Esta mujer lucha por salvar el prostíbulo más antiguo de Bangladés
Vendida a los 12 años y explotada sexualmente, Monawara Begum hizo de la desgracia virtud y decidió luchar para mejorar las condiciones de vida de otras mujeres y niñas prostituidas. Una visita en tiempos de pandemia a Kandapara, uno de los peores ‘pueblos burdel’ de Asia
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La luz todavía es tenue cuando Monawara Begum se calza las sandalias y empieza su ronda matutina. Con un ligero resoplido, esta mujer de 44 años recorre los callejones frunciendo el ceño mientras intenta distinguir sonidos que indiquen problemas procedentes de los edificios de chapa ondulada y bloques de hormigón. Un riachuelo pestilente de aguas residuales y preservativos usados corre entre las precarias construcciones. Begum sacude varias veces la muñeca cargada de pulseras para dispersar una nube de moscas. La otra mano está tensa, lista para agarrar un palo si la situación lo exige. Su reino es la comunidad cercada de Kandapara, el prostíbulo más antiguo de Bangladés. Situado en las afueras de Tangail, una ciudad textil al noroeste de la capital, Dacca, es uno de los 11 “pueblos burdel” bangladesíes, uno de los legados más desconocidos del imperialismo británico.
En sus innumerables filas de habitaciones sin ventanas, Kandapara alberga a más de 600 mujeres y niñas. En un día normal, por sus calles pasan más de 3.000 clientes. Los niños, la mayoría nacidos en el prostíbulo, juegan al pilla-pilla en sus estrechos pasadizos corriendo junto a las paredes de color rosa brillante pintadas con enormes corazones amarillos.
Monowara (como la conocen en el burdel) llegó a Kandapara hace 30 años, cuando era una niña, víctima de la trata de mujeres. Desde entonces, armada con poco más que su ingenio, aprendió a abrirse camino a través de las intrincadas jerarquías, la crueldad y la violencia de la institución. Hoy en día es una de las mujeres más poderosas del complejo.
El año pasado necesitó usar desesperadamente su capacidad de adaptación. Cuando, en el mes de marzo 2020, la covid-19 empezó a penetrar en el país, la policía cerró a cal y canto las puertas del burdel para impedir la entrada a los clientes. Las semanas iban pasando, y muchas mujeres no tenían acceso seguro a ingresos ni a comida. En algunos casos, la pandemia ha puesto a las trabajadoras del sexo de Kandapara al borde de la inanición.
La pérdida de clientes a corto plazo no era la única amenaza real a la que se enfrentaban las mujeres. Parte de los habitantes de la ciudad de Tangail llevaban años intentando cerrar el burdel. Begum temía que un brote de coronavirus dentro de sus muros les facilitase una munición inestimable. Ella y varios centenares de mujeres más habían sido esclavizadas en Kandapara. Aun así, el prostíbulo era también su baluarte contra la indigencia. Antes, Begum se acostaba planeando su huida. Ahora lo que no la deja dormir es la posibilidad de que Kandapara se cierre en breve para siempre.
Cuando el virus llegó al sur de Asia, Begum miraba las noticias de la noche y memorizaba los síntomas. Por la mañana, daba severas instrucciones a las chicas más jóvenes para que estuvieran atentas a la tos y a los signos de gripe, y se lavasen las manos mucho rato. No decía que tenía miedo de morir, que le preocupaba que nadie la abrazase o se despidiera de ella como es debido. La vida le había enseñado una cosa: una mujer jamás debe mostrar debilidad.
Cuando era niña, Begum pensaba que podía superar los peligros. Creció en una familia de agricultores en la lenta y húmeda ciudad comercial de Sajipur, y aprendió rápidamente el Corán de memoria. Era más rápida que sus amigos en el patio del colegio y más ágil trepando a los árboles. Su madre también tenía una vena juguetona. A veces despertaba a Monowara y a su hermana en plena noche y les daba dulces recién salidos del fuego: pakora de banana, shemai, pitha y chitoi pitha horneados, fritos o hervidos en leche, jaggery (una especie de panela) y especias.
En un día normal pasan por el prostíbulo más de 3.000 clientes
Cuando Begum tenía 11 años, su madre murió al dar a luz, y ella juró que no volvería a comer dulces nunca más. El bebé no sobrevivió, y el padre también murió a los seis meses. Begum y su hermana se convirtieron en propiedad compartida de sus siete tíos. Sus nuevos tutores le decían que era perezosa y difícil, que no había secado bien la paja ni barrido bien el suelo.
