Los nómadas mauritanos que navegan en español: “Arriba, arriba”, “orza, timón”
La comunidad de pescadores imraguen aún emplea palabras españolas para la navegación. Es el legado de la presencia de trabajadores canarios durante décadas en las costas mauritanas, hasta la retirada del Sáhara Occidental. Sus lanchas de vela latina, heredadas de los canarios, son su principal medio de subsistencia y un símbolo del intercambio de saberes marineros
Amanece en R’gueiba, al norte de Mauritania. Decenas de gaviotas, garzas y cormoranes revolotean por todas partes y se afanan en procurarse el desayuno, mientras el sol, borroso por la bruma de la mañana, trepa por los mástiles inmóviles de las embarcaciones de pesca que dormitan en la arena de la playa. Son las tamunant, las barcas de vela latina que han permitido al pueblo imraguen mantener su forma tradicional de vida sin agredir a la naturaleza, su mejor arma en la batalla que libran por sobrevivir en este rincón del mundo encajonado entre mar y desierto, ambos inmensos, y amenazado por la globalización. Estas barquillas llegaron desde las cercanas Islas Canarias y preservan un vínculo que aún perdura, pero que se apaga lentamente.
El capitán El Bar Rekon, veterano marino, se levanta temprano y atraviesa los pasillos de arena entre un puñado de precarias casetas de madera rumbo a su barca. Tras preparar los aparejos y revisar que todo está en orden, se hace a la mar. “Arriba, arriba”, le pide a su ayudante en un nítido español mientras despliega la vela que se infla con el “vienti”, como dice Rekon. “Orza, timón, macho arriba, macho abajo”: casi todas sus expresiones marineras proceden del castellano, igual que “galleta”, “agua” o “faluga”, que viene del término falúa. La huella de los pescadores canarios que faenaron durante siglos en esta zona se deja sentir a cada paso. Los pájaros revolotean junto a la barca y solo se escucha el sonido de la quilla y el suave crujido de la madera.
La navegación a motor está prohibida desde que se creó el parque nacional de la Banc d’Arguin en 1976 a instancias del naturalista francés Théodore Monod y con el objetivo principal de proteger un ecosistema único, zona de cría de millones de aves. Sin embargo, aquí también vive desde hace siglos el pueblo imraguen, unos 3.000 en la actualidad, los únicos mauritanos dedicados históricamente a la pesca a quienes define precisamente esta actividad económica. Desperdigados en un puñado de asentamientos costeros, los primeros llegaron hace más de 10 siglos procedentes de los estratos más bajos de diferentes tribus nómadas de pastores de camellos y comerciantes del desierto y encontraron la manera de sobrevivir gracias al mar y a la enorme riqueza ictiológica del lugar.
“Su principal método de pesca era a pie”, asegura Gabriel Hatti, quien participó en la creación del parque nacional y fue su director durante cinco años. “Los pescadores se apostaban en una duna alta y, desde la distancia, veían el banco de peces. Entonces bajaban a la playa y avanzaban caminando dentro del mar de dos en dos, desplegando sus redes”, explica Nounou Abderramán, de la Asociación Cultural para la Defensa del Patrimonio Cultural Imraguen. La escasa altura de los arenosos fondos de la Banc d’Arguin, que suponía un peligro para los grandes barcos, permitía este tipo de pesca a pie. Sin embargo, los pescadores canarios tenían la fórmula para sortear este problema.
Su presencia en estas aguas data de al menos el siglo XVI y se intensificó a partir del XVIII, según recogieron el aventurero escocés George Glass en 1764 y, posteriormente, el naturalista Sabin Berthelot y el ilustrado canario Viera y Clavijo. Llegaban desde el Archipiélago en busca de corvinas, chernes, samas o atunes en goletas y balandros a vela que, a partir del siglo XIX, tenían adosadas una barquilla o lancha a cada lado que utilizaban para adentrarse en las aguas más someras de la Banc d’Arguin. Durante siglos, estos pescadores isleños trabaron relación con los pobladores de la costa, con quienes intercambiaban gofio (harina de cereales), pescado y otros productos a cambio de poder tocar tierra para reparar sus redes y sus barcos y reabastecerse de agua dulce.
Los pescadores canarios tenían la fórmula para pescar en arenosos fondos de baja altura
“Esta es una historia de perdedores que se resisten a perder, de supervivencia de dos pueblos de ambas orillas, que viven de espaldas entre sí sin saber que pueden hablar una misma lengua, la del mar. Muchos en Canarias hemos vivido de espaldas a África, ignorando historias que hemos protagonizado y que sirven de puente. El modo de vida de los imraguen, los guardianes de esa reserva natural, está en serio peligro. Y nuestras barquillas han sido importantes en su devenir”, asegura Ayoze O’Shanahan, director de un documental que comenzará a rodarse este año tanto en Mauritania como en España y que ya cuenta con financiación del Gobierno canario y la Radio Televisión Canaria, entre otros, así como con el apoyo de la Embajada de España en Mauritania.
A unos 250 kilómetros al norte de R’gueiba, el viejo cementerio católico de Nuadibú luce abandonado pero los registros de personas que fueron enterradas allí, custodiados en una pequeña iglesia redonda en lo alto de un montículo de arena, son una joya histórica. “Año 1954: Hernández, Félix Tavío; Fos, Philippe Jean; Juan Novo (naufragio); Hernández, Gregorio Aparicio; Morales, Luis Rodríguez. Año 1955: Francisco Rodríguez Sosa; Vicente Rodríguez; Gomis. Año 1956: Gregorio Cabrera Camacho, ahogado; Arbelo Rodríguez; Ralec, Jean (langostero), ahogado; Andrés Castillo Santana, ahogado”.
