Para contar un continente
‘TintaLibre’ recoge las reflexiones de Martín Caparrós, quien defiende que el periodismo en América Latina enfrenta grandes desafíos, pero sigue siendo una herramienta esencial para la verdad y la información
Este artículo forma parte de la revista ‘TintaLibre’ de marzo. Los lectores que deseen suscribirse a EL PAÍS conjuntamente con ‘TintaLibre’ pueden hacerlo a través de este enlace. Los ya suscriptoras deben consultar la oferta en suscripciones@elpais.es o 914 400 135.
Nos importan las palabras, nos definen: vivimos de las palabras, para las palabras, intentamos entenderlas y que nos engañen lo menos posible; creer que las usamos. Pero hablar de periodismo en América Latina supone hundirse en dos palabras sobre cuyo significado podríamos discutir horas y horas: periodismo y América Latina.
Para empezar, América Latina. Que es, en casi todos los sentidos, una suma de realidades seriamente distintas con las semejanzas suficientes como para que, cuando hablamos de ella, le encontremos ciertos rasgos comunes: un pasado común, una lengua común, muchas materias primas que se exportan, el hartazgo de cientos de millones.
Y están, faltaba más, las brutas diferencias. En este momento se podrían definir –groseramente– en la región tres clases de países: los que sostienen grandes empresas de narcotraficantes, los que se someten a dictaduras, los que no sufren ni una desgracia ni la otra –o no del todo. Así, vemos que el año pasado en los dos países más narcos hubo periodistas asesinados por su profesión: cinco en México, dos en Colombia –y, grasiadió, ninguno en los demás. En cambio las dictaduras encarcelan: en Venezuela, Cuba y Nicaragua hay periodistas presos, en Guatemala José Rubén Zamora lleva tres años entre el penal y el arresto en su casa, y en El Salvador el ejercicio se ha vuelto muy difícil; en esos países cientos de periodistas tuvieron que exiliarse para seguir trabajando o, más simplemente, para seguir. Pero, al mismo tiempo, en Uruguay o Chile o Costa Rica o Paraguay o incluso la Argentina los insultos y maltratos que reciben los periodistas no son muy distintos de los que aguantan en España.
A los ñamericanos –como a todos– nos gusta sentirnos más algo: más bárbaros, más valientes, más víctimas. Yo no creo que seamos muy distintos del resto del mundo. En nueve de cada diez países –para ser optimistas–, los periodistas trabajan contra dificultades; son manejados, coartados, obligados a escribir tonterías –o simplemente no consiguen ejercer su profesión y deben resignarse a otras.
Pero nadie duda de que, en la mayoría de nuestros territorios, es habitual que los narcos y demás empresarios se compren a los políticos y demás poderosos que necesitan para ejercer sus negocios sin interferencias. Las interferencias, cuando las hay, suelen venir de ciertos periodistas.
Cuando miramos qué periodistas son asesinados, cuáles se exilian, cuáles deben callarse, vemos enseguida que no suelen ser –con escasas y brillantes excepciones– empleados de la gran prensa de sus países sino editores y reporteros de pequeños medios locales o regionales decididos a rechazar los sobornos o las amenazas de aquellos empresarios, y hacer su trabajo de verdad. Por hacerlo suelen cobrar poco y, a veces, pagan demasiado. Quizás esto podría encabezar una definición brutal del periodismo: un oficio donde los buenos cobran poco y pagan demasiado.
Subrayo: ciertos periodistas. Lo cual nos lleva a discutir el sentido de la otra palabra: periodismo. Cuando miramos qué periodistas son asesinados, cuáles se exilian, cuáles deben callarse, vemos enseguida que no suelen ser –con escasas y brillantes excepciones– empleados de la gran prensa de sus países sino editores y reporteros de pequeños medios locales o regionales decididos a rechazar los sobornos o las amenazas de aquellos empresarios, y hacer su trabajo de verdad. Por hacerlo suelen cobrar poco y, a veces, pagan demasiado. Quizás esto podría encabezar una definición brutal del periodismo: un oficio donde los buenos cobran poco y pagan demasiado.
(Y por no tener ni siquiera tenemos, como los españoles, una falsa edad de oro que extrañar: siempre nos hemos buscado la vida a trompicones, siempre hemos ganado más o menos mal, los patrones siempre nos putearon.)