Begum nunca había sido una niña “modosa”, como decía su madre mientras le peinaba el cabello negro con aceite de coco. Cuando uno de sus tíos cogió el palo del ganado y la amenazó con él, ella salió corriendo por los verdes campos de yute hasta que no fue más que un puntito a lo lejos. Cuando otro la mandó a la cama sin comer durante tres días, ella se deslizó en la casa de un vecino y se dio un festín con su árbol de yaca. Escarbaba con las uñas bajo la corteza dura cubierta de púas y sacaba puñados de carne antes de envolver las semillas en una hoja de banana y enterrarlas profundamente en la tierra.
En 1988, poco después de cumplir 12 años, uno de sus tíos la casó con un hombre de más de 30. Su nuevo marido la violaba a menudo. Cuando invitó a sus amigos a hacer lo mismo, ella huyó a casa de su tío materno. Pero tampoco allí estuvo a salvo, ya que él también intentó violarla.
Begum pensó en los rumores que había oído sobre un pueblo cerca de Tangail, a una hora de distancia, donde las mujeres y las niñas vivían solas. Los hombres solo las visitaban para pagarles, decía la gente, pero ella no estaba segura de por qué. Lo que fuera que ocurriera allí tenía que ser mejor que su situación, pensó. A las tres de la madrugada, mientras su tío y su tía dormían, la pequeña atravesó sigilosamente la cabaña de barro con el sari de boda de su madre en los brazos. Una vez fuera, a la luz de la luna, se enrolló la seda roja bordada alrededor de la cintura plegando y recogiendo la tela para intentar que no arrastrase por el suelo.
Lo último que le dijo su madre antes de morir fue que intentara ser amable. Begum esperaba poder acordarse de cómo comportarse cuando estuviera en aquel pueblo, no ser grosera o defraudar a su madre. Se levantó la falda y corrió hacia el mercado local. No tenía dinero cuando se marchó de casa de su tío, pero se encontró con un conductor de autobús que había conocido a su padre y accedió a no cobrarle el billete. Cuando bajó del autobús en la ciudad de Tangail, no sabía a dónde ir. Un vendedor de té la vio junto a su puesto y se ofreció a ayudarla a encontrar trabajo como criada, pero al cabo de unos meses su nuevo jefe también intentó casarla. A sus 12 años, huyó por tercera vez en un año.
De vuelta a las calles de Tangail, Begum describió el pueblo de las mujeres a un conductor de rickshaw (bicitaxi) y le rogó que la llevase allí. Él la condujo a través de la ciudad hasta que llegaron a un grupo de chozas que se levantaban sobre un barro pegajoso que llegaba hasta los tobillos. El conductor llamó a una mujer bajita que estaba sentada debajo de una ceiba delante del conjunto. La mujer cruzó la calle descalza, haciendo señas a Begum para que bajara.
La pequeña sintió que se sonrojaba: le había llegado la menstruación, y notaba cómo la sangre empapaba el asiento de cuero. La mujer sonrió y trajo agua para limpiarlo. Le dijo que se llamaba Sufia, y que podía quedarse y dormir en su cama. Luego acompañó a la niña al interior del recinto a través de una valla de alambre de espino.
Los tres primeros días que Begum pasó con Sufia transcurrieron en una nebulosa de ratos durmiendo agotada, tentempiés y té. De vez en cuando, de camino a la bomba de agua que había al final de un callejón, veía a niñas que parecían de su edad llevando a hombres a sus habitaciones. Cuando les preguntó por qué, las niñas se rieron y le dijeron que pronto ella haría lo mismo. Begum sabía que algo pasaba, pero no pudo averiguar qué era.
Al cuarto día, Sufia la despertó con un golpecito. “Uno de mis hermanos ha venido a verte”, le dijo. “Recíbelo y habla con él”. Begum negó con la cabeza. El hombre que estaba en la puerta parecía aún más viejo que el marido del que había huido. Sufia no cedió. “Puede que este hombre sea viejo, pero el dinero no tiene edad”, zanjó. Más tarde, llorosa y dolorida, Begum le pidió a Sufia sus honorarios. La mujer le respondió que el dinero ya se había gastado en pagar el alquiler.
Conmocionada por la agresión y la traición de Sufia, Begum pidió ayuda a uno de los policías uniformados que patrullaban el prostíbulo. Le contó que un hombre la había violado y que Sufia no le permitía volver a casa. El agente accedió a interrogar a Sufia, que inmediatamente le ofreció un trato: él también podía violar a la niña sin coste. “Una vez que estás aquí, no hay vuelta atrás”, le advirtió el policía cuando ella le rogó que parase. “Tienes que hacer lo mismo que hacen las demás”.
La vida le había enseñado algo a Begum: una mujer nunca debe mostrar debilidad
Begum no quería hacer lo que hacían las demás. Al cabo de unas semanas, una mañana lavó el sari de boda de su madre y lo puso a secar al sol. Cuando volvió por la tarde a recogerlo, había desaparecido.
