La picaresca, una cuestión hereditaria
La vocación de hacer trampas en la sociedad se hereda igual que se recibe un piso, una fortuna o un apellido
Se habla mucho de cómo los jóvenes, en especial los varones, caen en brazos de la ultraderecha y mimetizan sus consignas contra el feminismo o los inmigrantes. Pero, aunque el auge es preocupante y la alerta sea necesaria, ni son mayoría ni todos los que son jalean en la universidad a Vito Quiles. El descontento es más complejo y quizás deberíamos plantearnos si car...
Se habla mucho de cómo los jóvenes, en especial los varones, caen en brazos de la ultraderecha y mimetizan sus consignas contra el feminismo o los inmigrantes. Pero, aunque el auge es preocupante y la alerta sea necesaria, ni son mayoría ni todos los que son jalean en la universidad a Vito Quiles. El descontento es más complejo y quizás deberíamos plantearnos si cargar las tintas sobre ese segmento demográfico no es una forma de retroalimentar su furia contra un sistema que, al igual que les sucede a parte de los votantes de Trump o de Milei, sienten no solo que los excluye, sino que de algún modo los desprecia. Si observamos por ejemplo sus posturas antiimpuestos, podemos comprobar que su libre albedrío es relativo. En un país que, desde que la madre del Lazarillo de Tormes decidiera arrimarse a los buenos, ha hecho de la picaresca una manera de vivir, no puede sorprender que un joven quiera ser como el influencer que muda el domicilio fiscal a Andorra. Ese muchacho ha visto antes cómo su padre o su jefe en un trabajo mal remunerado ha preferido cobrar o pagar en negro, les ha escuchado atribuirle al Gobierno un asfixiante afán recaudatorio y odio hacia el emprendedor o los autónomos.
La picaresca se hereda igual que se recibe un piso, una fortuna o un apellido. Desde el instituto, hay alumnos que presencian cómo sus padres reclaman un examen por defectos de forma, aun reconociendo que su hijo está merecidamente suspendido. Cuando en Andalucía se concedieron las primeras becas 6000, se detectaron casos en los que el dinero no iba destinado a sufragar los estudios de los hijos, sino a otros gastos familiares; incluso se dio el extremo de un alumno que dejó de ir a clase y, cuando le exigieron la devolución del importe, resultó que se había comprado un coche. No hace mucho, una compañera profesora de instituto me contó que había sorprendido a una alumna copiando, con un pinganillo minúsculo por debajo del pelo, y cuando le preguntó quién le dictaba las preguntas a distancia descubrió que era su madre.
Cualquiera que haya vivido en Andalucía o Extremadura sabrá de las irregularidades que se han producido siempre con el PER, el subsidio por desempleo agrario, cómo quien lo recibe no quiere ser dado de alta en la Seguridad Social por el trabajo que desempeña mientras sigue cobrándolo. No es cosa solo de tres o cuatro diablos. Muchos empresarios agrícolas que claman contra los impuestos y la supuesta “paguita” a los inmigrantes, los explotan ilegalmente en sus plantaciones y se quedarían sin mano de obra de triunfar los discursos que defienden, como está ocurriendo en Estados Unidos. Algunos dirán que si políticos como José Luis Ábalos se creen más listos que el resto, por qué no lo van a ser ellos, sobre todo si llegan a fin de mes con dificultades. Porque no solo está la madre que roba delante del hijo haciéndole creer que se trata de un juego divertido, sino también el informático que pirateaba Canal+, la profesora de literatura que se descarga todas las novelas gratis de internet o el médico de prestigio que, trabajando por la mañana para el servicio público de salud, cobra por las tardes en su consulta privada solo en efectivo. ¿Qué diferencia hay entre los jóvenes tiburones que invierten en criptomonedas y aquellos estudiantes de empresariales de los noventa que idolatraban a Mario Conde?
Recuerdo quedarme admirado, las primeras veces que salí al extranjero, por el civismo de dejar bicicletas en la calle sin atar, las cajas abiertas de los periódicos, las sillas públicas de un parque que en España, pensaba por entonces, no durarían ni un día.
Pero quizás no se trate de incidir en diferencias presuntamente nacionales: véase la picaresca italiana, o el tango Cambalache. Quizás tenga más que ver con el egoísmo humano, con la educación y la decencia requeridas a la hora de inhibir los instintos más brutales. Y eso no es exclusivo de los hombres jóvenes de clase humilde que, lleven o no razón, se sienten discriminados, perdedores y deprimidos; al margen del tablero. En estos casos, no están queriendo matar al padre, sino que son un reflejo extremado de sus mayores: sobre todo, de quienes más hacen dejadez de funciones. Hablarles desde el púlpito del profesor, o los fact-checkings de los medios serios, tal vez solo contribuya a agrandar su herida. Y tampoco vale la condescendencia. Máriam Martínez-Bascuñán lo explica en El fin del mundo común. Aludiendo al recelo que tenía Hannah Arendt hacia los intelectuales, propone, para salir de la desconfianza respecto a la autoridad del conocimiento en el desorden cognitivo tan generalizado hoy, la humildad del diálogo y la escucha de las opiniones diversas: no aplastar desde arriba con la verdad de los expertos. En caso contrario, podríamos incurrir en el error, a medio camino entre la ceguera y la arrogancia, que cometió la defensa de la candidatura de Kamala Harris.