Los descendientes de la fideuá

El bribón engulló al hombre de Estado y su manera de ir por la vida pasa factura en un presente en el que nadie mejor que él representa aquello de “lo personal es político”

El rey emérito Juan Carlos I a su salida del aeropuerto de Vigo, este lunes.Salvador Sas (EFE)

La vida del viejo monarca —lo de Emérito ya se ha convertido en adjetivo dudoso o casi en mote— irrumpió hace tanto tiempo por la puerta grande en las estancias del mundo del corazón que al anunciarse estos días la publicación de unas memorias tituladas enigmáticamente Reconciliación se puede pensar que se trata del argumento homérico del hombre anciano que, agotadas ya sus energías, vuelve al hogar para rendirse al abrazo de la esposa en la que busca el consu...

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La vida del viejo monarca —lo de Emérito ya se ha convertido en adjetivo dudoso o casi en mote— irrumpió hace tanto tiempo por la puerta grande en las estancias del mundo del corazón que al anunciarse estos días la publicación de unas memorias tituladas enigmáticamente Reconciliación se puede pensar que se trata del argumento homérico del hombre anciano que, agotadas ya sus energías, vuelve al hogar para rendirse al abrazo de la esposa en la que busca el consuelo de la vejez, para disculparse con las amantes o dejarse proteger por el hijo al que perjudicó. El universo íntimo ha fagocitado al público. Aquello de la reconciliación nacional suena vetusto, ignorado por las nuevas generaciones, muy del siglo pasado. Suelen afirmar tertulianos enseñoreados de objetividad que los líos amorosos del monarca no nos competen, a menos, claro está, que hubieran sido financiados de una u otra manera por los servicios de seguridad del Estado.

Nadie quiere correr el menor peligro de parecer moralista, pero el asunto es que, en personas cuya mera presencia es representativa de un Estado, resulta difícil que los líos sexuales no acaben salpicando a quienes tienen el deber de preservar la imagen de un señor imprudente que se escapa en moto para ver a su rubia. Dicha rubia espera con el sofrito de la fideuá en marcha al señor que se equivoca y toca el timbre del adosado de la rubia de al lado, que por supuesto toma nota para aparecer en un documental futuro; este es el señor que acostumbrado a una vida que se desarrolló sin anclajes emocionales se desfoga con las mujeres y no acaba de entender qué es lo que quieren ellas: Qué es lo que espera de él esta rubia que parece sueca, pero a quien delata el acento murciano de Totana; qué quiere esta mujerona que viene de muy abajo y que envanecida ahora por sentir en la intimidad de su alcoba los latidos de una sangre real no está dispuesta a ser solo su pilingui. Lo que ella cavila es que si está dándole lo mejor de sí misma por qué ha de ser menos que la dama de Palma, a quienes los amigotes de su amante rinden pleitesía y ponen a su servicio yates y seguridad para facilitar los encuentros. ¿Unas somos señoras y otras cabareteras? Pero el monarca, ajeno al descontento creciente de esta mujer que necesita trabajo y recompensa económica, se zampa su fideuá, moja pan, le celebra la mano que tiene para la cocina y para el resto, ese resto que viene tras el café y la copa, el calentamiento previo a la entrega total del que el hijo de ella, agazapado, tomará nota, no sabemos si con la complicidad materna, para que luego, tantos años después, cuando el emérito quiera reivindicarse, no por sus legendarias pasiones sino por sus desvelos políticos, vea cómo el bribón engulló al hombre de Estado y advierta sorprendido que su manera de ir por la vida, con el privilegio por delante, pasa factura en un presente en el que nadie mejor que él representa aquello de “lo personal es político”.

Bendecidos por los defensores de la presunta cultural popular, los programas de chismes ya no exigen a los personajes ser poseedores de algún tipo de habilidad artística. Estamos en el momento en el que los descendientes de quienes despertaban interés por sus méritos están empezando a hacer caja. Difícil catalogar la personalidad de quien vende las fotos de una madre besuqueándose en el porche. ¿De qué forma han sido educados todas estas hijas y nietos que han tomado el relevo en la exhibición de su intimidad? El hijo de Rey, Bárbara, vendiendo el pasado materno; la nieta del Rey, Juan Carlos, abriendo su corazón a Pablo Motos al confesar que le encanta la fideuá. ¡La fideuá! La historia es asombrosamente cíclica. Todo confluye. Si una tendiera a las teorías conspiranoicas pensaría que había algún mensaje encriptado en semejante declaración. Tal vez sean, los del hijo y la nieta, dos caminos diferentes de llegar al mismo punto: vivir del cuento.

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