¿Año Franco? ¡Trienio de la reconciliación!

Fechar el advenimiento de la libertad en la muerte del dictador es ensombrecer a quienes alumbraron la democracia. Los tres años que van desde ese momento hasta la aprobación de la Constitución son los mejores de nuestra historia

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante su intervención el primer acto por el 50º aniversario de la muerte de Franco.Andrea Comas

El siglo XX español estuvo marcado por el golpe de Estado del general Franco contra el orden republicano, por la cruenta guerra civil que desencadenó y por los 40 años de dictadura posteriores. Franco es cualquier cosa menos una nota a pie de página en la historia de España. Esa trascendencia contrasta con la frivolidad, tan lacerante para un país al que parir la democracia costó tanto, con que el Gobierno se dispone a conmemorar su muerte medio siglo después, y nos recuerda que, arrancado de los goznes de la historiografía, el franquismo ya es apenas una franquicia electoral —que cada vez da ...

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El siglo XX español estuvo marcado por el golpe de Estado del general Franco contra el orden republicano, por la cruenta guerra civil que desencadenó y por los 40 años de dictadura posteriores. Franco es cualquier cosa menos una nota a pie de página en la historia de España. Esa trascendencia contrasta con la frivolidad, tan lacerante para un país al que parir la democracia costó tanto, con que el Gobierno se dispone a conmemorar su muerte medio siglo después, y nos recuerda que, arrancado de los goznes de la historiografía, el franquismo ya es apenas una franquicia electoral —que cada vez da menos votos.

Celebrar la muerte de Franco, al que solo derrotó la vejez, no puede confortar a ningún demócrata. Y fechar el advenimiento de la libertad en su defunción es, sencillamente, mentir. Mentiras se cuentan muchas, pero esta es de un tipo especialmente pernicioso porque cede a Franco todo el protagonismo, como si la libertad hubiera retoñado de sus mismos restos mortales, y ensombrece el papel de quienes en verdad la alumbraron. Conocemos sus nombres y sus apellidos: algunos fueron reformistas del régimen que ofrecieron su voladura desde dentro, otros eran opositores de izquierda que prefirieron el acuerdo a la revancha. Finalmente, completaron la epopeya los españoles que refrendaron la Constitución. Esa tarea emocionante y homérica de una nación no puede reducirse a la periclitación de un anciano.

Porque en ningún sitio está escrito que a la muerte de un dictador deba suceder la libertad. La democracia fue una conquista de la voluntad acometida a lo largo de tres años con sus hitos: la coronación del rey Juan Carlos, la caída de Arias Navarro, la llegada de Suárez con Torcuato Fernández Miranda, la Ley para la Reforma Política, la de Amnistía, la legalización de los partidos —también de un PCE rojigualdo—, las elecciones del 15 de junio, el retorno de Tarradellas, los pactos de La Moncloa... Y, al fin, el 78. En mitad del ruido de sables y contra varios terrorismos.

Honestamente, no creo que la cosa dé para pasarse doce meses hablando de Franco, pero algo habrá que decir cuando llegue el 20 de noviembre. En primer lugar, por relevancia histórica. Y en segundo, porque los únicos relatos en circulación no pueden ser el de este antifranquismo en diferido practicado desde el establishment y el de la peligrosa nostalgia autoritaria que, a la contra del oficialismo, predica una generación nacida en democracia.

Algo habrá que decir, sí. Por ejemplo, que los años que van desde la muerte del autócrata hasta la aprobación de la Constitución conforman el corazón de la Transición y constituyen un verdadero trienio de la reconciliación. Que esos años son, por ello, los mejores —no los más fáciles o los más felices— de nuestra historia, redentores de los tres peores que abarcó la Guerra Civil. Y que el Gobierno tenía la oportunidad de celebrar el reencuentro de los españoles acordando con el Congreso y el Senado un calendario de actos conmemorativos —tanta falta nos hace ese “pacto por la convivencia” que reivindicó el Rey en Nochebuena—. Un homenaje sin siglas que culminará dentro de tres años, con el 50º aniversario del referéndum constitucional.

La del 78 es, además, la primera Constitución de la historia de España votada por los ciudadanos —no así la republicana de 1931, sobre la que tanta hagiografía se ha hecho—. Y es en ellos, y no en Franco, donde debiera fijarse la atención. Porque la diferencia fundamental entre aquella España del Movimiento y la de hoy es de soberanía. Es en el traspaso de poder que va de un caudillo militar a la ciudadanía donde hay que datar la plenitud democrática.

No acertó a explicarlo Pedro Sánchez en su discurso inaugural del Año Franco. Se esforzó, en cambio, en trazar paralelismos entre la dictadura y el momento actual —”Puede volver a ocurrir”—, porque el antifranquismo solo tiene sentido si hay un franquismo a las puertas. El problema de comparar procesos políticos del siglo XX con el presente es que lleva a su banalización y redobla, por tanto, su amenaza: si todo es fascismo, ¿quién temerá el fascismo? Y quizá se trate de eso, de engordar lo que se detesta, esperando recoger después los rendimientos de la polarización.

Pero peor que un enemigo a las puertas es buscar un enemigo intramuros de la nación. Y parece que en eso estamos. Así que recuerdo con nostalgia a aquella generación de izquierdas que se llamó del 56; los Pradera y los Semprún que, 20 años después de la guerra, escribieron: “Nosotros, hijos de los vencedores y de los vencidos”. Habían atravesado desafíos que hoy ni siquiera imaginamos, para coser luego las dos Españas en un mismo sujeto: “Nosotros”.

Qué distintos han sido los avatares de mi generación, que, sin embargo, se ve arrastrada a la confrontación con renovado encono. Y qué ganas de que terminen de enterrar a Franco, a ver si, por una vez, podemos ponernos de acuerdo para recordar a los españoles que mostraron al mundo nuestra mejor versión. Aún estamos a tiempo de celebrar el trienio de la reconciliación.

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