Después de eso, tuvo que huir. Justo antes del amanecer, se escabulló por entre la alambrada de espinos que rodeaba Kandapara y corrió por las calles oscuras hasta llegar al mercado central de Tangail. Allí se acurrucó detrás de un saco de arroz y buscó a alguien a quien pedir ayuda.
Un tendero la reconoció del prostíbulo y mandó a un chico corriendo a despertar a Sufia, que acudió con cara de furia. La mujer arrastró a Begum de vuelta hasta el burdel seguida por una multitud de espectadores atraídos por los gritos de aquella niña de 12 años. Begum aulló hasta que le dolió la garganta. “Te estás portando como una loca”, le recriminaba Sufia. Otra mujer amenazó con pegarle hasta que se callase. La encerraron en una habitación y montaron guardia. Los clientes iban y venían, pero ella no podía salir.
El complejo de abuso infantil a escala industrial en el que Begum se había metido llevaba funcionando unos 200 años. Aunque se desconoce la fecha exacta de su creación, Kandapara es un producto del Imperio británico. El prostíbulo se levanta a orillas del río Louhajang, un afluente del Brahmaputra, mucho mayor y una de las grandes arterias del comercio imperial. Kandapara era uno de los pueblos-burdel que se desarrollaron a lo largo del curso del gran río, que corre desde el Himalaya hasta el golfo de Bengala. Otros prostíbulos, como el de Daulatdia, al oeste, se instalaron a lo largo de las vías férreas construidas también durante la época imperial.
Los británicos transformaron la prostitución en el sur de Asia al trasladar a las trabajadoras sexuales a enclaves como Kandapara y establecer barrios de burdeles en las ciudades. En el siglo XIX, las enfermedades venéreas proliferaban entre los regimientos de ultramar, y el Gobierno de Londres se desesperaba por mantenerlas bajo control. A pesar de las pruebas de que los soldados contagiaban a las mujeres locales, y no al revés, en todo el Imperio los administradores segregaron a las trabajadoras sexuales, confinándolas en casas y complejos donde pudieran tenerlas vigiladas para detectar indicios de infección.
Los británicos transformaron la prostitución en el sur de Asia al trasladar a las trabajadoras sexuales a enclaves como Kandapara y establecer barrios de burdeles en las ciudades
Los prostíbulos siguieron funcionando después de que los británicos abandonasen el subcontinente en 1947. Prestaban servicio a los clientes locales y proporcionaban lucrativos ingresos a los propietarios. En teoría, la independencia de Bangladés de Pakistán en 1971 abrió un nuevo capítulo para instituciones como Kandapara. El joven país tenía una visión relativamente liberal de la prostitución, y la profesión fue declarada formalmente legal en 2000. Un artículo de la Constitución de Bangladés también establecía que el Estado se “esforzaría por impedir” el negocio, una ambigüedad que persigue a las trabajadoras del sexo bangladesíes hasta el día de hoy. Su profesión se tolera, pero sus derechos no se defienden como se debería, y las mujeres solo disponen de una protección legal limitada. Los funcionales locales están obligados legalmente a certificar que todas las que trabajan en un prostíbulo son mayores de 18 años, pero varias organizaciones sin ánimo de lucro han informado de que muchas de las chicas son menores de 15 años.
En 1998, cuando llegó Begum, Kandapara se había convertido casi en un núcleo urbano con alrededor de 50 establecimientos. Las casas-dormitorio estaban construidas en parcelas de propietarios privados de la ciudad o de madamas más ricas, conocidas como sardernis en bengalí. La mayoría de estas sardernis obtenían sus ganancias no de vender sexo, sino de comprar jóvenes y menores de edad para que trabajaran para ellas. Las chicas se endeudaban con la madam hasta que habían reembolsado la suma pagada por ellas. Algunas sardernis tenian 10 o 12 chicas a la vez, y utilizaban los ingresos para construir más casas en el prostíbulo y aumentar su influencia. Incluso cuando las víctimas del tráfico habían saldado su deuda, a menudo tenían que pagar un alquiler a sus explotadoras.
Cada amanecer, centenares de hombres llegaban a Kandapara: conductores de autobús, policías, maestros, ingenieros y chicos de camino a la escuela. Hacían cola delante de las habitaciones de las chicas mientras se desabrochaban la camisa para ganar tiempo. Cuando terminaban, salían a toda prisa con las sandalias en la mano.
Con 12 años, Begum entró en el escalón más bajo del complejo sistema económico del prostíbulo. En un día recibía de media a cinco hombres, uno detrás de otro, hasta el anochecer, cuando empapaba una tela en agua caliente y se la ponía en el cuerpo para intentar aliviar el dolor. A veces, por lo general mientras se vestía, algún cliente le preguntaba su edad. Cuando se la decía, él solía echarse a llorar.
