Cuando un país se da por perdido
Dos de cada diez venezolanos se han vistos obligados a emigrar. En Colombia viven casi dos millones del total de seis esparcidos por el mundo. Aún desde la nostalgia y la resignación, para muchos regresar a su hogar ya ha dejado de ser una opción: “De mi tierra ya no queda nada”
Cuando Carmen de Blanco hizo las maletas para mudarse desde Maracay (Venezuela) a Bogotá (Colombia), tenía 75 años y la certeza absoluta de que volvería pronto a su casa de toda la vida. Hoy, tres años después, las únicas convicciones que mantiene son dos: que de su país ya no queda nada y que no regresará. “Mi patria es una gran patria, pero está derrumbada. Está muerta. Me tocó hacerme un hogarcito nuevo en otras tierras ya de muy mayor”.
Dos de cada diez venezolanos han emigrado desde 2015, según datos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Son más de 5,9 millones; de estos, casi 1,7 millones residen en el país andino. La incertidumbre infinita y la (poca o mucha) estabilidad que reciben fuera son suficientes para imaginar un futuro lejos de donde crecieron. “¿Para qué voy a volver si, además, ya no queda nadie?”, se preguntan una y otra vez.
La lista de los familiares que huyeron es más larga que la de los que se quedaron. La primera en salir fue su sobrina Yoselin, que emigró hace siete años a Panamá. “Y después de ella empezó el desfile”, dice con ironía Ángel Blanco, el menor de los seis hijos de la matriarca, desde su modesta casa a las afueras de Bogotá. “Blanca se fue a Ecuador, Anaixa a Cali, Andrea a Argentina…”, recuerda la mujer. También tiene nietos en Panamá, Costa Rica, República Dominicana… El árbol genealógico de esta amable señora de ojos cansados cuenta la diáspora venezolana.
El país chavista es hoy uno de los que más población migra del mundo. El régimen político, la escasez de alimentos, la imposibilidad de encontrar medicamentos, la violación de los derechos humanos y la violencia están detrás de una crisis que parece no tener fin. “Daba igual estar formado y tener un trabajo. El dinero ahí no vale nada. Yo he llegado a ganar 20 veces el sueldo mínimo y no me alcanzaba para hacer mercado para la semana”, dice con rabia Blanco, enfermero de 50 años. Hace cuatro años que su mujer falleció de un aneurisma cerebral del que nunca fue operada por falta de insumos. “Ahí yo dije: ‘Se acabó. Nos vamos’”, recuerda.
Primero vino solo: “Trabajé de lo que me salía, dormí por tres meses en esta habitación cuando no tenía ni siquiera cama y cobraba un 20% menos que mis compañeros colombianos. Pero no tenía opción”. Hoy ya está asentado. Vive junto a su hijo, de 10 años, y su madre y tiene ciertos ingresos regulares. “Eso sí, salgo de mi casa a las 3.00 de la madrugada y llego en la noche”, matiza. “Yo ya estoy echando las raíces aquí”.
Sin embargo, las dos casas de la familia De Blanco quedaron cerradas y los coches y la moto aparcadas. No han vuelto a su país natal. “La gente se piensa que los que salimos de Venezuela no sabemos sino robar. Y los que estamos saliendo somos personas preparadas. Hay de todo”, critica. La abuela cobra dos pensiones, equivalentes a dos sueldos mínimos que al cambio son poco más de dos euros. “Dime tú, ¿qué hago con eso?”, se cuestiona. Víctor Bautista Olarte, secretario de Fronteras, Asuntos Migratorios y Cooperación de Norte de Santander, uno de los departamentos colombianos de la frontera con mayor presión migratoria, es crítico con las políticas responsables: “Es una responsabilidad internacional resolver esa crisis, no solo de Colombia. Se tiene que aumentar la financiación, las conferencias de donantes deben incrementar los recursos y otros países cercanos tienen que aceptar una cuota de esta población”. Según la secretaría, en menos de cinco años, se ha producido un crecimiento poblacional en la zona del 20 al 30%. Y las cifras de los últimos cuatro meses revelan 15.000 caminantes, de los cuales casi la mitad son niños.
En un intento de regularizar a un millón de venezolanos indocumentados en territorio vecino, Colombia aprobó el estatuto de protección temporal. “Nosotros no somos un país rico, somos un país de ingreso medio y hemos hecho un gran esfuerzo fiscal frente a esta situación”, dijo el presidente Iván Duque, tras reunirse en febrero en Bogotá con el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados, Filippo Grandi. Sin embargo, esta iniciativa ha pasado apenas la primera etapa de pre registro y aún no ha sido efectiva, según los datos de la Secretaría de Asuntos Migratorios.
