Los muertos mandan
Quienes lloran a los fallecidos en la dana no descansarán mientras no termine el engaño. Mientras la verdad no traiga algo de paz a la tierra del corazón
Lo encontraron entre cañas y barro, por si hacía falta más relato. Un cuerpo. Solo eso. Un cuerpo desnudo. Un cadáver momificado entre el cauce del río Túria y la acequia del Faitanar. Sin embargo, no es solo un cuerpo. Es Javi. Y eso es lo que nos pasa.
Llevaba desaparecido casi un año, cuando las aguas de la dana se lo tragaron a él y a su hija Susana, una chica de 30 años con síndrome de Down. El cadáver de la joven apareció dos días después en una playa de Sueca. El río y la corriente marina la habían arrastrado 75 kilómetros desde la casa de Pedralba. De allí desaparecieron aquell...
1. Javi
Lo encontraron entre cañas y barro, por si hacía falta más relato. Un cuerpo. Solo eso. Un cuerpo desnudo. Un cadáver momificado entre el cauce del río Túria y la acequia del Faitanar. Sin embargo, no es solo un cuerpo. Es Javi. Y eso es lo que nos pasa.
Llevaba desaparecido casi un año, cuando las aguas de la dana se lo tragaron a él y a su hija Susana, una chica de 30 años con síndrome de Down. El cadáver de la joven apareció dos días después en una playa de Sueca. El río y la corriente marina la habían arrastrado 75 kilómetros desde la casa de Pedralba. De allí desaparecieron aquella tarde infinita que se empeña en no morir. Una tarde cuyo cerco de sangre y lodo ensombrece el ánimo de un pueblo herido y traumatizado. Un pueblo instalado en la paranoia del miedo. Un pueblo que ya no sabe oír llover.
Casi un año después ha aparecido el cuerpo de Javi a 31 kilómetros de casa. Parece una botella con mensaje que el destino embravecido arrojó al mar aquel 29 de octubre y que ahora es devuelta por el oleaje tranquilo del recuerdo.
Dijo Paul Celan que el poema es una botella con mensaje lanzada al mar con una esperanza: que alcance la tierra en algún lugar y algún momento, tal vez la tierra del corazón.
A veces, entre tanto ruido, entre tanta dispersión del foco, es fácil perder la perspectiva. Pero en esas aparece un cuerpo. Un cuerpo bien conservado por el efecto de la arcilla húmeda que lo envolvía como sudario cruel y compasivo a la vez.
¿Qué dice esa botella humana?
Miro sus fotos y me lo pregunto. Javi tiene cara de buena persona. La sonrisa ancha sin despegar los labios, la mirada cruzada por un rayo de melancolía, el cariño evidente —cabeza con cabeza— hacia su hija Susana.
Pienso qué habrá pasado con él todo este tiempo. A solas allá, bajo el lodo, durante 356 días con sus rumorosas noches. Ocho mil horas percutidas sobre su cuerpo embarrado, repicando en el corazón de su esposa Susana. Ella sobrevivió porque aquel día trabajaba en València y no se quedó en Pedralba. Perdió a su hija. Perdió a su marido. Se perdió ella.
El cuerpo de Javi es un mensaje. ¿Pero qué dice?
Que los muertos mandan.
Que por mucho que alguien lo intente y se deje el alma en ese vano intento, los muertos no se van.
Los muertos —Ramón, Isabel, Chechu, Rafael, 229 muertos y tantos otros muertos en vida que no han parado de llorarlos— no se han ido.
Eso es lo que nos pasa. Que aquí los muertos mandan. Y así será hasta que termine el engaño. Hasta que la verdad traiga algo de paz a la tierra del corazón.