Después de ocho meses como chica de Sufia, Begum volvió a intentar liberarse. Encontró a otro policía y le pidió algo más realista. Le dijo que quería quedarse en el prostíbulo, pero trabajar para ella misma. El policía decidió ayudarla, y ordenó a uno de los propietarios que alquilase a la niña una habitación en el otro lado del complejo. Aunque Begum seguía teniendo que pagar un alquiler, en teoría ahora podía decidir cómo ganar el dinero, con quién tener relaciones sexuales, y cuánto cobrar por ello.
Su marido la violaba a menudo. Luego invitó a sus amigos a hacer lo mismo
Begum no sabía qué había empujado al policía a intervenir. Quizá el hecho de que se hubiera presentado en Kandapara por su propia voluntad, pensó. Como Sufia no la había comprado, no había adquirido ninguna deuda. El prostíbulo era un lugar sin ley en muchos sentidos y, sin embargo, funcionaba de acuerdo con una serie de normas no escritas. Que Sufia se quedara con ella supondría infringir el código.
A lo largo de los siguientes cinco años, Begum aprendió a vivir con distancia su experiencia con los hombres, a los que trataba como si fuesen ruido de fondo. De vez en cuando disfrutaba del contacto físico; la mayor parte de las veces sentía aburrimiento o repugnancia. También empezó a hacer amigas. Cuando un cliente le llevó un reproductor de casetes y una colección de cintas, otras chicas del burdel se apiñaban en su pequeña habitación para cantar a coro. Se reían las unas de las otras y bromeaban con que Begum parecía un chico, ya que a los 15 años todavía era delgada como un palillo y llevaba el pelo corto. Los fines de semana, ella y sus nuevas amigas paseaban por Tangail y veían películas en el cine. El argumento siempre era el mismo: una chica estaba en peligro por culpa de unos malvados villanos, hasta que, al final, un hombre apuesto y generoso intervenía y la salvaba.
Begum empezó a pensar en su futuro. Veía dos posibles caminos para salir de la prostitución. El primero era ahorrar lo que ganaba y comprar ella a una adolescente víctima de la trata. Algunas sardernis tenían poco más de 20 años, no eran mucho mayores que ella, y tenían dos o tres chicas encerradas en pequeñas habitaciones. Sus amigas intentaron que se interesase por la trata, pero ella sentía que no podía hacerle a otra niña lo que Sufia le había hecho a ella. Las sardernis se encogían de hombros: “O compras, o te compran”, le decían.
La otra posible vía era que un cliente se convirtiera en su novio o en su marido. Los hombres solían susurrar esa clase de promesas cuando se abrochaban el cinturón, y muchas amigas de Begum se tragaban sus cuchicheos, garabateaban sus nombres y números de teléfono con pintalabios en las paredes de la habitación, y arrancaban fotos de saris de boda de las revistas. Cuando el joyero local hacía su ronda con la vitrina de cristal bajo el brazo, las chicas se agolpaban a su alrededor y señalaban los brazaletes que llevarían el día de su boda. Insistían en que estaban a punto de marcharse, que solo faltaban unos meses para que abandonasen el burdel.
A Begum no le gustaba tanto soñar despierta. Las películas estaban muy bien, pensaba, pero el matrimonio siempre acababa en violencia o violación
A Begum no le gustaba tanto soñar despierta. Las películas estaban muy bien, pensaba, pero el matrimonio siempre acababa en violencia o violación. Por las tardes, cuando los hombres habían vuelto a sus oficinas y las calles de Kandapara estaban tranquilas, la joven se sentaba a escuchar a las ancianas del burdel, antiguas trabajadoras sexuales de 50 y 60 años que ahora sobrevivían gracias a la generosidad de mujeres más jóvenes. Ellas le enseñaron a cocinar y a cuidar de su salud. Aunque no le seducía la idea de convertirse en una de ellas, parecía la opción menos mala.
El rito de iniciación para los adolescentes: las prostitutas
Cuando un adolescente de Tangail consigue su primer trabajo, sus compañeros hombres de más edad suelen ofrecerse a guiarlo a través de un rito de iniciación: una noche de copas en Kandapara seguida de la pérdida de su virginidad. Cuando el muchacho sale tambaleándose de la habitación, sus amigos lo reciben con un sonoro aplauso. Entonces ya forma parte de la multitudinaria y plurigeneracional clientela de Kandapara, formada por los miles de hombres que cruzan a diario las puertas del prostíbulo.
Aunque los destinos de Kandapara y Tangail están íntimamente unidos, la relación entre ambas es tensa. El dinero se filtra a través de Kandapara y vuelve a la economía de Tangail. Las mujeres de las familias más pobres de la ciudad trabajan en el prostíbulo como cocineras y limpiadoras. Los ingresos medios mensuales de una trabajadora sexual son de unos 30.000 takas, el equivalente a alrededor de 300 euros y aproximadamente cinco veces más de lo que gana una limpiadora. Los funcionarios de la administración local son visitantes asiduos. A pesar de ello, los habitantes de la ciudad ven a Kandapara con desagrado, y está prohibido que las trabajadoras sexuales sean enterradas en los cementerios públicos.
