Cuento de Navidad con balón hinchado
La bondad pequeña nos emociona tanto porque responde al mismo asombro de que cada copo de nieve sea único
Es, tal vez, una de las epifanías que más me han ayudado a pensar la vida en relación con la literatura, dos frases escondidas en un libro titulado La gravedad y la gracia, de Simone Weil: “El mal imaginario es romántico y variado; el mal real es sombrío, monótono, estéril y a...
Es, tal vez, una de las epifanías que más me han ayudado a pensar la vida en relación con la literatura, dos frases escondidas en un libro titulado La gravedad y la gracia, de Simone Weil: “El mal imaginario es romántico y variado; el mal real es sombrío, monótono, estéril y aburrido. El bien imaginario es aburrido; el bien real es siempre nuevo, maravilloso, embriagador”.
La primera vez que leí esas líneas, sentí que mi inteligencia quedaba abrasada por una revelación tan sencilla como inaudita: la de la brecha que existe entre el mal literario y nuestra experiencia del mal real, entre el bien literario (sombrío, monótono, estéril y aburrido) y ese otro bien del que sabemos por experiencia que dependemos para la supervivencia más básica. A varias décadas de haberlo leído por primera vez, me sigue pareciendo asombroso que la literatura —especialmente la derivada de la revolución romántica, en cuya tradición seguimos hasta el cuello— haya errado de manera tan monumental la diana en su representación de la vida.
Tal vez por eso, el bien real nos emociona tanto más cuanto más minúsculo, porque es precisamente en su dimensión atómica, menos literaria, donde más se percibe su poder. El bien minúsculo (no confundir con el detalle, esa inclinación de gente sombría y por lo general estricta y puntillosa) responde al mismo asombro de que cada copo de nieve sea único. La comprensión, aunque solo sea parcial y momentánea, de la descomunal cantidad de belleza que pasa inadvertida genera en mí la seguridad de una semejante cantidad de bien, la convicción de que a todas esas innumerables bellezas ocultas, se corresponde un número igual de asombroso de invisibles gestos de bondad que constituyen la verdadera estructura del mundo.
Todo este largo prólogo esconde la descripción de uno de esos gestos. Vivimos en una casa con un pequeño patio en el que hay una pared que mi hijo Roque, de siete años, acribilla a balonazos durante un promedio de una hora al día. Nos mudamos hace solo seis meses, y aunque he visto al vecino solo en dos o tres ocasiones y nos hemos saludado siempre con amabilidad, cada vez que escucho a mi hijo sacudir el muro a balonazos me pregunto cuánto durará su paciencia. De vez en cuando, por pura estadística, y en un promedio de un par de veces a la semana, el balón vuela hasta el patio del vecino, donde a veces se estampa también contra cosas que escucho caer. Religiosamente, a la mañana siguiente, el balón está siempre de regreso en nuestra casa. Solo ese gesto ya convertiría a nuestro hombre en un mártir de la paciencia. Un gesto que recurrentemente he tenido ganas de recompensar.
Más de una decena de veces le he dicho a Roque que por qué no le hacía un pequeño dibujo, un mensaje en el que le diera las gracias por devolverle siempre el balón, y se lo mandábamos a su patio, en forma de avioncito, pero no hace falta añadir que el avioncito no ha despegado todavía. Sé que bastaría con que le plantara un papel a Roque frente a las narices, sacara unos lápices y le acorralara sin remisión para que el pobre niño obedeciera. Sé que entre el deseo de ese gesto y su realidad no media una gran distancia y, sin embargo, por algún motivo, parece inabarcable. Siempre hay algo mejor que hacer que un dibujo para agradecer al vecino algo que, por otra parte, ya ha hecho. Lo inmediato tiene sobre nosotros un poder parecido al de lo urgente sobre lo importante; tal vez por eso para hacer el bien siempre es necesario ir contra el tiempo.
Pero el otro día, ocurrió algo que me conmovió. Nuestro vecino no solo nos devolvió el balón, sino que nos lo devolvió hinchado. Ese pequeño detalle me pareció de pronto una fábula moral, aunque no sabría determinar su significado. Pensé en el vecino mirando por enésima vez el balón de mi hijo, pensé que en más de una ocasión se le había ocurrido hincharlo y no lo había hecho, por pereza o por un rencor más que comprensible, que también para él había habido siempre algo mejor que hacer. Pero lo había hecho. Había cogido el balón, había buscado el inflador, lo había hinchado, y nos lo había mandado de vuelta. A diferencia de mí, había recorrido esa distancia inabarcable como un Aquiles heroico que finalmente alcanza a la tortuga. La parte más descreída de mí me bajaba los humos diciendo que no era más que un pequeño detalle, que podía imaginar cientos de motivos por lo que alguien simplemente amable hincha la pelota de un niño que inevitablemente va a usarla para molestarle otra vez, pero luego me di cuenta de que en el corazón de ese gesto había una bondad que no era capaz de desentrañar, un misterio tan insondable como el de las pirámides, que si bien era capaz de explicar su gesto, había algo en su acción que se me escapaba, y lo demostraba más que nada el hecho de que la pequeña acción de mi vecino seguía revoloteando a mi alrededor como una mosca de verano que se niega a marcharse.
Luego, un día dejé de luchar y el gesto siguió allí. Minúsculo. Luminoso. Hinchar un balón con el que seguirán molestándote. Pensé que, contra todo pronóstico, hinchando un simple balón mi vecino me había abandonado al misterio del bien, un misterio que —como decía Simone Weil— es siempre nuevo, maravilloso, embriagador. Y también pensé que aquello era lo más parecido a un cuento de Navidad que me había ocurrido este año.