Empiezo a leer a Alice Munro ahora mismo
A estas alturas ya no debería sorprender que alguien con el poder de producir belleza pueda a la par sembrar destrucción
La clave para responder a la insistente y narcisista cuestión de qué hacer con Alice Munro como lectores de sus libros en lugar de estar preguntándonos qué más podemos hacer por las niñas abusadas está en uno de los párrafos del texto de su hija, Andrea Robin Skinner: “Quería que mi historia fuera parte de las historias que la gente cuenta sobre mi madre”.
A partir de ahora y ...
La clave para responder a la insistente y narcisista cuestión de qué hacer con Alice Munro como lectores de sus libros en lugar de estar preguntándonos qué más podemos hacer por las niñas abusadas está en uno de los párrafos del texto de su hija, Andrea Robin Skinner: “Quería que mi historia fuera parte de las historias que la gente cuenta sobre mi madre”.
A partir de ahora y a la manera que eligió Andrea para hacerse justicia, no habrá memoria de la Premio Nobel que no tenga que lidiar también con esa otra dimensión de la escritora: la de la madre que decidió quedarse al lado del abusador de su hija pequeña en lugar de protegerla y aprovechó su fama literaria para intentar borrar las huellas de lo ocurrido, incluso con sus biógrafos. Pero desde la revelación, ninguna fan enamorada ni estudiosa de sus libros, ninguno de esos plumillas que ganan dinero escribiendo contra lo woke, ninguna nueva y joven lectora feminista, ni siquiera a la que no le cuesta nada separar al artista de la obra, podrá hacer como si no hubiese pasado que la gran dama de la literatura apañó por dependencia emocional a un pederasta potencialmente peligroso. Y eso ya es bastante en un mundo que no cree a las supervivientes.
A Andrea Robin Skinner su madre no le creyó, aunque sabía que no mentía. Cuando leí su testimonio, le escribí a Belén López Peiró, lectora de Munro y autora de esa crítica feroz a la cultura de la violación dentro de la familia que es su libro autobiográfico Por qué volvías cada verano. Y le pregunté qué había sentido al leer la noticia. “Lo que sentí es una paradoja”—me dijo— “la paradoja de la escritura: Cómo la literatura puede desvelar como también encubrir. Depende de cómo la utilices”.
Belén usó la escritura para dejar de callar. Alice Munro hizo de la escritura su escondite, porque un tipo de literatura más confesional la hubiera obligado asumir su complicidad con el abusador y, por tanto, su culpabilidad. Resulta que la poderosa observadora de la intimidad de las propias mujeres que la leían, alguien capaz de contar los deseos, las insurgencias secretas, los resortes oscuros de esas subjetividades, no había sido buena con otra mujer, con otra mujer que era su hija. Así que muchas lectoras sintieron que Munro las decepcionó como solo nos puede decepcionar alguien muy querido, una amiga o un amor. Como si hubiera perpetrado justamente lo que sus preciosos y celebrados libros combatían. Alguien capaz de convocar la solidaridad entre mujeres con sus letras, ¿cómo podía en la vida real practicar la luz de gas, el abandono y el desamparo de los más vulnerables?
A estas alturas ya no debería sorprender que una feminista sea una pésima persona. O que alguien con el poder de producir belleza pueda a la par sembrar destrucción. Los libros se escriben desde la experiencia material, imaginativa, moral y simbólica del mundo, brotan de individuos tan rotos e imperfectos como los que no escriben. El gran problema de que se caigan los mitos son los mitos, es haberlos erigido sobre lo que es casi siempre vulgar. El trabajo de un escritor es hacerte creer a través del lenguaje y de la creación de mundos posibles que ha visto lo que tú no ves, en eso es bueno, en eso es el mejor, pero en realidad verlo tampoco le ha servido para salir del fango.
Cuando nos preguntan si podemos disociar la obra del artista, en realidad nos están preguntando si seríamos capaces de mantener el vínculo con alguien horrible y genial que se equivocó de esa manera o si vamos a romperlo. Con algunos artistas tenemos una relación tan afectuosa e incluso apasionada como la que tenemos con gente real que conocemos que, me temo, es algo personal, dependerá del tipo de vínculo, de la dimensión del golpe, del alcance del dolor, del tiempo, de la cura, si cabe.
Ahora las lectoras de Munro dicen que no pueden leer sus libros como antes. No creo ser una lectora asidua de Munro, pero quizá a partir de ahora lo sea: una lectora consciente, implacable, despiadada. Me intrigan esas otras claves quizá demoledoras, de lectura; descubrir, por ejemplo, que algunos de sus cuentos están embarrados de su vergüenza, de su falta de amor, de tantas cosas que también nos representan. Me interesa detectar todo el arte que usó para que parezca solo literatura. Pero esa soy yo. Quizá en ese camino de madurar como lectores, renunciando al fetiche del genio o al santo del arte, mirando a los ojos de esos monolitos literarios, habremos cambiado una forma de entendimiento por otra. Quien sabe hasta por una más reflexiva, más humana, menos ominosa.