Bangladés es mayoritariamente musulmán, con una importante minoría hindú, y se fundó sobre unos principios laicos. A lo largo de los últimos 50 años, las voces religiosas conservadoras se han hecho oír con más fuerza. Las autoridades municipales y los grupos religiosos de otras zonas del país consiguieron cerrar varios prostíbulos en la década de 1990, y Kandapara también se enfrentó a peticiones de clausura.
Durante mucho tiempo, las habitantes del complejo estaban obligadas a identificarse en público como trabajadoras sexuales cuando iban a Tangail. Tenían prohibido llevar salwar kameez (el conjunto tradicional de camisa larga y pantalón), y tenían que plegar el sari para que se les viese la enagua, de manera que se señalasen a sí mismas como mujeres del burdel. Lo más humillante de todo era que no se les permitía llevar zapatos. La sarderni más veterana del prostíbulo colaboraba con la policía para que multase a cualquier mujer que infringía el código de vestimenta fuera de las puertas de Kandapara.
A medida que Begum se acercaba a los 20 años, crecía su resentimiento por el desprecio con que la trataban. Odiaba las normas sobre la forma de vestir y la manera en que la gente la miraba. Las mujeres agarraban a sus maridos cuando ella se dirigía al mercado, y los tenderos le hacían comentarios groseros. La vergüenza era insidiosa, muchas mujeres caían en la depresión, y las autolesiones estaban a la orden del día. Begum solía ver a grupos de mujeres y niñas rezando en el principal santuario hindú del prostíbulo, pidiendo perdón. Algunas no querían salir nunca del burdel.
Begum no era la única que aborrecía las reglas. Hashi y Alo (un pseudónimo) habían llegado a Kandapara siendo niñas, víctimas de la trata. Hashi tenía 15 años más que Begum, y para entonces se había convertido en una sarderni que controlaba a varias niñas, incluida su hermana menor. Las tres mujeres no eran exactamente amigas, pero se unieron en 1996, cuando una organización sin ánimo de lucro llamada CARE Bangladesh, dedicada a fomentar una mejor salud sexual entre las trabajadoras del prostíbulo, organizó un curso fuera del recinto. Las mujeres querían ir elegantes, y las tres se pusieron zapatos.
El complejo de abuso infantil a escala industrial en el que Begum se había metido llevaba funcionando unos 200 años
Cuando volvieron, la sarderni principal del burdel las estaba esperando. Vio los zapatos e inmediatamente les puso una multa. Ellas se pusieron furiosas, y Alo se negó a pagar. Las tres mujeres empezaron a animar a otras a oponerse a las normas. Decenas de trabajadoras sexuales respondieron al llamamiento y empezaron a salir del recinto con zapatos y salwar kameez, la túnica tradicional del país.
La policía respondió al instante: les quitó los zapatos por la fuerza y las tiró al suelo. Detuvieron brevemente a Alo. Corrían rumores de que la sarderni más veterana del burdel ofrecía una recompensa por cada una de las promotoras de la protesta. Begum estuvo escondida unos días en la casa de un vecino.
Las mujeres se dirigieron a un médico de CEDA Bangladesh en busca de consejo. El médico organizó una reunión con el comisario de la policía local, el cual, para sorpresa de Begum, pareció más interesado en escucharlas que en reprenderlas. La noche siguiente, convocó otra reunión en el santuario central del prostíbulo y anunció que las ocupantes de Kandapara podrían vestirse como quisieran cuando fueran a Tangail.
Begum se sintió embriagada por el sentimiento de victoria. Un año después, CEDA se ofreció a pagar a 25 mujeres de Kandapara un vuelo a India para asistir a un congreso sobre los derechos de las trabajadoras sexuales. En Calcuta, la joven se quedó asombrada al ver que todo el mundo vestía igual; era imposible distinguir quiénes eran trabajadoras del sexo y quiénes funcionarias del Gobierno. Allí conoció a las miembros de Durbar, una cooperativa de más de 30.000 trabajadoras sexuales indias que la convencieron de que merecía algo más que zapatos. El mundo de Begum cambió profundamente cuando se dio cuenta de que no era occhut, una intocable.
En el avión de vuelta a casa, Monowara, Hashi y Alo se gritaban ideas a través del pasillo. Decidieron crear una organización para velar por los intereses de las trabajadoras del sexo de Kandapara. La llamaron Nari Mukti Sangha (liberación de las mujeres). En cuanto dieron a conocer sus planes, 40 compañeras se apuntaron.
