“No Kings” y la esperanza de una reacción a Trump
Es necesario apoyar desde todos los ámbitos las protestas masivas contra la regresión democrática en Estados Unidos
El sábado 18 de octubre, unos siete millones de estadounidenses salieron a las calles para rechazar lo que perciben como el desmantelamiento de la democracia norteamericana por parte de la administ...
El sábado 18 de octubre, unos siete millones de estadounidenses salieron a las calles para rechazar lo que perciben como el desmantelamiento de la democracia norteamericana por parte de la administración de Trump. Las protestas bajo el lema “No Kings” —pacíficas, plurales, decididamente cívicas— se han convertido en la mayor manifestación pública en la historia de EE UU. El ambiente en las marchas fue abrumadoramente alegre y pacífico: los manifestantes portaban pancartas en defensa de los principios estadounidenses de democracia, libertad de expresión, igualdad y Estado de derecho. Y hubo una sorprendente ausencia de violencia: en varias ciudades importantes, incluida Nueva York, la policía local informó de cero detenidos vinculados a las manifestaciones.
En cualquier democracia que funcione, el hecho de que millones de ciudadanos se reúnan para reafirmar el Estado de derecho sería motivo de reflexión, celebración e incluso orgullo.
En lugar de ello, el presidente respondió con un video generado por IA donde él aparece en un avión caza, con las palabras “KING TRUMP” grabadas en su costado, sobrevolando a las multitudes y arrojando excrementos desde el cielo. El simbolismo apenas requiere interpretación. Es un retrato de absoluto desprecio: un presidente que literalmente defeca sobre su pueblo.
Esta acción es corrosiva no solo por su indecencia grotesca, sino además por su completa inversión de la rendición de cuentas política y de los valores democráticos. La imagen de Trump arrojando desechos sobre los manifestantes está pensada para resultar transgresora, divertida, incluso liberadora para su base. Pero en la práctica ejecuta la aniquilación del contrato democrático: la idea de que un presidente sirve al pueblo, y no al revés. En la política democrática, el poder fluye hacia arriba —de los ciudadanos a sus representantes—. En la autocracia, fluye hacia abajo, como los excrementos en la fantasía de Trump. La geometría moral del meme no podría ser más clara.
Trump y sus colaboradores solían dedicar una retórica formal a los principios democráticos, al mismo tiempo que los socavaban de forma furtiva. Por ejemplo, al promover agresivamente la falsa afirmación de que la elección de 2020 fue “robada”, al menos pretendían preocuparse por elecciones libres y justas. Pero esa pretensión de cuidarse de la democracia está decayendo cada vez más.
Varios videos oficiales emitidos por la administración respondieron a las protestas con un mensaje directo: “Yes, We Want Kings”. Es una admisión desnuda de la intención antidemocrática del Gobierno. Bajo la dirección de Trump, el movimiento MAGA se aleja cada vez más incluso de la apariencia de mantener la política democrática —como espacio de debate y persuasión entre partidos opuestos— y deslegitima la noción misma de oposición política.
La puesta en escena digital de Trump aplica precisamente esta lógica: transforma a millones de ciudadanos comunes en enemigos del Estado y celebra su humillación. La retórica oficial en torno a las protestas hace lo mismo: esos millones de personas en las calles son presentados como “terroristas” que “odian a Estados Unidos”, según el relato de Trump.
Por supuesto, la democracia liberal depende de la convicción opuesta: quienes discrepan de nosotros no son enemigos a destruir, sino ciudadanos que debemos persuadir, retar y, sobre todo, respetar. Su promesa fundacional no es la unanimidad, sino la coexistencia. Ese ideal es frágil. Requiere reconocimiento mutuo, la creencia de que, por errados o tontos que nos parezcan nuestros oponentes, su dignidad como ciudadanos es igual a la nuestra. Cuando un presidente trata a los disidentes como alimañas, mentirosos o —como ahora— como desechos, no solo los degrada a ellos. Degrada el cargo que ocupa y el mundo compartido de significado que hace posible la autogobernanza democrática.
Mientras tanto, los gobiernos extranjeros —temerosos de provocar la ira volátil de Trump, mediante nuevas tarifas o represalias diplomáticas— han optado en gran medida por el silencio y actúan como si nada de esto estuviese sucediendo. Eso es precisamente lo que busca Trump, al hacer cada vez más claras las consecuencias de hablar.
Trump anunció aranceles masivos y la suspensión de subvenciones estadounidenses a Colombia luego de que el presidente Gustavo Petro condenara un bombardeo de EE UU que mató a un pescador colombiano, Alejandro Carranza, en aguas territoriales. Carranza estaba en una pequeña embarcación a la deriva con la señal de socorro activada cuando fue alcanzado. Petro calificó el hecho de “asesinato” y exigió explicaciones a Washington. La respuesta de Trump fue tildar a Petro de “narcotraficante ilegal” y amenazar con arruinar la economía del país.
El mensaje para los líderes del mundo es claro: quienes cuestionen o denuncien abusos de EE UU serán castigados.
Y sin embargo, nada impide que ciudadanos de otras democracias reconozcan —y celebren— a los millones de estadounidenses que inundaron las calles exigiendo la restauración del Estado de derecho. Aunque los gobiernos permanezcan constreñidos por el miedo o el cálculo, la solidaridad entre personas no tiene por qué estarlo.
No sabemos aún cuánto efecto tendrán las protestas “No Kings” frente a una Administración decidida a desmantelar la democracia. Pero sí sabemos algo: el silencio cómplice —usualmente nacido del miedo— es la base del autoritarismo.
Con algo de esperanza, el movimiento “No Kings” seguirá creciendo hasta convertirse en algo amplio y plural —no solo un grito de la izquierda, sino una declaración cívica de todos los que creen que la democracia estadounidense, imperfecta como es, aún merece ser defendida.