Ángel Blanco vive en Bosa Libertad, un barrio muy vulnerable a las afueras de Bogotá, en una casa pequeña que comparte con otra familia de su mismo país. Los electrodomésticos que ha ido comprando de a pocos con su sueldo como auxiliar a domicilio de personas mayores son el orgullo de una abuela Carmen a la que aún se le escapan las lágrimas recordando lo que perdieron. Sobre todo, lo que más pesa, la familiaridad con los vecinos. “Uno se sentaba en la puerta con las amistades a charlar. Y eso era charlar con el que pasara, estábamos pendientes los unos de los otros. Eso es lo que más extraño… La Navidad aquí no tiene nada que ver”, narra con la voz entrecortada. La última vez que estuvieron todos juntos fue hace siete años. “Somos tantos que ya ni sé cuándo nos juntaremos”, lamenta la matriarca de seis hijos, 23 nietos y 11 bisnietos.
Las hermanas Villarreal
Las fiestas navideñas de las hermanas Villarreal también guardan un sabor agridulce. “Hace mucho que no estamos todos juntos”, dice Aisquel Guerra Caldera. ”Tampoco sé si lo llegaremos a estar algún día. Estamos todos desperdigados por ahí”. Esta empresaria y abogada de 60 años es la madre de Cora (32) y Gabriela (27) y la orgullosa abuela de la pequeña Avril, de dos años. Esta niña es la segunda colombiana de la familia. El padre de Guerra era un “negro e indocumentado”: “Uno de esos tantos colombianos que vinieron antes de que se giraran las tornas”. Le costó 40 años encontrar a sus familiares y que se le reconociera el apellido y, con ello, la nacionalidad. “La migración es algo que llevamos en la sangre”, dice con serenidad.
El diagnóstico de una enfermedad rara (guillain barre) y un “martirio” para conseguir varios tratamientos para Cora fueron la gota que colmó el vaso. “Yo no me quería ir, pero fue una situación tan extrema en la que me di cuenta que ni siquiera teniendo dinero iba a tener calidad de vida”, cuenta. Primero vino Guerra, después Cora y Gabriela, junto a su esposo Esteban. “Emigró hasta nuestro perro Santiago”, ríen. Los únicos que quedan allá son los abuelos de Esteban y la familia paterna de las hermanas. “Me da mucho pesar pensar que ya no tienen condiciones de vivir en un sitio mejor que Venezuela”, dice mientras juega con la niña.
El 63,9 % de los migrantes que llevaban menos de 12 meses en Colombia en 2019 estaban en situación de pobreza monetaria
Fueron tan largas las jornadas laborales nada más llegar que apenas tenía tiempo para verla crecer. “Como creció entre mujeres, se asustaba si escuchaba mi voz. ¡Le daba miedo el tono de voz de su propio padre!”, recuerda aún sorprendido. Ahora tiene su propio negocio de carnes y ellas abrieron uno de regalos, similar al que regentaban en Venezuela. “Nosotros, dentro de todo lo que hay, hemos tenido mucha suerte, pero cuando encuentro a compatriotas míos en el Transmilenio (autobuses públicos) o pidiendo en la calle... se me encoge el corazón”, reconoce Gabriela.
Según un informe de 2019 realizado por Proyecto Migración Venezuela, el 63,9 % de los migrantes que llevaban menos de 12 meses en Colombia estaban situación de pobreza monetaria y el 41,3 % en pobreza multidimensional. Otro de los males con los que carga esta población es el racismo. Todos recuerdan al menos un episodio de rechazo xenófobo: “Nosotros vimos cerca de 20 apartamentos cuando llegamos, ofrecíamos el pago en adelantado de todo el año. Y nos pasó que justo antes de firmar, nos preguntaban si éramos venezolanos”, cuenta Gabriela. Y Cora añade: “Desde que decías que sí, varios nos dijeron que tenían normas de no meter a ninguno de nosotros”. “Aunque la mayoría de colombianos nos ha tratado bien, se nos sigue viendo como ladrones”, explica Esteban, “pero a veces parece que no nos quieren ni dentro ni fuera de nuestro país”.
No importa los años que hayan pasado o lo arraigados que estén los migrantes venezolanos en Colombia. Preguntar por Venezuela siempre provoca suspiros y mucha resignación. A los ojos como los de Blanco, que llevan toda una vida acostumbrados al mismo entorno, les cuesta mucho hacerse a lo nuevo. Y, aún con todo, dice que aprenderá: “Yo ya no tengo un país al que volver”.
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