El lunes por la noche seguí desde el móvil tres directos que me interesaron más que cualquier programa de televisión. Rosalía había anunciado que pasaría algo en TikTok a las 20:45 y allí estaba yo, puntual, esperando una presentación cuidada como la de su anterior disco, pero eso fue lo único que no ocurrió. Apareció en un apartamento diáfano, rodeada de gente grabándola y maquillándola, peinándola con un halo angelical, vistiéndola de blanco, calzándola con unas bailarinas rojas. Había cigarros, mesas desordenadas y un ordenador con una cuenta atrás. Nos vamos a Callao, dijeron, y cientos de...
El lunes por la noche seguí desde el móvil tres directos que me interesaron más que cualquier programa de televisión. Rosalía había anunciado que pasaría algo en TikTok a las 20:45 y allí estaba yo, puntual, esperando una presentación cuidada como la de su anterior disco, pero eso fue lo único que no ocurrió. Apareció en un apartamento diáfano, rodeada de gente grabándola y maquillándola, peinándola con un halo angelical, vistiéndola de blanco, calzándola con unas bailarinas rojas. Había cigarros, mesas desordenadas y un ordenador con una cuenta atrás. Nos vamos a Callao, dijeron, y cientos de personas más jóvenes y menos perezosas que yo se levantaron del sofá y se acercaron al centro de Madrid a esperarla, colapsándolo. Desde que se encendió la luz roja todo salió mal: el formato horizontal era incómodo para los espectadores, que enviaron tantos regalos virtuales que taparon con ellos la cara de Rosalía. En pleno directo, la artista se entera de que se ha filtrado la portada de su nueva obra, Lux, justo lo que quería anunciar. Se empeña en conducir, pero va fumando en un deportivo potentísimo que no conoce con el volante a la derecha. Su hermana Pili está espantada y TikTok, que corta la emisión, también. Me paso a Instagram, donde la vemos soltando el volante para palmear, hablar con otros conductores y saludar a peatones que no dan crédito a lo que ven. La batería del altavoz inalámbrico se acaba. Llegan tarde, con Callao lleno de pantallas con la cuenta atrás. Hay demasiada gente y nadie ha coordinado la seguridad con el Ayuntamiento. Rosalía deja el coche en doble fila y echa a correr. Se le sale esa zapatilla roja que alguien dijo que no se le iba a salir. Cientos de fans la siguen a la carrera. Entra en un hotel. El temporizador llega a cero y los luminosos enseñan la portada. Sigo atenta desde una tercera cuenta, la de la periodista Marina Enrich, que cubre en vivo la inquietud de los fans que se quedan esperando algo más que nunca ocurre.
Lo fascinante es que el desastre comunicativo funcionó. En esta época de imágenes hiperprofesionalizadas, el caos del directo es más vivo que cualquier grabación. Como dijo Gonza Gallego en X, “lo de Rosalía en Callao ha estado cerca de ser una pseudoaparición mariana moderna; todos sabíamos el lugar de su aparición pero solo unos pocos la han podido ver. El resto, como pasa en el catolicismo, nos hemos quedado venerando una imagen”. Las fotografías son icónicas: la estampa de esa Rosalía al volante es la de una estrella, y las imágenes donde corre libre por la Gran Vía, vestida de blanco y perseguida por decenas de personas mientras pierde la zapatilla roja, parecen sacadas de un cuento. En el arte, un proceso perfecto no garantiza un buen resultado; igual que tampoco el caos genera necesariamente obras maestras. Enrich me recuerda que la cantante es una gran defensora de pasar vergüenza (es decir, de saber perder el control) para conseguir resultados. “La gente que llega a conseguir lo que quiere, sea cual sea la meta, da cringe. No tengo miedo al cringe, yo puedo dar cringe todo el día porque no paro de hacer cosas”, dijo en un podcast. En su newsletter escribió el mes pasado que solo al final del proceso creativo, después de vomitar el material, persistir en él y pulirlo, sabes qué estás haciendo. Y que entonces llega la hora de soltar y saltar. Espero que en la temeraria noche de Callao, aunque Rosalía no supiera bien cómo lo estaba haciendo, sí supiera lo que hacía.