De la arpía del pueblo a la arpía digital
Escapar de la calumnia virtual resulta casi imposible. Ahí está el caso de la actriz Blake Lively
Las primeras dos décadas en el pueblo son claves. El barrio, los amigos, la familia, las relaciones… Los demás definen los roles que condicionarán para siempre el tablero de juego. No puede cometerse ni un traspié porque, una vez repartidas las cartas, es casi imposible cambiarlas. Es como un sistema de castas que se conforma en la adolescencia y que pervive a lo largo de los años, indeleble.
—Hoy he visto a la María.
—¿Qué María?
—La María del Ruben, el rubio.
Da igual que el diálogo se dé cuando la María (en Cataluña es así, con artículo) ya no recuerde ni qué cara tiene el Ruben, viva en Pernambuco y nadie sepa que el más mínimo detalle de su vida, tantos años después. Por siempre y para siempre, cuando se pregunte por ella en el pueblo, será la María del Ruben.
Por eso, no es de extrañar que algunos huyan pronto del pueblo, con la ilusión de probarse otras vidas, a ver cómo les sientan. Al principio, las ataduras son rígidas. Se mantienen las visitas frecuentes y se está al día de lo que ocurre, por no quedarse atrás. Pero, por suerte, la distancia enfría las relaciones más intensas, las visitas se espacian, y la vida social toma forma en otras gentes, en otras latitudes.
Hasta que, al final, el pueblo se transforma en la segunda residencia a la que se vuelve por Navidad. En esos días se caminan las calles con curiosidad, por si algo hubiese cambiado, con la ilusión de que la plaza, el instituto o la discoteca ya no sean los escenarios donde los jóvenes toman posiciones de por vida. De que los Rubenes ya no representen el perfecto, único y gran amor posible, por muchas amigas más que acumulen. De que las Marías ya no sean las arpías del pueblo por tampoco haber escatimado en novios.
Pero es difícil. Más ahora, cuando la vida ya no es solo lo que pasa en la calle. Para arruinar la reputación de alguien solo hace falta una red social en la que desahogar las mismas altas dosis de mala intención de siempre. Y los expertos en difamación lo saben, como ha puesto al descubierto estos días la demanda de la actriz Blake Lively contra el coprotagonista y director de Romper el círculo, Justin Baldoni, por acoso sexual en el rodaje y por urdir una campaña de descrédito en su contra. Hasta hace dos días, Lively era una actriz famosa por series como Gossip Girl, amiga de Taylor Swift, y casada con el actor Ryan Reynolds, quien encarna al super(anti)héroe Deadpool. Desde el verano, es el mal.
Cuando Lively empezó a promocionar Romper el círculo, se convirtió en la más odiada en las redes sociales. En este diario hemos descrito los “cinco golpes” que la han destronado: promocionar como una comedia la película, que aborda la violencia machista; valerse del tirón para vender sus productos, que le permiten tener semejante melena; algunas meteduras de pata, ser borde en alguna entrevista y otras cuestiones del pasado que afloraron repentinamente. La denuncia de Lively plantea que todo fue en realidad una campaña orquestada contra ella, tal y como ha desvelado una investigación de The New York Times. Y con la ayuda, supuestamente, de la misma empresa de gestión de crisis a la que contrató Johnny Depp cuando Amber Heard le acusó de malos tratos, y él la denunció a su vez por difamación. Una historia de violencia machista que acabó convertida en un meme en las redes sociales, con una rubia malvada de manual como protagonista.
La arpía del pueblo siempre ha cargado con una losa pesada, que, por suerte, se podía quitar de encima cogiendo un poco de distancia. Pero ser la arpía de TikTok resulta imborrable. La mala fama virtual te acompaña allí donde vayas, sin que sus autores dejen rastro. Y sin que las víctimas, casi siempre mujeres, puedan escapar. Jamás.