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La cruzada contra la universidad

Pensadores como Rawls, Sandel o Dworkin, hoy no pasarían ni el test más básico de los odiadores de lo ‘woke’, esos narcisistas meritocráticos que defienden el privilegio disfrazado de eficiencia

Abundan los predicadores con bata de notario, esos que se visten con los ropajes de escépticos desapasionados para esconder su cinismo moralizante. Se han lanzado a justificar el ataque de Donald Trump a las universidades diciendo que es una respuesta legítima a los excesos woke y sus programas de acceso a la universidad. No saben cómo disimular que, en el fondo, están bastante cómodos con su c...

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Abundan los predicadores con bata de notario, esos que se visten con los ropajes de escépticos desapasionados para esconder su cinismo moralizante. Se han lanzado a justificar el ataque de Donald Trump a las universidades diciendo que es una respuesta legítima a los excesos woke y sus programas de acceso a la universidad. No saben cómo disimular que, en el fondo, están bastante cómodos con su cruzada moral. Sueltan eso de que “No hay mérito en ser listo, pero hay que premiar a los listos. Así funcionan las cosas”, un discurso tan vacío y hueco como sus propias conciencias. Y lo mejor de todo es que se creen por encima del bien y del mal. Lo problemático, claro, no es que tengan una postura moral ―todos la tenemos― sino que la vistan de simple sentido común en lugar de afirmar abiertamente sus valores.

Es genial que Mbappé juegue al fútbol de forma que hace parecer que el balón tiene miedo de salir de su pie: es parte de la lotería genética. Pero es falso que su éxito sea un reconocimiento a su virtud. Es el resultado de vivir en una sociedad que ha decidido coronar a quienes saben generar dinero haciendo piruetas con un balón. No hay merecimiento moral alguno en el hecho de vivir en un lugar que recompensa mis puntos fuertes. El argumento no es mío, es de pensadores como Rawls, Sandel o Dworkin, que hoy no pasarían ni el test más básico de los odiadores de lo woke, esos narcisistas meritocráticos que defienden el privilegio disfrazado de eficiencia, una moral que, por cierto, comparten con Trump. Por eso les gusta, aunque disimulen. Pero esos filósofos raros que se atrevieron a pensar en la justicia de manera más compleja nos recuerdan que no solo se trata de premiar a los “más dotados”. La admisión universitaria no es un trofeo para los que “trabajaron más duro” o “los más capaces” sino un mecanismo que debería reflejar la indispensable misión social que la universidad ha decidido abrazar. Lo justo no es dar plazas a quienes tienen “más mérito” en un sistema que ya está sesgado desde el principio; lo justo es crear un sistema que cumpla una función social, aunque eso signifique molestar a los que creen que el mérito es tan absoluto como el oro.

Lo más enternecedor es todo este juego de distracciones. Que si el debate es entre meritocracia e identidad, que si la izquierda woke se ha cargado la universidad, que si a la antigua rectora de Harvard la defenestraron por un plagio… “Los profesores son el enemigo”, dijo J.D. Vance, el equivalente republicano de nuestro “muera la inteligencia” y que soltó como si fuera una declaración valiente y no el último detritus de un resentimiento mal digerido. En una irónica vuelta del destino, Harvard es hoy el centro de la resistencia contra lo que realmente está pasando. Christopher Rufo, ariete de la embestida reaccionaria, al menos lo describe como lo que es: un estrangulamiento calculado para arrojar a las universidades al abismo del “terror existencial”. Porque es el miedo el que hace que, sin necesidad de coerción directa, las personas nos autocensuremos, anticipando lo que el poder espera de nosotros. Es lo que está haciendo Trump: crear un clima de intimidación generalizada que Harvard se resiste a aceptar. Eso sí es valiente y meritorio. Deberíamos tomar nota aquí en Madrid donde, bajo el subterfugio de la manoseada libertad, avanza la cruzada contra nuestras universidades.

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