Un hijo a su padre tras ser deportado de EE UU a Guatemala: “Perdóname. He fallado”
Cada semana aterrizan en el país centroamericano entre siete y ocho vuelos de repatriación con más de 800 personas de media. Parte de los pasajeros son guatemaltecos expulsados que han vivido años fuera de su país
Es mediodía de un miércoles cualquiera a finales de mayo frente a la puerta de la Fuerza Aérea Guatemalteca (FAG), detrás del aeropuerto internacional de Ciudad de Guatemala. Un grupo de personas charla mientras una música anuncia el carrito de los helados. Un niño pide una moneda a su mamá para una bola de helado y su hermana lo observa sentada a los pies de su abuela, quien le trenza el cabello. Esperan un chárter del ICE, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos, que trae a un centenar de guatemaltecos expulsados.
La puerta se abre y una multitud sale con sus efectos personales en bolsas: zapatos, libros, agua y comida que les entregan las autoridades el día de la deportación. Cuando encuentran a sus familiares hay risas y lágrimas, alegría y dolor. “Perdóname. He fallado”, dice un chico, llorando, abrazado a su padre. Él le responde: “Lo importante es que estás vivo. Ahora veremos qué hacer con la deuda, pero primero, cuidar de tu salud”. Luego, toman un taxi y desaparecen en el tráfico, como la mayoría, mientras la policía se hace cargo de unos cuatro deportados con crímenes pendientes en Guatemala.
Cada semana llegan entre siete u ocho vuelos de repatriación a Guatemala, con un promedio de 857 guatemaltecos expulsados desde Estados Unidos. Desde enero hasta el 1 de agosto, 25.736 personas fueron devueltas en 221 vuelos, según el Instituto Guatemalteco de Migración. Alrededor del 85% fue detenido al cruzar la frontera, y el 15% son guatemaltecos que vivían en Estados Unidos desde hace tiempo, según la Casa del Migrante de Ciudad de Guatemala.
Pedro (nombre ficticio) acaba de ser repatriado y espera a que su prima llegue a recogerlo. Oriundo de San Marcos, al suroeste de Guatemala, tiene 28 años, de los cuales ocho transcurrieron en Estados Unidos. “En Florida trabajaba de jardinero y estas son las botas que tenía cuando la policía me detuvo mientras regresaba a casa con un compañero. Al no tener visa regular, me llevaron directo a la cárcel. Después de nueve meses, me deportaron. Allá tenía mi trabajo, amigos y novia. ¿Qué voy a hacer ahora? Estoy choqueado. No hice nada malo”. Después, se da la vuelta y no vuelve a pronunciar palabra.
El 62,2% de las personas detenidas por ICE no tiene antecedentes penales, según datos recogidos por la Universidad de Syracuse, en Estados Unidos, y, del resto, la mayoría cometió delitos menores, como infracciones de tráfico.
Bernabé Andrés Martín, de 31 años, de San Antonio Huista (Huehuetenango, oeste de Guatemala) fue deportado por conducir sin licencia. Está en la Casa del Migrante de la capital, donde los recién expulsados pueden obtener asistencia y orientación para reinsertarse en su país de origen. “A los 18 me fui a Estados Unidos desde México, donde mi familia me llevó a los dos años. En México trabajé desde los 10, cuando mis padres se regresaron a Guatemala después de que una de mis hermanitas muriera. Migré al norte porque quería sacar a mi familia adelante y dar estudios a mis hermanos, que ni siquiera tenían zapatos”, recuerda. “En Estados Unidos, los contratistas no te piden papeles. Hice de todo para ganar dinero: recolectaba blueberries [arándanos] y trabajaba en framing [construcción]. Sé que no debía manejar, pero las distancias son enormes y sin vehículo no podía ir a trabajar. Me compré un carro por 3.000 dólares [2.700 euros]. Allá todo es business [negocio] y nadie te pide la licencia antes de vendértelo”, describe, en un discurso salpicado de palabras en inglés.
Martín se siente más mexicano que guatemalteco y, tras una vida sin papeles, ahora está solicitando un documento de identificación en Guatemala. “La policía de Estados Unidos me preguntó mi nacionalidad y me deportó aquí, pero las autoridades guatemaltecas no me encontraron en su sistema porque nunca viví en este país. Acabo de solicitar mi identificación y luego me iré a Huehuetenango con mi madre, aunque no conozco ese lugar y no sé qué haré allá”.
En el aeropuerto, un chico abraza a su familia: “Lo importante es que estás vivo. Ahora veremos qué hacer con la deuda, pero primero, cuidar de tu salud”, le dice el padre.
