Ciudad en apuros busca turistas para sobrevivir
Las calles semi vacías de Ciudad del Cabo, uno de los enclaves turísticos por excelencia de Sudáfrica, revelan cómo la covid-19 ha afectado aquí y allá a los millones de personas que se ganan la vida en el sector
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En la esquina de las calles Wale y Rose, Nazim no se pierde un detalle de lo que ocurre a su alrededor. 16 años, sudafricano, chaleco reflectante amarillo y naranja y mirada de niño. Apostado entre dos vehículos estacionados, espera a los turistas que visita este barrio, Bo Kaap, famoso por sus llamativas casas pintadas de brillantes colores. Si llegan en coche, Nazim les indica dónde aparcar y espera a cambio una propina. “Antes tenía más trabajo, pero desde el corona aquí no viene nadie; como mucho saco unos 40 o 50 rand (2,5 euros)”, dice este gorrilla. De su empeño depende que hoy sus cuatro hermanos menores y sus padres se lleven algo a la boca.
En el lado opuesto de la acera de la calle Wale, Agathe descansa en un banco junto a la puerta de Deluxe CoffeeWorks, cafetería gourmet de aires modernos. 26 años, vestido veraniego, sandalias, enormes gafas de sol, un capuccino de casi tres euros hasta arriba de espuma entre las manos y la sonrisa satisfecha de quien por fin disfruta de unas buenas vacaciones. “Elegí Sudáfrica porque han reabierto las fronteras. Nos dijimos: ‘para qué quedarnos en Europa, si la situación es parecida y nos podemos contagiar igual”, relata esta turista polaca, que va a estar un mes recorriendo el país con su novio.
Residentes en dificultades y viajeros como la excepción que confirma la regla: así son las dos caras del turismo de Ciudad del Cabo en diciembre de 2020. Esta metrópolis situada en la costa del Atlántico se encuentra entre las favoritas de los extranjeros que eligen Sudáfrica como destino vacacional. De los 10,3 millones que visitaron el país en 2019, el tercero más popular del continente solo por detrás de Marruecos y Egipto, al menos 5,4 millones pasaron por Ciudad del Cabo, según los registros de llegadas de su aeropuerto internacional. Por sus playas, su naturaleza ―la icónica Montaña de la Mesa―, restaurantes, comercios, vida nocturna, museos… Por mil razones. Pero este año, todas ellas han palidecido ante el impacto de la covid-19.
Con casi 875.000 casos y más de 25.000 muertos, Sudáfrica es el país más afectado por el virus en el continente. Durante los inicios de la pandemia, el país también cerró fronteras y vivió un confinamiento total que duró tres meses y que tocó de alguna manera a la mayoría de la población, tanto a su salud como a sus bolsillos. Y en el turismo se ha notado. Según una encuesta gubernamental lanzada en abril para conocer el estado del sector, un 99% de los consultados afirmó haber sufrido ya algún perjuicio. Y en Ciudad del Cabo, en concreto, la pandemia ha vaciado de turistas una ciudad donde buena parte de sus vecinos se gana la vida gracias a ellos. En 2018 eran hasta 300.000 en toda la provincia de Western Cape, a la que pertenece esta ciudad.
“Rondamos el 40% de nuestra capacidad, cuando otros años, por estas fechas, solemos estar al 80% o incluso llenos”, asegura Edward, camarero en el restaurante con vistas de la décimoprimera planta del céntrico hotel Park Inn, un cuatro estrellas de 120 habitaciones. “No han despedido a nadie, pero estamos a turnos y cobramos según las horas trabajadas”, lamenta.
