saturan los canales de la ciudad. Para Rashan, este frágil mashoof era su herramienta de trabajo cuando pescaba. Ahora es su única fuente de sustento.
Conoce los pantanos como la palma de su mano: “Antes había aldeas enteras dentro de los marjales; hoy están abandonadas. Incluso el propio pueblo de Chibayish se vacía: quienes pueden, se marchan a Basora o a Bagdad”, explica con resignación.
Según Naciones Unidas, en 2023 cerca del 70% de los pantanos ya se habían secado. En cuanto a los Mad’an, su número se ha reducido a una décima parte en cuarenta años
Bajo un sol abrasador —durante todo el verano las temperaturas rozaron los 50 grados, superándolos en varias ocasiones—, Rashan conduce su barca esquivando las zonas de tierra emergida. El agua es tan salobre como turbia. Varias veces el casco se atasca en el lodo. Aquí y allá, los cadáveres de búfalos y vacas —criados tradicionalmente en estas zonas húmedas— emergen de la superficie, víctimas de la extrema salinización.
En el horizonte se divisan unas cuantas cabañas de caña: son algunas de las últimas viviendas de los Mad’an. Allí vive Haidar Wahid Ashem, de 38 años, junto a su primo. De la quincena de personas que habitaban ese pequeño islote hace una década, solo ellos permanecen. “Mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo vivían aquí. Este lugar es toda mi vida. Marcharme a la ciudad me aterra. No tengo educación, ¿qué podría hacer allí?“, se pregunta.
Mientras el sol se hunde en el horizonte, un rebaño de búfalos atraviesa el estrecho canal frente a ellos. Al otro lado, una vasta extensión de tierra resquebrajada corta el paisaje. El cielo se viste de mil colores, espectáculo mágico que contrasta con los rostros cansados de los Mad’an. “Quince de mis búfalos han muerto desde enero, envenenados por el agua. Si esto continúa, no tendré alternativa. Solo sobrevivo gracias a ellos; la pesca se acabó hace mucho”, nos dice.
A pocos cientos de metros, otro Haidar, de cuarenta años, estalla: “El Estado no solo no presiona a Turquía para que nos deje más agua, sino que permite a las compañías petroleras instaladas en la zona bombear la poca que queda para producir sus barriles. Estamos abandonados.”
Las últimas chispas del fuego se extinguen. Acostados sobre camas improvisadas, a pocos metros del corral de sus animales, los habitantes duermen. La larga noche iraquí no ha hecho más que comenzar.
Para ellos será corta. Al amanecer, los Mad’an se apresuran: hay que ordeñar los búfalos lo antes posible para vender la leche en el mercado de Chibayish. Kamel, de 33 años, libra una verdadera carrera contrarreloj. “Mis ingresos caen porque mis búfalos mueren uno tras otro. Y el Gobierno no hace nada. Las compensaciones prometidas nunca llegaron. Mi familia vive aquí desde hace siglos pero hoy yo me encuentro en un callejón sin salida. Quizás deba resignarme, como todos, e irme a la ciudad. Pero no tengo educación, ¿qué haría allí?“.
Un poco más lejos, entre chozas abandonadas, se distinguen tres viviendas. A Zainab, envuelta en un niqab oscuro, y su marido Kamel también les aprieta el tiempo. Entrado en los 40 y ayudado por su primo, no oculta su hastío: “¿Para qué hablar? He contado mi historia diez veces y no ha cambiado nada; de hecho, todo ha ido a peor. Quizás ya sea demasiado tarde: la cuna de la humanidad muere silenciosamente."
A unos metros, Alawi, de 35 años, mirada viva y una kufiya verde enroscada en la cabeza, se muestra algo más locuaz. Lo acompañan sus primos pequeños, de cinco y ocho años. Forman parte de una nueva generación de Mad’an suspendida sobre unos pocos centímetros de agua. “Espero poder terminar mi vida aquí, y que ellos puedan quedarse el mayor tiempo posible”, murmura, sin demasiada convicción.
