La oportunidad de Hezbolá

En un enfrentamiento directo sobre el terreno contra Israel, la manifiesta inferioridad tecnológica del Partido de Dios, aturdido y vulnerable, puede compensarse con el desempeño de sus fuerzas de élite

Enrique Flores

A principios de agosto, el secretario general de Hezbolá, Hasan Nasralá, afirmaba que pronto tendrían oportunidad de resarcirse de sus últimos reveses ante el ejército israelí. Este acababa de asesinar a Fuad Shukr, el máximo responsable del ala militar del Partido de Dios. Desde entonces, sin embargo, los golpes recibidos han alcanzado tal magnitud que la formación se ha visto contra las cuerdas, superado po...

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A principios de agosto, el secretario general de Hezbolá, Hasan Nasralá, afirmaba que pronto tendrían oportunidad de resarcirse de sus últimos reveses ante el ejército israelí. Este acababa de asesinar a Fuad Shukr, el máximo responsable del ala militar del Partido de Dios. Desde entonces, sin embargo, los golpes recibidos han alcanzado tal magnitud que la formación se ha visto contra las cuerdas, superado por la contundente virulencia del adversario. A mediados de septiembre, los ataques cibernéticos por medio de buscapersonas y walkie-talkies con microcargas explosivas en su interior provocaron miles de muertos y heridos y dejaron a los dirigentes del partido en estado de shock, tanto como los bombardeos devastadores de sus cuarteles generales en Dahiye (la barriada meridional de Beirut), Tiro, Sidón y la Becá. El desconcierto se dibujaba en el rostro de Naim Qasim, el vicesecretario general, y en el de Hashim Safi al Din, presidente del Consejo Ejecutivo, en las escasas declaraciones públicas efectuadas por los representantes del partido. El propio Nasralá confesaba en el que sería su último discurso que la formación se hallaba ante uno de los momentos más delicados de sus 42 años de historia. Pocos podían imaginar que él mismo perdería la vida días después en un demoledor bombardeo israelí que asoló su cuartel general, en cuyos sótanos se había reunido con cargos del partido y representantes de la Guardia Revolucionaria iraní.

Los simpatizantes de Hezbolá, cientos de miles en Líbano, continuaban sumidos, hasta la madrugada del 1 de octubre, en el estupor y la duda. Estupefactos porque en el último año los servicios de seguridad y contraespionaje del partido se han mostrado inhábiles para neutralizar las células de agentes dobles y colaboradores infiltrados. El referido Shukr, así como otros líderes de la importancia de Abu Nima, Abu Talib, Akil, Karki, Kavuk y un largo etcétera, responsables según los casos del frente sur, el arsenal balístico o las fuerzas de élite Ridwán, cayeron en ataques selectivos de una eficacia tal que invitaba a pensar que las líneas de comunicación interna del grupo llevaban tiempo intervenidas. La explosión de los receptores inalámbricos, buscas y similares, confirmaron estas sospechas. Hezbolá seguía muy por detrás del enemigo israelí en cuanto a capacidades tecnológicas, aun cuando sus líderes aludían al aumento de la “capacidad de disuasión” gracias al refuerzo de su arsenal balístico y la profesionalización de sus destacamentos terrestres. Respaldado por Estados Unidos y numerosos países europeos y árabes, que le aportan armas, información logística y cobertura diplomática, el Gobierno de Benjamín Netanhayu está propinando un puñetazo tras otro al considerado “mayor enemigo de Israel”. Un ejercicio de poder que, además de rehabilitar la imagen del Mosad y el ejército israelí, sirve para desviar la atención de su fracaso —e injustificable barbarie— en la Franja de Gaza. El último, el inicio de una operación terrestre de efectos imprevisibles.