Las fundadoras de Nari Mukti Sangha abrieron un despacho justo al otro lado de las paredes del burdel. Pagaron su precaria administración con donaciones antes de poner en marcha un programa de microcréditos y utilizar los intereses para pagar el alquiler de la oficina. Las escaleras que conducían a su cuartel general eran estrechas y estaban polvorientas, pero ellas pintaron la barandilla de amarillo y rosa y compraron un sofá bajo de ratán y un gran escritorio de madera. Cuando todo estuvo instalado, Begum se sentó detrás del escritorio, aplastó un cigarrillo de marihuana en el cenicero y reflexionó sobre lo que quería hacer. Tenía la esperanza de convencer al Gobierno de que construyese un refugio para las trabajadoras sexuales retiradas y un colegio para los niños nacidos en el burdel. Sobre todo, quería acabar con la práctica de comprar a niñas menores de edad.
Antes de que eso pudiese hacerse realidad, las tres mujeres tenían que consolidar su autoridad en el prostíbulo. Kandapara siempre había tenido una líder: la sarderni más rica e influyente, que tenía el peso y los recursos para sobornar al departamento de policía local. Por entonces, la sarderni jefa era una amiga de Begum, una mujer guapa y carismática llamada Aleya que seducía a los jefes de policía y a los funcionarios del Gobierno para que hicieran la vista gorda al imperio del tráfico de niñas a cambio de una parte de los beneficios. Aleya rara vez compraba y vendía niñas ella misma. No lo necesitaba. Utilizaba sus contactos y se llevaba un porcentaje de los ingresos de otras mujeres.
Tardaron años en desplazar a Aleya. En vez de enfrentarse a ella directamente, las tres mujeres crearon una estructura de poder paralela para socavar poco a poco su autoridad. Se codearon con funcionarios de Tangail y Dacca, y se dirigieron a otras organizaciones para obtener ayuda suplementaria, como preservativos y suministros médicos gratuitos. En 2002 invitaron a las habitantes del prostíbulo a votar la junta directiva de Nari Mukti Sangha. Alo se convirtió en presidenta, y Begum en secretaria.
La red clientelar de Aleya se fue debilitando, pero la sarderni jefa no aceptó tranquilamente la derrota. Begum cuenta que tenía miedo de que Aleya hiciera que la mataran a ella, a Hashi y a Alo. Al final, las fundadoras de la organización se pusieron en contacto con el comisario de policía que había apoyado sus protestas contra el código de vestimenta. Le dijeron que Aleya estaba sobornando a notarios y agentes de policía para que falsificaran documentos certificando que niñas de tan solo 11 o 12 años eran lo bastante mayores como para trabajar legalmente en el burdel.
Begum había visto con sus propios ojos cómo un policía mataba a golpes a una de las niñas de Aleya, a la que había metido una toalla en la boca para sofocar sus gritos. A raíz del suceso, el comisario envió una nueva unidad de policía al burdel. Después de aquello, Aleya no resistió mucho tiempo. En 2004, se marchó a escondidas de Kandapara. La organización para la liberación de las mujeres había ganado.
Al llegar a la treintena, Begum era una de las personalidades más destacadas del prostíbulo. Ya no trataba directamente con los clientes, sino que se llevaba una parte de los alquileres que cobraba en representación de las sardernis propietarias de parcelas. Sin embargo, descubrió que el liderazgo tiene sus límites. Cada pocas semanas, oía el sonido familiar de las ruedas de las maletas de plástico arrastradas por el suelo de losas del burdel y sentía que el estómago se le encogía. Algunas mujeres llegaban por decisión propia, a menudo huyendo del maltrato o la miseria; muchas habían sido vendidas contra su voluntad para prostituirlas.
Acabar con el tráfico ‒la práctica que la había atrapado en Kandapara‒ era más difícil de lo que ella esperaba. Bangladés estaba haciendo avances en reducir la pobreza y mejorar el acceso de las niñas a la educación, así que no había tantas menores expuestas a ser víctimas de la trata como cuando Begum llegó al prostíbulo. Con todo, había buenas oportunidades de negocio para los traficantes, conocidos como dalals, que sacaban provecho del sistema y no iba a rendirse sin pelear.
Begum veía a menudo cómo los dalals (que casi siempre eran hombres) tanteaban a las trabajadoras sexuales para averiguar qué sardernis podían estar buscando una nueva chica para comprarla. Una vez lo dirigían a una posible compradora, el dalal iniciaba una sinuosa conversación mientras tomaban un té, durante la cual la sarderni evaluaba hasta qué punto el dalal era de fiar, y este sopesaba qué precio podía pedir. Cuando llegaban a un acuerdo, la sarderni hacía un pago por adelantado al dalal. Al cabo de un par de días, este volvía, acompañado invariablemente por una adolescente adormilada y aterrorizada. Si la chica era muy joven, la sarderni le daba Oradexón, un esteroide que suele utilizarse para engordar a las vacas, con la esperanza de acelerar su desarrollo.