Durante la primera mitad del año fiscal de 2023, el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos ha efectuado más de 1,2 millones de expulsiones. Pedro y Bernabé Andrés Martín han sido deportados en virtud del Título 8 del Código de Estados Unidos, como la mayoría de las personas expulsadas desde el 11 de mayo, después de la derogación del Título 42. Esta disposición sanitaria reintroducida por el expresidente Donald Trump en marzo de 2020 autorizaba las expulsiones desde la frontera como medida de contención de la pandemia de covid-19. Desde mayo, EE UU ha vuelto a regirse por las leyes de inmigración reguladas por el Título 8, que, aunque permite la solicitud de asilo político, admite las deportaciones exprés ―que pueden ocurrir en tan solo 48 horas— y endurece las sanciones penales contra quienes cruzan la frontera irregularmente.
Bien lo sabe Edwin Omar Rabanales Ochoa, de 26 años, nacido en una aldea de Quetzaltenango, al noreste de Guatemala. Sentado junto a Martín, cuenta: “Me fui a Estados Unidos a los 13 años con mi tío, para reunirme con mi madre, que ya estaba allá con mis hermanos mayores. En 2018, el ICE me agarró y me expulsó tras un accidente automovilístico. La persona que manejaba se escapó, la policía me echó la culpa y me mandó dos años a la cárcel antes de ser deportado. Regresé aquí en 2020 y trabajé en el campo con mi abuela, pero casi no ganaba. En 2021, intenté cruzar nuevamente a Estados Unidos, pagando unos 8.000 dólares (7.300 euros) a un coyote. Pero me agarraron y me condenaron a otros dos años de cárcel, al ser la segunda vez que me encontraban sin papeles. Mi madre quiere que vuelva a migrar, pero si la policía me atrapara, creo que pasaría el doble de tiempo en prisión”, concluye Edwin.
De acuerdo con las nuevas disposiciones del Título 8, cruzar de forma irregular la frontera conlleva una prohibición de ingreso de cinco años a Estados Unidos.Además, la detención es un castigo que una persona migrante siempre pagará antes de la deportación, con una duración variable según el caso.
“La cárcel es horrible”, recuerda Rabanales. “Cuando me agarraron en la frontera, me llevaron a lo que llaman la ‘hielera’. Es como un cuarto frío con aire acondicionado donde esperas para la identificación. Mi primera detención en Estados Unidos también fue difícil. Estaba como en una caja enorme de puro metal con otros presos que tenían delitos de todo tipo. En verano el calor es espantoso porque no hay un buen sistema de ventilación, y ya no sabía ni como acomodarme para aguantar”.
Para aquellos que han vivido muchos años en EE UU, la captura es uno de los episodios más dramáticos del proceso de deportación. Suele producirse, además, en momentos inesperados, como al salir del trabajo, mientras conducen o están tomando una copa en un bar. De repente, toda la vida cambia.
“Cuando fui a la corte, el juez me dijo que violé la ley y que me deportarían. El juicio duró más o menos una hora y después la policía de migración me llevó a la cárcel. Nunca volví a casa. Dejé todo allá: ropa, comida, muebles. ¿Qué habrá sido de todo esto?”, se pregunta Martín. “Todo es muy rápido, he llegado aquí con el mismo pants (pantalón) que tenía el día del juicio. Encima las autoridades migratorias te maltratan y se burlan de ti. Te dicen: ‘Cállate, fucking Mexican’ [maldito mexicano]. Después de un mes de detención, me subieron esposado al avión de deportación. Me afectó mucho. Te hacen sentir un criminal. Te humillan todo el tiempo y te quitan las esposas solamente cinco minutos antes de llegar a Guatemala. Encima te quitan todo. Llegué aquí sin teléfono ni dinero”.
La sensación de fracaso, el miedo vivido durante la detención, la angustia de volver a empezar y la tristeza por los sueños sin cumplir son algunas de las emociones por las que pasan las personas deportadas desde EE UU, según un informe publicado en la Revista Interamericana de Psicología en 2020. “La deportación arrebata la esperanza a las personas y construir un futuro se convierte en un desafío”, explica el padre Francisco Pellizzari, misionero y director de la Casa del Migrante. “Después de vivir 20 o 25 años en Estados Unidos, ganando unos 20 dólares por hora (18 euros), las personas deportadas no quieren estar en un país donde el mismo trabajo apenas se paga a un euro por hora. A veces tienen también que pagar la deuda al coyote, que ahora cobra 15.000 dólares (13.700 euros) por un viaje. La mayoría espera una oportunidad para regresar a Estados Unidos”, explica
El salario mensual mínimo no agrícola en Guatemala es actualmente de 434 dólares (unos 394 euros) mensuales. Aunque el PIB ha crecido un 4% en el 2022, el país cuenta con niveles de desigualdad entre los más altos de América Latina. Este domingo, los guatemaltecos votarán a un nuevo presidente en unas elecciones que ponen fin al mandato de Alejandro Giammattei, en el que se agudizó el autoritarismo y la crisis institucional. “En Estados Unidos ganaba entre 300 o 400 dólares a la semana. Trabajé duro 12 años y, con los ahorros, mi madre se construyó una pequeña casa. Si no gano suficiente aquí, tendré que irme otra vez”, concluye Martín con tristeza.
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