Los datos son malos: según el último análisis del Departamento de Turismo de Ciudad del Cabo, el sector ha sufrido un impacto muy significativo que han evaluado según los ingresos de los alojamientos, que entre abril y junio de 2019 fueron de unos 305 millones de euros y en el mismo periodo de 2020 han bajado hasta los 9,5 millones de euros. Diciembre en Sudáfrica es el julio español: hace calor, el curso escolar ha finalizado y los niños están de vacaciones, las playas se llenan y los turistas abarrotan los rincones más populares de la ciudad. En el caso sudafricano, además coinciden las fiestas navideñas. “Todo es muy distinto ahora”, compara Agathe. “En realidad, una ventaja es que hay menos gente por aquí, porque la última vez que estuve también era época navideña y estaba todo lleno, así que para nosotros es mucho más cómodo, menos colas para todo… Aunque es cierto que algunos sitios han cerrado definitivamente y eso es una pena”.
“Aunque no hay un confinamiento como tal, hay toques de queda, las tiendas cierran antes, hay gel por todas partes…” secunda Nessrine, una joven de 24 años que pasa la mañana de su sábado visitando el Museo Zeitz de Arte contemporáneo de África. Está situado en un punto emblemático: el Victoria & Alfred Waterfront, una zona de ocio y comercios de estilo marinero rodeada de canales junto al puerto, pero cuesta dar con una visitante en este centro icónico del arte africano, quizá el más importante de todo el continente. En la tienda de recuerdos, los dependientes bostezan, totalmente solos, hasta que llega Nessrine a curiosear. Y ella, dice, está de visita casi por casualidad, ya que no quería viajar desde su Johannesburgo natal porque le daba miedo contagiarse en el avión, pero se dejó convencer por su hermana. “Lo estoy disfrutando, no obstante, porque me he dado cuenta del impacto que el confinamiento había tenido en mí: tanto tiempo en casa, encerrada en un espacio pequeño… Es genial disfrutar ahora de las montañas y de las playas”.
Tampoco hay casi nadie en Green Market Square, una plaza emblemática y favorita de los turistas extranjeros. Está en lo que podría llamarse casco histórico, pues esta parte de la ciudad data de finales del siglo XVII. En otros momentos del año, aquí se agolpan alrededor de 200 puestos de artesanía africana: las telas de colores, los abalorios, los utensilios de madera para la cocina, las pinturas… Pero a la mayoría de comerciantes ya no le compensa abrir el quiosco, así que ahora en la plaza solo quedan unos 20 ―muy distanciados unos de otros, eso sí, por las medidas de prevención coronavírica― y tres prostitutas charlando en la fachada lateral del lujoso hotel Onomo, cerrado desde el inicio de la pandemia.
Uno de los que no se rinde es Peter, congoleño y artista más cerca de los 60 años que de los 50. Pasa el día en su silla de campin plegable, junto a su puesto de cuadros, algo que no ha podido hacer durante nueve meses en los que sobrevivió gracias a los ahorros. La situación sigue siendo “realmente terrible”, describe, porque nadie pasa por aquí y nadie compra, pero él prefiere la calle, harto del encierro domiciliario. “Dormir, ver la televisión y comer, eso es todo lo que hacía”, asegura. “Y, además, soy un artista; quiero vender mis cuadros”.
Otra vez, los números dan la razón a quienes se quejan: según la encuesta del Departamento de Turismo, de esos 113.000 puestos de trabajo que genera el sector de forma directa, un 90% de ellos iban a evaporarse a lo largo del año de no mejorar la situación y solo un 4% de los encuestados creía que iba a poder sobrevivir más de 12 meses.
Sudáfrica abrió sus fronteras y reanudó vuelos internacionales s en octubre con la idea de volver a atraer turistas, pero el mundo entero sigue inmerso en una pandemia que obliga a quedarse en casa, así que el gesto, por ahora, no se nota en la economía. “Justo después del confinamiento hubo un pequeño repunte, la gente quería salir y comprar, eran vecinos sobre todo del barrio. Luego se ha vuelto a vaciar todo y ahora apenas tenemos ventas”. Así describe la situación Lungi, dependienta en una tienda de juguetes y ropa infantil en The Old Biscuit Mill, un antiguo molino del gentrificado barrio de Woodstock que salió del olvido cuando lo reconvirtieron en galería comercial de aires hípster. En los buenos tiempos tenían decenas de ventas diarias. “Ahora tres, dos, una… O ninguna”, lamenta Lungi. Su puesto de trabajo todavía existe, al menos. “La jefa esta intentando mantenernos a los cuatro empleados que somos”, asegura.