“Una vez que estás aquí, no hay vuelta atrás”, le dijo el policía. “Tienes que hacer lo que hacen las demás”
Cada dalal tenía su propia técnica para encontrar niñas en Bangladés. A veces, un hombre engatusaba a una chica haciéndole creer que estaba enamorado de ella, con el único fin de venderla en el prostíbulo en cuanto bajara la guardia. Otros se ponían de acuerdo con mujeres para abordar a las chicas en las paradas de autobús y las estaciones de tren, ofrecerles trabajo en una fábrica de ropa, y acabar llevándolas a Kandapara.
Si una niña acudía a Begum porque quería abandonar el prostíbulo, esta la ayudaba. La ex trabajadora sexual calcula que unas 30 niñas escaparon de Kandapara con su ayuda a lo largo de los años. Las sardernis refunfuñaban a sus espaldas. “No les gusto, es la pura verdad”, reconocía ella. Algunas sardernis intentaban congraciarse con Begum ofreciéndose a comprar a los traficantes una niña para ella. Begum las rechazaba con una sonrisa, bromeando que no entendía el negocio y que nunca sería rica.
Para cumplir sus aspiraciones de ser presidenta de la organización de mujeres, sabía que necesitaba el apoyo de las sardernis, que seguían teniendo peso en el prostíbulo. Hasta la mujer más ruidosa y grosera se callaba cuando pasaba una de ellas con el oro y la plata tintineando en muñecas y tobillos. Begum nunca las denunció al comisario de policía ni al comisionado de la ciudad, con los que hablaba varias veces por semana. Si alguien preguntaba, ella respondía que hacía tiempo que no veía ninguna chica menor de edad.
La mujer acallaba su conciencia diciéndose a sí misma que, de todas maneras, en Bangladés las mujeres y las niñas acababan siendo víctimas del maltrato y la explotación. Al menos en Kandapara existía algo parecido a una red de apoyo. Si ella llegase a estar al mando, las cosas serían diferentes, pensaba. No solo acabaría con el tráfico de mujeres, sino con la tragedia incesante del burdel. En Kandapara siempre había rivalidades y venganzas, y las mujeres mandaban a los amigos de sus novios a amedrentar a otras mujeres que las habían hecho enfadar o se habían interpuesto en su camino.
Cuando más le gustaba el prostíbulo a Begum era por las noches. Las calles se refrescaban, la mayoría de los hombres se habían marchado, y las mujeres podían relajarse y respirar
Cuando Begum creía que estaba imponiendo poco a poco algo así como un orden, la peleas volvían a empezar: una mujer adicta a la metanfetamina pegaba a su hijo, o una chica daba a luz y alguien intentaba robarle el bebé. A veces, Begum tenía la sensación de que no tenía más remedio que coger el palo de uno de los guardas. Es por su bien, pensaba mientras hacía crujir el bambú contra la parte posterior de los muslos de una adolescente. ¿Por qué demonios no podían aprender a comportarse?
Cuando más le gustaba el prostíbulo a Begum era por las noches. Las calles se refrescaban, la mayoría de los hombres se habían marchado, y las mujeres podían relajarse y respirar. Subían el volumen de 20 equipos de sonido que competían entre sí y se arremolinaban cogidas del brazo por las callejuelas en una confusión de cabello suelto, risas y alboroto.
A ella nunca le gustó bailar. Por aquel entonces, había cumplido los 40 y solía mirar las fiestas desde un rincón de la habitación de una de las mujeres más jóvenes, envuelta en humo de marihuana y sirviéndose chupitos de aguardiente casero a temperatura ambiente. En aquellos momentos, se sentía casi como en casa. Como si tuviese algo que perder.
Una mañana de sábado del verano de 2014, docenas de jóvenes, encabezados por el hermano del alcalde, llegaron armados de palos y queroseno y amenazaron con quemar el burdel hasta los cimientos si sus habitantes no se marchaban en una hora. Los funcionarios de la administración decían que iban a derribarlo. Los periódicos locales informaron de que el ataque era un intento de quedarse con los terrenos del prostíbulo.
Ante la amenaza de perder su hogar, su comunidad y su medio de vida, Begum y sus amigas viajaron a Dacca a protestar. Al cabo de unos meses, el Tribunal Supremo de Bangladés permitió a las mujeres volver a Tangail y reconstruir el complejo.
La breve clausura de Kandapara puso de manifiesto la falta de opciones para sus ocupantes. Algunas amigas de Begum intentaron encontrar trabajo en la industria de la confección de Dacca, pero el estigma de la prostitución dificultaba conseguir o conservar un empleo en otros sectores. La mayoría acabaron ofreciendo servicios sexuales en la calle, donde estaban mucho más expuestas a la violencia.
