Política y abusos

Los progresistas deben reflexionar sobre los casos de Ábalos y Errejón, pero con humildad, sin esos aires de superioridad moral que tapan olores fétidos

Iñigo Errejón, el día 9 en un pleno del Congreso.Pablo Monge

Por si no hubiera quedado claro antes, tras la revelación de los supuestos comportamientos de Ábalos (y su extensa corte) y Errejón (y alguna mediadora), la izquierda no puede dar lecciones contra la corrupción ni los abusos sexuales. Los progresistas pueden, y deben, reflexionar mucho, pero con humildad, sin ...

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Por si no hubiera quedado claro antes, tras la revelación de los supuestos comportamientos de Ábalos (y su extensa corte) y Errejón (y alguna mediadora), la izquierda no puede dar lecciones contra la corrupción ni los abusos sexuales. Los progresistas pueden, y deben, reflexionar mucho, pero con humildad, sin esos aires de superioridad moral que tapan olores fétidos.

De momento, vemos arrogancia (nosotros sí somos “implacables” contra la corrupción; no como otros) y victimismo (“que el caso de un perpetrador misógino no se convierta en un caso contra tres dirigentes políticas”). El abuso de un cargo para beneficio propio (económico, sexual o de lo que sea) no es el resultado de una ideología de derechas (el neoliberalismo o el conservadurismo cristiano) o de izquierdas, sino del mayor enemigo de la ética: el poder desatado.

Según los estudios en psicología, cuanto más poder acumulas no sólo te portas peor, sino que eres más hipócrita: condenas más los comportamientos impropios de los otros y perdonas más los tuyos. Además, también está documentado que la política atrae especialmente a individuos con una personalidad de “tríada oscura”; es decir, que puntúan alto en maquiavelismo, narcisismo y psicopatía. Se creen por encima del resto y manipulan para saciar sus ansias de poder. No todo el mundo en política es así. Quizás sólo una pequeña minoría. Pero esa fracción es mayor que en otros ámbitos de la vida y más dañina: pueden destruir un país. Mira Venezuela.

Ergo, el diseño de las instituciones públicas debe pasar por atar a quienes acumulan poder. Y, sin embargo, vemos la tendencia contraria. Cada día, empoderamos más a unos individuos. Los partidos, con las primarias y los liderazgos mediáticos, ya no son balanzas de contrapoderes, sino instrumentos al servicio de los jefes. No se les rechista y se ocultan sus “cositas”. Y los gobiernos absorben decisiones que pertenecen a los parlamentos o a la burocracia. La declaración de Ábalos a El Mundo “sería el corrupto más cutre de la historia si me llevo 77.000 euros” cuando “sólo en trenes licité 10.000 millones”— resultaría inconcebible en cualquier democracia sana de nuestro entorno, donde el poder de enriquecer a particulares no reside en la voluntad de una persona, sino de decenas.

El problema de fondo es cuando unos individuos siniestros encuentran una ciudadanía ingenua, con una visión infantil de la democracia como poder discrecional para los nuestros. Creemos que un hombre con poder puede hacer el bien, pero suele hacer el mal.

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