Las dudas generadas en el entorno de Hezbolá remiten a los detalles ocultos que suelen acompañar los episodios bélicos con el “ente sionista”. Nasralá había sido objeto de varios intentos de asesinato durante la guerra de julio de 2006 y en 2008, pero, hasta hace unos días, parecía a salvo de los tentáculos israelíes. Nadie se explica cómo, en plena oleada de bombardeos contra los centros neurálgicos del partido en Beirut, el secretario general acude a uno de ellos. Tampoco qué hacían representantes iraníes estableciendo contactos con altos cargos militares del partido en zonas poco protegidas ni, días antes, cómo no se había revisado todo el sistema de comunicación interna tras el suceso de los dispositivos buscas. Algunos, convencidos de que estadounidenses, israelíes e iraníes habían acordado “algo” entre bastidores, hablaron de un supuesto entendimiento a tres bandas para permitir que Teherán se librara de una campaña militar a gran escala contra sus centrales nucleares. El precio sería la neutralización del poderío militar de Hezbolá. Estas especulaciones se alimentaban de la hasta entonces pasividad iraní tras el asesinato de Nasralá, considerado su principal aliado en Oriente Próximo, y unas intrigantes declaraciones de su nuevo presidente, Masoud Pezeshkian, quien habló días antes de los raids contra la barriada sur beirutí de retomar la senda del diálogo con Washington. Este cambio de tono desconcertó al Eje de la Resistencia comandado por Irán. El mismo guía supremo, Alí Jamenei, hubo de corregir al presidente Pezeshkian, afirmando que la lucha contra el “expansionismo agresivo” del régimen israelí constituía la única opción. En cualquier caso, son notorias las divergencias entre el sector “aperturista” del gobierno iraní y el entorno de Jamenei, integrado por grupos paralimitares que dependen directamente de él. Algunos recordaron que mientras las milicias aliadas de Hamás, Hezbolá, o los hutíes en Yemen estaban sufriendo un enorme desgaste, Irán se mantenía en un segundo plano. Por fin, el mismo día en que Israel anunciaba el inicio de su ofensiva terrestre “limitada”, Irán lanzaba una andanada de proyectiles, entre ellos misiles balísticos, contra territorio israelí. Sin víctimas (provisionalmente) ni daños materiales reseñables, no está claro todavía si Israel responderá de modo que conduzca a un conflicto ineludible. En cualquier caso, Hezbolá está inmerso en su propia guerra.

Nasralá había sido desde los noventa el principal artífice de la coalición sagrada entre Hezbolá e Irán. Referente de la política exterior iraní, asumió ante la opinión pública libanesa el precio de reconocerse como seguidor incondicional de un líder político-religioso extranjero (Jamenei), y afrontó los costes de vincular al partido a las aventuras bélicas de Teherán, Siria en primer lugar. Sería una terrible paradoja, pues, que el régimen iraní se desvinculara ahora de quienes tantos servicios le han rendido. Entre otras razones, porque Netanyahu está decidido a abocar a Irán a un conflicto armado directo y poner los cimientos de un nuevo orden en Oriente Próximo, a través de acuerdos de paz con los Estados árabes y un megaproyecto económico que una Europa y el subcontinente asiático con Israel como eje vertebrador. Irán constituye un impedimento para la consecución de este fin y cualquier excusa sirve para neutralizar su influencia regional.

Hezbolá está aturdido. Y, por primera vez en mucho tiempo, parece vulnerable. La Administración de Biden ha bendecido el asesinato de Nasralá y apoya, a pesar de sus reservas en público, la ofensiva terrestre israelí. El escudo antimisiles israelí ha conseguido abatir la mayor parte de los proyectiles lanzados desde Líbano, pero algunos siguen impactando en instalaciones de gran importancia estratégica. El grupo mantiene su capacidad balística, a despecho de los bombardeos en alfombra sobre las zonas donde se concentran sus lanzaderas principales. Los líderes abatidos, según fuentes internas, ya tienen reemplazo y, por fin, el 1 de octubre, ha llegado el momento en el que su manifiesta inferioridad tecnológica puede compensarse con el desempeño de sus fuerzas de élite. Ya no hay lugar para la estupefacción o las dudas. Ya no hay lugar para la estupefacción o las dudas, sobre todo tras el nuevo ataque iraní contra territorio israelí, el cual, más allá de su verdadero impacto, contiene un mensaje claro de apoyo a sus aliados libaneses. En el otro lado, Netanyahu ha vuelto a precipitarse con sus promesas. Hace un año prometió, en vano, la destrucción completa de Hamás y la liberación de los prisioneros israelíes; ahora promete el “pronto” retorno de los colonos a sus asentamientos en las zonas limítrofes con Líbano. Por lo pronto, los misiles del grupo islamista y de Irán están cayendo sobre la misma Tel Aviv. A menos que Hezbolá anuncie una rendición incondicional, improbable si tenemos en cuenta las credenciales del halcón Safi al Din, posible sucesor de Nasralá, la única forma de cumplir tal objetivo pasa por asegurar el control del territorio comprendido entre la frontera septentrional y el río Litani, una extensión de 30 kilómetros. Esa fue la línea de demarcación para la ocupación israelí en 1982 y, a la postre, no sirvió de nada: las milicias chiíes forzaron la retirada de las tropas israelíes en 2000. Y es que en una guerra de guerrillas, donde la tecnología y el espionaje cibernético tienen menor trascendencia, Hezbolá puede hacer valer su única baza.

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