Cuando los periodistas hablamos de periodismo no se sabe muy bien de qué hablamos. Discutimos alguito sobre nuestras prácticas, nuestras técnicas, nuestras estéticas –y una ristra de esdrújulas más. Pero nadie imagina a un congreso de cirujanos debatiendo los efectos sociales de sus amputaciones, ni a uno de ingenieros discutiendo la densidad de la circulación sobre sus puentes. En cambio nosotros, cuando hablamos de periodismo, hablamos mucho de lo que sucede con eso que hacemos, cómo se vende y compra, quién lo recibe, quién lo rechaza, para qué mierda sirve. Hablamos de los lectores, el mercado, la difusión, la libertad, la democracia, los clics y otras pamplinas semejantes.
Antes que nada hay que asumir que el mejor periodismo ya no suele hacerse en los grandes periódicos –o los grandes medios en general– porque habitualmente esos gigantes cojos cargan con demasiados compromisos. Casi todos –y digo casi para crear suspenso– los medios tradicionales de Latinoamérica tienen problemas o intereses económicos que los someten al poder de gobiernos o bancos o gobiernos y bancos, que limitan y delimitan sus posibilidades de hacer periodismo en serio. Por eso lo mejor del buen periodismo ahora se publica en los más nuevos, los más chicos.
Antes que nada hay que asumir que el mejor periodismo ya no suele hacerse en los grandes periódicos –o los grandes medios en general– porque habitualmente esos gigantes cojos cargan con demasiados compromisos. Casi todos –y digo casi para crear suspenso– los medios tradicionales de Latinoamérica tienen problemas o intereses económicos que los someten al poder de gobiernos o bancos o gobiernos y bancos, que limitan y delimitan sus posibilidades de hacer periodismo en serio. Por eso lo mejor del buen periodismo ahora se publica en los más nuevos, los más chicos
Esos medios pequeños, lo sabemos, son casi siempre digitales, son siempre un poco marginales, suelen ser críticos y dependen mucho del esfuerzo de unos pocos. No se formaron con intenciones lucrativas –al contrario, buscar dinero para sobrevivir es una de sus tareas centrales–, sino por esa necesidad que algunos hombres y mujeres sienten de contar algo más parecido a la verdad. Y, en general, funcionan a fuerza de vocación, optimismo y subvenciones internacionales.
Las subvenciones a veces son usadas para descalificarlos: yo nunca entendí por qué sería mejor recibir dinero de una publicidad de Ford que de la Ford Foundation o de un anuncio del Bank of América que de –¿la difunta?– USAID o todas esas organizaciones de distintos lugares y orígenes que apoyan estas iniciativas. (Ahora parece que el señor Trump descubrió que la suya no favorecía ni a ricos ni a votantes y decidió que no le servía para nada.) Además, muchos de estos medios intentan –y unos pocos consiguen– vivir de sus lectores/suscriptores.
El tema de la vocación, en cambio, es central. Vocación suena ñoño. Pero, en un momento en que las inquietudes políticas no encuentran demasiadas salidas, el periodismo se presenta como una de ellas. Para muchos de estos periodistas verdaderos el periodismo no es un trabajo sino –esa palabra tan desprestigiada– una militancia. Buena parte de su faena consiste en encontrar las maneras de poder hacerla: vocación, decíamos, el deseo tan insistente de hacer algo que te lleva a hacer muchas cosas para hacer ese algo. Pero, por eso mismo –por el esfuerzo que les cuesta–, quieren hacer un periodismo que valga la pena, que los haga sentir que lo están haciendo en serio. Vocación es interés, esfuerzo, generosidad. Vocación es trabajar sin calcular las eventuales recompensas. Vocación es el privilegio de saber lo que uno quiere –y hacerlo todo para hacerlo.