2. Interludio
Que te diga lo que siento es imposible: a mí la herida todavía me lo impide, me dice. Aún no he podido asimilar lo que ha pasado, cómo nos ha cambiado la vida. Igual ha de pasar más tiempo; tal vez el tiempo que nos quede sea el proyecto de intentarlo. De encapsular el agujero negro. Pero por ahora es imposible, me insiste. Solo hay flashes. Recuerdo el primer instinto al llegar a casa entre sirenas, barricadas de coches, los abrazos nerviosos porque estábamos todos bien, las miradas perdidas que se iban a perder mucho más en los siguientes días. Recuerdo, me sigue diciendo, que lo primero que hice fue rescatar las viejas fotos familiares. Una a una. Como si mis manos hundidas en dos palmos de barro pudieran controlar la magnitud colosal de lo ocurrido. Un gesto absurdo, lo sé, porque no había tiempo para detenerse en aquel trabajo de orfebre. Pero quiero pensar que era un gesto necesario a la vez. Sospecho que la reconstrucción necesita del cuidado y la paciencia de quitar el barro de una fotografía y dejarla secar al sol. Así lo hice yo para empezar a recomponerme. Porque hace un año todo se rompió. Fuimos engullidos por el barro. Todas las casas de mi familia se llenaron de barro. Nuestros campos. Mi escuela. Mi instituto. El nicho de mis abuelos. No hubo memoria que no tocara el barro. También la mía. Ese olor. El olor pútrido del barro que desde hace un año me tiene cabreado, agradecido, triste, orgulloso, agotado y más fuerte que nunca, depende del día y del momento. A veces lo siento todo a la vez, como una espiral descontrolada. Porque te lo vuelvo a decir: aún no he podido asimilarlo. Pero una cosa sí que he aprendido: reconstruir exige silencio. Mi padre, que era llaurador y había sufrido tres riadas, nos enseñó la calma y la terquedad necesarias para volver a labrar la tierra inundada. En las fotos sigue él. Al menos eso no lo hemos perdido.
3. ‘Maglia nera’
Pepe Polseguera no tiene prisa. Eso decía Carmen Martín Gaite, que vivir es no tener prisa, prestar oído a las cuitas ajenas, no decir mentiras, compartir con los vivos un trozo de pan, acordarse con orgullo de la lección de los muertos y no permitir que nos humillen. Todo eso rezuma su conversación.
El reloj avanza, pero solo me fijo yo. Él va contando. Que su padre corría en bicicleta al lado de Bernardo Ruiz y Miguel Poblet, podio en París y maillot amarillo del Tour. Que su afición le venía de la guerra, cuando lo enrolaron en un batallón ciclista del bando republicano y arriesgaba la vida portando partes entre francotiradores. Que por eso él, su hijo, empezó muy pronto a correr en bicicleta. Que tenía mucha voluntad pero poca fuerza. Y que por eso lo llamaban Polseguera: porque llegaba siempre el último de las carreras tras la polvareda del pelotón. La maglia nera. Ahí aprendió lo que enseña ser el último: a sufrir sin rendirse; a no entregarse hasta reventar.
Eso ha hecho tras la dana.
Aquella tarde se salvó de milagro. Estaba trabajando en su taller de bicicletas de Catarroja, ofuscado en una bici clásica a la que le ajustaba los cambios, cuando de repente oyó gritos en la calle. Enseguida un hombre golpeó a su puerta y lo sacó. El agua crecía. Pudo refugiarse en una droguería cuando la marea superaba su cintura, y se puso a salvo cuando el agua ya le rozaba la barbilla. A la mañana siguiente acudió a su taller. Pepe tenía 82 años. Su ilusión era llegar a los 85 trabajando, como había hecho su padre. Pero el taller, el que su padre abrió allí en 1966, estaba destrozado.
Los sillines de piel Brooks. Los primeros neumáticos plegables de Michelin. Las reliquias de Campagnolo. Toda la historia del taller, perdida. Pensó que todo había acabado. Fin de la etapa. Sin embargo, le ayudaron los voluntarios. Su familia lo apoyó. Y aunque lo lógico era retirarse, Polseguera no se retira jamás. Solo una vez dudó. Al morir su padre estuvo nueve años sin coger la bicicleta. Pero un día su cuerpo le dijo basta. Y se echó a la carretera. Aún lo hace cada domingo con su hija Ana. Sesenta kilómetros encorvado encima de su Cannondale azul a los 83 años. Su taller, Ciclos Vicent, reabrió en mayo, moderno y reluciente. Ahí está su vida.
Este verano le encontraron un tumor maligno y le han quitado parte de un pulmón. Ahora pedalea en casa, sobre el rodillo, una media hora. No más. Está de baja. Solo espera a que llegue el día 10 y las pruebas médicas le confirmen que está limpio. Que puede volver al taller y también seguir pedaleando. Porque haya polvo delante o barro detrás, me dice Pepe, siempre hay que continuar. Quizá la vida ya nunca vuelva a ser igual. Eso son los golpes que da la vida: los heraldos negros de César Vallejo. Pero no podemos parar, me dice Polseguera. Hay que pedalear.