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Aprender a hacerse niño

Algún día mis hijos dejarán de mencionar quién les ha enseñado a hacer lo que hacen. Ojalá recuerden todo lo que deben a los demás

Como a todos los niños de tres y cuatro años, a mis hijos les encanta hacer las cosas solos. Disfrutan de enjabonarse ellos solos en la ducha, de volcar sin ayuda el yogur en el bol por las mañanas y de intentar cortar con su cuchillo de punta roma la tortilla por las noches. Su voluntad de autonomía es a veces problemática, como cuando intentan limpiarse por sí solos d...

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Como a todos los niños de tres y cuatro años, a mis hijos les encanta hacer las cosas solos. Disfrutan de enjabonarse ellos solos en la ducha, de volcar sin ayuda el yogur en el bol por las mañanas y de intentar cortar con su cuchillo de punta roma la tortilla por las noches. Su voluntad de autonomía es a veces problemática, como cuando intentan limpiarse por sí solos después de ir al baño, pero el pellizquito de satisfacción que sienten después bien merece el desastre.

El orgullo de mis hijos por saber dibujar un perro o por escribir sin ayuda alguna palabra solo es comparable al del hombre cuando pisó la Luna. No por su intensidad y porque sea contagioso —que también—, sino porque, como cuando Armstrong plantó la bandera americana sobre la superficie lunar, ellos también son conscientes de que han llegado hasta allí gracias a la ayuda de otros. Por eso, cuando se jactan de sus logros, de saber subirse la cremallera, de hacerle pestañas y cejas a los monigotes o de conocer el significado de una nueva palabra, siempre mencionan a quienes les han ayudado a conseguirlo. Al podio no solo suben ellos, sino que llevan de la mano a su seño Nerea, a su padre o a sus abuelos, a quienes acreditan debidamente como coautores de sus logros cotidianos.

Algún día, más pronto que tarde, mis hijos dejarán de mencionar quién les ha enseñado a hacer lo que hacen, quién ha influido en ellos para que sepan tal o cual cosa, quienes han estado detrás de sus éxitos. Dejarán de acompañar el “mira, mamá, sé dibujar un vampiro” de “me ha enseñado a hacerlo papá” y empezarán a sentir orgullo sin humildad, a mirarse el ombligo sin reparar en que si está ahí es porque antes hubo otro, y antes otro, y antes otro. Lo harán porque supongo que es necesario, porque crecer es dejar de sentirse un collage de aquello que te rodea, pero también porque se harán adultos en una sociedad que les dirá que son lienzos en blanco, en un mundo que ha cambiado a los maestros por emprendedores que venden chatarra filosófica en TikTok, en un tiempo que ha negado la posibilidad de que exista un Pintor y en el que el arquetipo del éxito es un oxímoron: el del hombre hecho a sí mismo.

Ojalá sean impermeables a toda esa propaganda. Ojalá sigan diciendo quién les ha enseñado a hacer qué hasta el fin de sus días o, al menos, que lo agradezcan para sus adentros. Pero si no es así, ojalá se descubran una noche haciendo arroz a la cubana en una sartén en lugar de en una olla y reparen en que lo hacen de ese modo porque así lo aprendieron de un compañero de piso o de una exnovia. Ojalá se den cuenta de que la manera en la que cambian la ese por la jota a veces es la de sus abuelos. Ojalá nunca le digan a nadie que ellos empezaron “desde cero”, “en un garaje”. Ojalá se miren al espejo y vean los retales de los que están hechos, ojalá se pregunten qué tienen que no les haya sido dado. Y, sobre todo, ojalá sepan responderse sin soberbia.

“Todo cuanto en mí es valioso procede sin excepción de más allá de mí, y viene, no como don, sino como préstamo que debe ser renovado sin cesar”, escribió Simone Weil. Es justo eso lo que late cuando mi hijo pequeño, que mañana cumple tres añitos, me demuestra orgulloso que ya sabe abrocharse bien el velcro de las deportivas, y añade, más orgulloso aún, que se lo ha enseñado su seño Pilar. No sé qué pedirá cuando sople las velas, pero yo sí sé qué pediré para él. Que en 20 o 30 años, su regalo sea el que recibió Weil: aprender a hacerse niño.

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