Para muchos de estos periodistas verdaderos el periodismo no es un trabajo sino –esa palabra tan desprestigiada– una militancia. Buena parte de su faena consiste en encontrar las maneras de poder hacerla: vocación, decíamos, el deseo tan insistente de hacer algo que te lleva a hacer muchas cosas para hacer ese algo. Pero, por eso mismo –por el esfuerzo que les cuesta–, quieren hacer un periodismo que valga la pena, que los haga sentir que lo están haciendo en serio. Vocación es interés, esfuerzo, generosidad
Y ahí entra a tallar el optimismo. En un mundo donde tantos hablan de desazón y crisis, estos medios pequeños e independientes –”el Hormiguero”, los llamó Germán Rey en un informe para la Fundación Gabo que estudiaba unos dos mil en toda la región– se desviven por hacer su trabajo lo mejor que pueden: por hacer, en todo caso, el mejor periodismo posible. Un fenómeno curioso: durante años nuestra Fundación solía entregar sus premios a autores individuales; cada vez más los ganadores son equipos –armados por estos medios nuevos. Este oficio de lobos solitarios se está convirtiendo, por los cambios técnicos y las amalgamas culturales y las estrecheces económicas, en tarea colectiva.
Y eso es lo que importa: no el peligro o la sangre o el supuesto heroísmo; el heroísmo real de hacer lo que uno cree que debe.
Pero también es cierto que nos gusta relatar la violencia. Es más impactante y, quizá, más fácil. Suponemos que contarla nos vuelve mejores periodistas: que atrevernos a hacerlo es una cima de esta profesión. Yo no estoy seguro. La violencia es terrible y elocuente, pero contarla también es una solución probada: narrar algo tremendo está, de algún modo, legitimado de antemano –pero también está, del mismo modo, contado de antemano. No decimos nada nuevo: reafirmamos lo que supuestamente se sabe y se espera. Somos valientes, escribimos cosas que otros no, y confirmamos la imagen de nuestros países o regiones que muchos ya imaginan. Suelo ser jurado de distintos premios regionales de periodismo: en ellos, la presencia de historias de violencia es casi excluyente –y en Ñamérica, por supuesto, también suceden muchas otras cosas. La tasa de homicidios en la región es alta: unos 18 asesinados por cada 100.000 personas por año, más de tres veces la media mundial. Y sin embargo eso significa que hay 99.982 personas por cada 100.000 por año que no son asesinadas, que tienen problemas y esperanzas, victorias y derrotas, vidas que contar. Lo hacemos mucho menos de lo que deberíamos. Yo creo, con perdón, que la verdadera audacia consiste en arriesgarse a contar cosas distintas, a buscar otro tipo de historias, a no caer en el mito de la audacia para contar siempre lo mismo.
Esos medios independientes que a veces lo intentan tienen, por suerte, ciertas ventajas de partida. La mayoría de los grandes dinosaurios ha caído presa de la lógica del rating. La posibilidad técnica, ya no tan nueva, de saber al instante qué notas “consumen” sus usuarios es un torpedo que les pegó en toda la cara. Hace justo cinco años se me ocurrió, en una tarde de necesidad, sin ideas para mi columna del Times, ver cuáles eran las noticias más leídas en los rankings de los diarios más potentes de la región. El resultado estuvo a punto de sorprenderme: “Todo es espectáculo, farándula, crímenes, deportes. No hay una sola (nota) sobre un tema seriamente político, ni una sola sobre otros países, ni una sobre la economía y sus vericuetos, ni una sobre los cambios sociales, ni un análisis, ni una columna, ni un reportaje, ni una investigación. Quiero decir: nada de lo que podría enorgullecer a un periodista”.
Los medios que trabajan para mejorar el número de sus consumidores suelen entrar en ese círculo vicioso y aburrido: me pedís basura, te doy basura, te acostumbrás a la basura y me pedís más basura, te doy mucha más basura, entonces me pedís cada vez más. Decía, en esos días, que la única solución era trabajar “contra el público”: no darle lo que demanda o lo que espera sino aquello que nuestra experiencia y conciencia de periodistas nos llevan a considerar significativo.
Los medios que trabajan para mejorar el número de sus consumidores suelen entrar en ese círculo vicioso y aburrido: me pedís basura, te doy basura, te acostumbrás a la basura y me pedís más basura, te doy mucha más basura, entonces me pedís cada vez más. Decía, en esos días, que la única solución era trabajar “contra el público”: no darle lo que demanda o lo que espera sino aquello que nuestra experiencia y conciencia de periodistas nos llevan a considerar significativo. Tiempo después me puse más socialdemócrata y empecé a decir que no había que trabajar “contra el público” sino a favor de un público que –en muchos casos– todavía no existe, con la esperanza de ayudar a que sí. Creo que eso es lo que hacen –aunque no necesariamente lo digan o piensen en esos términos– muchos de estos pequeños medios latinoamericanos. Y, al hacerlo, ocupan un lugar más y más importante.