Un vistazo a este centro de artesanía y moda alternativa da fe de los difíciles momentos de la ciudad: donde antes había ríos de turistas apretujados por cada tienda y recoveco comprando bisutería, moda u objetos de decoración, ahora hay vacío. En la terraza de uno de los restaurantes, los dos únicos clientes son dos chicos jóvenes que trastean con sus ordenadores portátiles con la única compañía de una taza de café.
La ayuda del turismo local
Si hay un lugar donde sí es posible encontrar movimiento en un soleado sábado de temporada alta de la era covid, es en el Victoria & Alfred Waterfront. Pero no en el Museo de Arte Contemporáneo, donde Nessrine era casi la única visitante, ni en la cafetería Shift Espresso, la primera que uno se encuentra al llegar, donde hay tres camareros para un salón vacío. Y Tunane, uno de ellos, explica que además de que hay menos turistas, también han perdido los clientes de las oficinas de los alrededores, que desde que teletrabajan no vienen aquí a tomarse su café de la mañana.
El Victoria & Alfred Waterfront tiene mucho recorrido. Y, si bien al principio solo se ven residentes en los cuidados parques aledaños tomando el sol, haciendo paddle surf o piragüismo por sus canales (este complejo incluye una urbanización privada de postín), según se va avanzando hacia el centro comercial, ya se nota más actividad. A la hora del almuerzo, las terrazas del Mc Donalds y otros establecimientos de comida rápida están atestados. No deja de ser un sábado soleado de época estival para los vecinos de Ciudad del Cabo, que aprovechan para pasearse por allí, comer fuera e ir de compras. Lo que haría cualquiera. Ahora, los turistas internacionales brillan por su ausencia, tal y como perciben cada uno de los empleados de comercios y hostelería consultados, así que se vuelcan, más que nunca, en los residentes.
En Bo Kaap, la francesa Marie Laureoux se pierde entre fachadas de colores. Hoy tiene una clienta, Lauren, popular bloguera de viajes estadounidense con miles de seguidores en Instagram, que visita a la ciudad porque su novio está viviendo aquí unos meses. Marie ofrece sus servicios como fotógrafa a los turistas que, como la joven viajera, buscan una sesión profesional en este pintoresco entorno. Ella también trabaja menos desde el inicio de la covid-19, pero al menos hoy ganará unos rands.
No puede decir lo mismo Nazim, que en lo que va de día no ha conseguido ni una propina y no quiere llegar a casa con las manos vacías; se siente muy responsable porque es el único de la familia que sale a ganarse el pan. Presume de que también estudia, que ha pasado de curso con todo aprobado y que sus padres se sienten muy orgullosos de él. A veces dice, cuando no ha ganado nada de dinero, llama a las puertas de las casas de los vecinos de Bo Kaap para pedir algo de dinero o comida. “Pero la gente es muy reacia a abrir y es muy desconfiada por el aumento de los robos y la delincuencia”, asevera.
Cuando Nazim recibe la primera de las propinas del día, tres niños que han visto la operación se aproximan para pedir algo también para ellos: Son Dahiba, Wazim y Patti, de no más de 10 años. “Dame algo, tengo hambre”, dice Wazim, que sostiene un patinete. Dahiba, la única chica y la mayor, responde con despreocupación que suelen pasarse aquí las tardes, a la espera de algún turista que les dé algo. Pero no hay caras nuevas hoy en Rose Street, salvo cuatro hombres jóvenes, altos y rubios que degustan los capuccinos de tres euros, hasta arriba de espuma, del Deluxe CoffeeWorks; como la polaca Agathe un rato antes. Y no parecen hacer mucho caso a las cucamonas de los niños que ya, aburridos, se van a jugar. Al final, deslizarse cuesta abajo con el patinete de Wazim por la calle Wale parece mejor plan que esperar a unos turistas que, probablemente hoy ya no van a llegar.
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