A Begum no le cabía ninguna duda de que las trabajadoras sexuales se encontraban más seguras cuando estaban juntas. Las veteranas enseñaban a leer a las recién llegadas, y las mujeres en la veintena cocinaban para las que tenían demasiada artritis para trabajar. A veces, las mujeres aceptaban más clientes de lo habitual para pagar el alquiler de una amiga si esta no podía trabajar, por ejemplo, porque se estaba recuperando de un aborto. Si un hombre pegaba a una mujer, las sardernis llegaban corriendo con palos y piedras, se lo llevaban a rastras y se aseguraban de que no volviese.
“Compras o te compran”, le decían
A veces, Begum trataba a las mujeres más jóvenes como una madre. “La felicidad es ayudar a los demás”, entonaba mientas les peinaba el cabello con los dedos repitiendo las palabras de su madre. Cuando una mujer iba a dar a luz ‒algo que sucedía cada pocos meses‒, Begum rasgaba trapos y hervía agua para ayudar en el parto. Pocas cosas le gustaban tanto como ver la cara de un recién nacido.
A pesar de todo, la suya era una vida solitaria. Cuando llegó la pandemia a principios de 2020 y el Gobierno cerró las puertas de Kandapara, solo quedaban 10 mujeres de las que había en el burdel cuando ella llegó. Unas cuantas amigas habían conocido a hombres que habían cumplido su promesa de liberarlas; otras se habían quitado la vida, como Sahana, con su cara dulce, “hermana de día, hija de noche”. También Anu, que llevaba el pelo canoso recogido en un cuidadoso moño, igual que Begum, y que había muerto de sida en 2019. Y Shirin, que fue asesinada dos semanas antes del confinamiento del pasado marzo. Nadie sabía quién la había matado.
Hasta Alo y Hashi, con las que había fundado Nari Mukti Sangha, habían empezado a desaparecer durante semanas. Estaban comprando terrenos para empezar una nueva vida fuera del prostíbulo. Begum sentía que las estaba perdiendo. A veces le costaba saludarles con alegría cuando volvían de un viaje.
Por supuesto, la marcha de Alo de Kandapara podía tener su lado bueno. Después de 18 años, Begum no era más que la secretaria de Mari Mukti Sangh, y Alo seguía siendo la presidenta de la organización. Se suponía que había que celebrar elecciones cada dos años, pero Alo no se había molestado en organizarlas desde 2013.
Las chicas del burdel ya llamaban a Begum Netri (líder), y ella quería que se confirmase su autoridad. Ella era la persona a la que acudían las mujeres en busca de ayuda. Ella fue la que cruzó Tangail en rickshaw en plena pandemia para pedir al comisionado de la ciudad apoyo para Kandapara. Ella negoció una entrega de 10 kilos de arroz por persona al principio del brote, así como una pequeña reducción del alquiler.
Si alguien preguntaba, Begum respondía que hacía tiempo que no veía ninguna chica menor de edad
En junio del año pasado, las mujeres llamaban a la puerta de Begum a todas horas. El arroz se había acabado, y el burdel confinado estaba empezando a hervir de impaciencia. Las primeras en estallar fueron Hashi, la otra miembro del trío fundador de Nari Mukti Sangha, y su hermana pequeña, que robaron un juego de llaves a un guarda de seguridad y abrieron a la fuerza una de las puertas del prostíbulo. Begum le gritó que no lo hiciera, y las mujeres se pelearon delante de una multitud de espectadores. Al final las separaron, pero Hashi y su hermana ganaron: en contra de las recomendaciones del Gobierno, las puertas quedaron abiertas y los clientes empezaron a dejarse caer por allí. Begum no sabía qué hacer.
Las estaciones pasaban, el aire estaba cargado de humedad. Al final del día, Begum se descalzaba sus sandalias de cuero. No paraba de toser, y le preocupaba si sobreviviría a los próximos meses. Algunas noches rezaba pidiendo perdón. Otras veces pensaba en su pasado: los dulces recién sacados del fuego que comía cuando era niña; la sangre que empapaba el asiento de un rickshaw; un sari de boda robado de la cuerda de tender. En su vida tantas cosas habían salido mal que pensaba que era culpa suya. “El valor sale de los pies y sube a la cabeza”, decía Hashi los días malos. “No hay más que seguir adelante”.
A veces se imaginaba otra vida. ¿Le estaría permitido a una mujer de 44 años volver a Sajipur y cultivar arroz y trigo sin un hombre? Se preguntaba cómo sería su familia si se hubiese quedado con su marido y hubiese tenido hijos. Quizá hubiera sido mejor que estar sola. Entonces recordaba al hombre con el que la habían obligado a casarse, sus puños violentos, y se reía. Qué suerte tenía de ser libre.
Este artículo se ha realizado en el marco de la asociación entre la revista 1843 de The Economist y The Fuller Project. Puede leer la versión original en este enlace.
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