La urgencia del colapso
Esta ruptura con el modo de vida ancestral también marcó a Raad el-Asadi, de 38 años, cuya familia se vio obligada a abandonar los pantanos cuando Sadam Husein los drenó. Como una revancha de la historia, Raad abrazó la causa ambiental. “El principal culpable es Turquía, que ha decidido privarnos del agua, está clarísimo. Y también Irán, que ha construido presas en su parte del Shatt al-Arab. Pero el Estado iraquí tampoco queda libre de culpa: no ejerce ninguna presión real por el reparto del agua. Mientras eso no cambie, este patrimonio morirá lentamente. Quizás ya sea demasiado tarde, porque la evaporación causada por el cambio climático nos está rematando. En agosto llegamos a 58 grados", explica el-Asadi.
El hombre alza la voz: “La responsabilidad del Estado en este desastre ecológico es inmensa. A lo largo del Shatt al-Arab, las aguas residuales se vierten directamente al río. Como su caudal disminuye, las aguas putrefactas ocupan cada vez más espacio.”
El fenómeno es innegable: en los canales que atraviesan Chibayish, el olor es a veces insoportable. Estas críticas le valieron a el-Asadi procesos judiciales impulsados por el Ministerio de Recursos Hídricos, prueba del carácter sensible de estas cuestiones en Irak.
La responsabilidad del Estado en este desastre ecológico es inmensa. A lo largo del Shatt al-Arab, las aguas residuales se vierten directamente al río. Como su caudal disminuye, las aguas putrefactas ocupan cada vez más espacio.Raad el-Asadi
Dhay Hameed Mohsen, activista ecológico, intenta concienciar a la población sobre los desafíos del futuro, una tarea difícil en un país marcado por décadas de guerras y conflictos. “El caudal de agua ha pasado en pocos años de 600 metros cúbicos por segundo a unos 200. No existe ninguna ley que obligue a Turquía a garantizar una cuota estable y continua”, relata. “Todo depende de su humor, y eso constituye una violación de los derechos humanos, porque afecta directamente a la vida de miles, incluso millones de iraquíes, al privarlos de su derecho al agua potable”, añade.
Pero la cooperación no llega. Según fuentes diplomáticas coincidentes, las autoridades turcas se niegan a firmar un acuerdo formal y se limitan a conversaciones orales, ignorando además la Convención de la ONU sobre los cursos de agua transfronterizos.
¿Podrá un Estado iraquí débil y corroído por la corrupción ejercer una presión efectiva sobre su vecino? Fadi Comair, diplomático, negociador y presidente del Programa Hidrológico Intergubernamental de la UNESCO, responde: “Hay que encontrar un terreno económico de beneficio mutuo. Por eso es necesario establecer un nexo agua-energía-alimentación-ecosistema. Irak, país petrolero, podría poner este recurso sobre la mesa. De eso trata el concepto de hidrodiplomacia: ir más allá del agua para construir acuerdos más amplios”.
¿Sería suficiente un hipotético giro de Ankara para restablecer el equilibrio? Nada parece indicarlo, responden los activistas consultados. “Hay que tener en cuenta también la mala gestión interna del agua y la falta de infraestructuras adecuadas para administrarla. Incluso si Turquía nos entregara nuestra parte, eso no garantizaría agua de calidad. Y eso nos lleva a otro punto: la contaminación, cuyos efectos en Irak son absolutamente devastadores”, insiste Dhay Hameed Mohsen.
El científico iraquí Nashat Biais culpa al “dejar hacer” del Estado, cuya industria petrolera representa el 90% del presupuesto nacional y mantiene la práctica del flaring —la quema de gas asociado a la extracción de petróleo— en todo el sur del país, incluso en las marismas. “La consecuencia es que el petróleo forma una fina película sobre el agua que impide el intercambio de gases con el aire, reduciendo drásticamente la oxigenación. Asfixia a peces y plantas acuáticas. Peor aún, se infiltra en los acuíferos a través del suelo, amenazando el agua potable y de riego. Sin mencionar los efectos sobre la salud humana y animal”, incide.
“Los individuos por si mismos no pueden hacer mucho, salvo elevar el nivel de conciencia ambiental, racionalizar el consumo de agua o evitar arrojar residuos al río”, enfatiza Dhay Hameed Mohsen. Y concluye: “El peso principal debe recaer sobre el Gobierno. Es una cuestión de supervivencia”.