Otra de sus ventajas es el empecinamiento de los dinosaurios en seguir considerando “noticia” lo que hacen las personas con poder: políticos, ricos, tetonas, futbolistas, cantantes a la moda. Esa idea de la noticia es, lo sabemos, una forma muy eficiente de mantener el orden social: dice todos los días a millones de personas que los que importan son esos pocos –y los demás sólo merecen un lugar en los papeles cuando se toman el trabajo de morir de a muchos o con una explosión en lugar del gemido.
Esto lo cumplen, de distintas maneras, todos los grandes medios, incluso los que consideramos respetables y serios: todavía, en ellos, las noticias sobre el poder político siguen siendo centrales. ¿Por qué debería interesarnos tanto lo que dijo anteayer un ministro, lo que le contestó una diputada? ¿Por qué, los vericuetos de sus maniobras repetidas, tan inanes? ¿Por qué seguimos simulando que ese sector importa más que nada? ¿Para que importe más que nada? Si es así, su batalla está perdida –y, gracias a esa derrota, la democracia tiene cada vez menos adeptos y, en lugar de pensar nuevas maneras, se deja reemplazar por las más viejas.
(Aquí, un inciso interesado. Nos quejamos sin cesar –y con razón– del lugar que ocupa la mentira en nuestras sociedades. Por eso creo que una tarea que ningún periodismo cumple lo suficiente es des-mentir. No digo solamente esas loables iniciativas que se dedican a chequear ciertos discursos, tales afirmaciones. Digo, más bien, que cada medio que se precie debería adoptar como una tarea central la de publicar todos los días –o todas las semanas– un espacio donde se recogieran las mentiras del momento y se explicara por qué lo son: las des-mintieran. Eso sí sería periodismo: buscar alguna verdad en esos lodos. Aunque esas mentiras –las más dañinas, las más eficientes– seguirán existiendo mientras los grandes medios sigan presos de bancos y gobiernos y su antiguo prestigio les permita publicar cualquier pavada.)
Y esto por no hablar del mito de “la actualidad”: de nuevo, nos convencen de que ciertos hechos deben ser contados. Si un asaltante mata a un asaltado en una calle suburbana será noticia y se publicará –ahora, además, acompañado de un video granuloso: somos seres filmados. Pero será un evento banal, repetido, que nos enseñará muy poco; muy distinto sería si ese tipo de suceso produjera, por ejemplo, la intención de escribir algo bien trabajado y sólido sobre el entorno del ladrón jovencito, su cultura, sus necesidades y las razones que hacen que él y otros como él empuñen la pistola o, si acaso, pasar unos días en la escuela donde se educó; si nos sirviera para aprender, entender algo.
Yo creo que lo grave de la situación del periodismo latinoamericano no son sus dificultades, sus peligros; creo que es, más que nada, que no sepamos realmente qué contar para que todos esos esfuerzos terminen de valer la pena.
El gran problema del periodismo latinoamericano es el mismo del periodismo norteamericano o europeo o –supongo que– indio o tailandés: que trabajan para el consumo de una multitud de personas que aprendieron a consumir pavadas. Sacarlas de esa inercia es el trabajo duro que nos toca: no darles más eso que esperan, ofrecerles lo que no imaginaban, cambiar lo que decimos y las maneras de decirlo. Eso sí que tiene peligro; eso sí que tendría recompensa.
El desafío es encontrar historias nuevas, nuevos puntos de vista, maneras de contarnos cómo somos, cómo vivimos, qué hacemos para vivir mejor –y conseguir que nos lo lean. El gran problema del periodismo latinoamericano es el mismo del periodismo norteamericano o europeo o –supongo que– indio o tailandés: que trabajan para el consumo de una multitud de personas que aprendieron a consumir pavadas. Sacarlas de esa inercia es el trabajo duro que nos toca: no darles más eso que esperan, ofrecerles lo que no imaginaban, cambiar lo que decimos y las maneras de decirlo. Eso sí que tiene peligro; eso sí que tendría recompensa.
Por suerte lo buscamos: en eso consisten, básicamente, la vocación y el optimismo. Por suerte a veces lo encontramos: por eso los mantenemos pese a todo, seguimos adelante. Por todo eso importa, más que nunca, como siempre, buscar las formas de contar un continente.