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Cuando la justicia adelanta el fallo, retrocede la democracia

Lo que se pone en cuestión en la condena a García Ortiz es el derecho de la ciudadanía a conocer la verdad, y el derecho a que la justicia no responda a insinuaciones, presiones o guiones políticos

Hemos conocido el fallo de una sentencia que marcará época a través de un procedimiento tan inusual como inquietante: las partes lo supieron mediante una simple providencia al mismo tiempo que la opinión pública lo conocía mediante una nota de prensa. Todo ello sin que existiera todavía ...

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Hemos conocido el fallo de una sentencia que marcará época a través de un procedimiento tan inusual como inquietante: las partes lo supieron mediante una simple providencia al mismo tiempo que la opinión pública lo conocía mediante una nota de prensa. Todo ello sin que existiera todavía una fundamentación jurídica redactada. Quienes defendemos lo público sabemos bien que el orden importa. Una sentencia no es un eslogan: es un proceso lógico que parte de unos hechos probados, continúa con una motivación jurídica razonada y concluye en un fallo. Invertir ese orden —primero el fallo y después la explicación— transmite a la ciudadanía la sensación de que el resultado estaba decidido de antemano y que todo lo demás se construirá a posteriori. Esa percepción, en democracia, es devastadora.

En este caso quedan demasiadas preguntas abiertas. La fundamentación deberá aclarar por qué esta filtración concreta mereció un despliegue tan extraordinario, cuando hay centenares cada año sin consecuencias penales. También por qué la investigación se centró en una sola persona entre decenas —o incluso centenares— con acceso al correo, y por qué se descartaron testimonios de quienes reciben filtraciones de forma habitual mientras se reforzaban otros claramente interesados en el resultado político del juicio. Quizá haya que explicar por qué una nota informativa de la Fiscalía, inicialmente no considerada reprochable, pasó a entenderse como delictiva y, si era así, por qué no se advirtió desde el principio. Y sobre todo, por qué fueron necesarias medidas tan excepcionales —registros en sedes con información especialmente sensible y la intervención total de comunicaciones de una alta autoridad— para acabar discutiendo esencialmente el contenido de una nota destinada a desmentir una acusación gravísima y falsa. La desproporción entre el objeto del procedimiento y los medios empleados exige una explicación clara.

Todo esto sucede, además, en un contexto donde lo investigado por la justicia no es una anécdota tributaria, sino un entramado económico que involucra comisiones millonarias, contratos públicos sanitarios de enorme relevancia y vínculos directos con quienes ejercen un poder político determinante en la Comunidad de Madrid. Es decir: un asunto que afecta al interés general y que exige instituciones fuertes, no instituciones intimidables.

En este escenario, lo que está en juego va mucho más allá de un nombre propio. Lo que se dilucida es el derecho de la ciudadanía a conocer la verdad y el derecho a que la justicia no responda a insinuaciones, presiones o guiones políticos. Ese derecho a la verdad se entrelaza con otro pilar democrático: el derecho a la presunción de inocencia. Y ambos deben caminar juntos, porque un país que permite que se manipule la verdad termina permitiendo que se juzgue sin garantías.

Los estándares de un juicio justo parten de una premisa básica: cualquier persona acusada debe saber con claridad cuál es el hecho concreto por el que se le exige responsabilidad, ya sea la filtración de un correo o la redacción de una nota informativa. Sin esa delimitación precisa desde el inicio, no hay defensa posible ni verdadera igualdad en el proceso. Y cuando no existe prueba directa, la exigencia es mayor: los indicios solo pueden sostener una condena si se apoyan en hechos plenamente acreditados y las inferencias que se hacen a partir de ellos son coherentes, razonables y no arbitrarias. Si hay una explicación alternativa mínimamente plausible, debe prevalecer la duda. No es una cuestión de códigos ni de tecnicismos: es una exigencia democrática elemental. Nadie puede ser declarado culpable mientras la verdad siga siendo discutible.

No estamos ante un debate técnico reservado para juristas, sino ante la garantía democrática que protege a cualquier ciudadano de ser condenado sobre la base de suposiciones, hipótesis o percepciones subjetivas, aunque provengan de quienes ocupan altas responsabilidades institucionales. La justicia solo puede operar con una acusación clara —sin sorpresas sobre qué hecho concreto se imputa— y con una prueba válida, ya sea directa o indiciaria, que demuestre de forma concluyente quién hizo qué. Sin esa demostración, la condena se convierte en arbitrariedad, lo contrario del Estado social y democrático de derecho.

Y aún más cuando todo discurre en un clima de enorme tensión política: si el derecho no se aplica con un rigor extremo, la ciudadanía puede llegar a interpretar que el fallo responde a una lógica partidista y no a la aplicación imparcial de la ley. Esa percepción sería demoledora para la democracia, porque un poder judicial visto como actor político —y no como garante neutral de las reglas— deja de ser un pilar del sistema. Más aún si lo que se discutiera fuera una nota informativa de la Fiscalía que no habría revelado nada que no conocieran ya las redacciones de los principales medios del país.

Por eso este caso importa, más allá de la figura concreta implicada. Importa porque mide la fortaleza de nuestras instituciones, la calidad del debate público y la capacidad de nuestra justicia para actuar sin miedo y sin favoritismos. Importa porque señala si seguimos siendo un país donde la verdad se defiende y donde la inocencia no se derriba con sospechas. Importa porque, cuando quienes investigan a los poderosos acaban expuestos, señalados o debilitados, el mensaje que recibe la ciudadanía es que hay investigaciones que salen gratis y otras que salen muy caras. Y ese mensaje es incompatible con una democracia digna de ese nombre.

La democracia se sostiene con hechos probados, no con relatos; con pruebas, no con presiones; con motivaciones claras, no con fallos anticipados. Si la justicia quiere ser justicia —y no un instrumento más en el combate político— debe garantizarlo. Porque cuando el derecho retrocede, no avanza nadie: pierde el país entero.

La democracia no se protege sola. Se protege aplicando el derecho, no doblándolo.

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