Estos nombres y fechas, recogidos en una vieja libreta de escuela, son una de las pruebas de la importante presencia de españoles en Nuadibú, llamada Port Étienne en la época colonial, durante el siglo XX, hoy un pujante puerto pesquero y comercial. Otra evidencia se esconde entre miles de legajos de un museo de Saint Louis, en la vecina Senegal. Un censo de población de 1929 de la colonia francesa de Mauritania revela que estaba habitada por 322.050 personas, entre ellos 147 extranjeros (tres italianos, dos sirios y 142 canarios, de los que 136 eran varones adultos).
La explotación internacional del caladero
¿Qué empujó a todos estos hombres a instalarse en Port Étienne en lugar de ir y venir entre Mauritania y las Islas Canarias como ocurrió durante siglos? Los historiadores coinciden en que el hecho fundamental fue la creación de la Sociedad Internacional de la Gran Pesca (SIGP) en 1920, poco después de la creación de la propia ciudad. Francia pretendía explotar de manera sistemática el caladero y para ello requería de una empresa sobre el terreno. La SIGP compraba buena parte del pescado a los canarios durante todo el año, resultaba más rentable establecerse y vender que llevar el producto de vuelta a Canarias. Entre los años veinte y setenta del siglo pasado, cientos de ellos nacieron, vivieron y murieron en Nuadibú. Aún hoy, miles de mauritanos de esta ciudad del norte recuerdan su presencia.
Los pescadores imraguen, sabedores de la eficacia de las barquillas en la Banc d’Arguin y capaces de repararlas una y otra vez, se las fueron comprando a quienes se iban.
Junto al puerto artesanal, el vehículo se mueve con dificultad entre el trasiego de pescadores africanos que regresan de faenar y niños que corretean descalzos. Es el barrio de La Charka. “Mira, aquí estaba la tienda de Fefo. Todas estas casas eran de los canarios”, asegura Antonio Santana Ruiz, propietario de una empresa de exportación de pescado y último de una estirpe de tres generaciones que habitó en la ciudad. Fue durante este periodo que el vínculo entre los imraguen y los pescadores isleños, sobre todo procedentes de Lanzarote, se estrechó aún más. “Había una confianza total entre ambos, una relación cooperativa. Hay historias que circulan entre nuestro pueblo que hablan de que cuando había tormenta, los grandes barcos canarios venían a proteger las lanchas de los imraguen hasta que pasara el peligro. Era una relación de amistad”, explica Abderramán.
Sin embargo, la decadencia de la SIGP, que desaparece de Nuadibú en 1970, y la retirada española del Sahara Occidental en 1975, el cordón umbilical que unía a los canarios con su tierra y sus familias, supuso un duro golpe y marcó el regreso de cientos de familias. Los pescadores imraguen, sabedores de la eficacia de las barquillas en la Banc d’Arguin y capaces de repararlas una y otra vez, se las fueron comprando a quienes se iban. Sin los recursos y los conocimientos para construirlas, en los años ochenta tan solo quedaban 152 lanchas, algunas inutilizables. Su desaparición hubiera sido una catástrofe. Por ello, en 1989 y gracias a la cooperación holandesa, nace un plan de restauración y construcción de barcas así como de formación de jóvenes imraguen, ejecutado por el carpintero naval Joseph Canton. Diez años más tarde se habían restaurado 40 embarcaciones y construido 14. Hoy hay una carpintería en R’gueiba.
“Esas barcas aportadas a los imraguen fueron determinantes en la protección del ecosistema del parque. Sin ellas, ¿qué existiría en su lugar?, ¿qué hubieran hecho los imraguen?, ¿se hubieran quedado allí o existirían aún como tal?”, se pregunta en voz alta Gabriel Hatti. Hoy en día, la amenaza viene de la mano de la globalización. En la cercana ciudad de Chami, nacida al socaire de la fiebre del oro encontrado en el desierto, cientos de mauritanos venidos de diferentes rincones sueñan con un golpe de fortuna. Decenas de jóvenes imraguen también quieren ser ricos o tener un coche o construir su casa en un acomodado barrio de la capital. “Muchos sueñan con irse, la vida no es fácil aquí. Nuestra cultura está amenazada”, explica Mohamed Salem, vecino de R’gueiba, “tenemos que protegerla y cuidarla y por eso estas barcas son clave”.
Sentada sobre una gran vela triangular, Fatimata cose con esmero mientras ríe y conversa con otras mujeres. En el patio de su humilde casa cuelgan los pescados secos como si fueran ropa tendida. Ellas son quienes mejor conocen los secretos del secado y salado de las lisas, la especie de la que los imraguen obtienen no solo alimento sino también un viscoso aceite que, según cuentan, tiene propiedades medicinales. Por la noche a veces se escucha en R’gueiba la música y las palmas de las mismas mujeres que se esfuerzan por mantener viva la hoguera de una cultura. En pocos meses comienza la zafra de la lisa, la temporada alta de pesca cuando decenas de imraguen que se fueron regresan a sus pueblos. En las noches de octubre las historias antiguas de esas gentes venidas de lejos que una vez pescaron aquí codo con codo con los imraguen volverán a escucharse entre susurros. Con sus barcas como testigos.
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