‘Twisters’: el caso contra los besos de película

Ni la trama ni los efectos especiales, lo que más irrita en este taquillazo es haber omitido la escena romántica entre los protagonistas

Daisy Edgar Jones, Anthony Ramos y Glenn Powell, en 'Twisters'.

Recordad siempre lo que nos han quitado”. “Las películas solían tener besos”. “¿Por qué han cortado el beso?”. Ni por la trama ni por los personajes ni por los efectos especiales. Lo que más irrita a las redes sobre Twisters —el taquillazo que ni es secuela ni es precuela ni es remake, pero que explora la figura de los cazadores de tornados tal y como hizo Twister (1996)— es preguntarse por qué no se ha incluido un beso entre los protagonistas. No es una queja infundada. En la era del “foto o no pasó”, esa regla de internet en la que todo se sabe porque alguien siempre tuvo oportunamente el móvil encendido en el momento adecuado, existen varios vídeos circulando en los que se ve a los protagonistas, Tyler Owens (interpretado por Glenn Powell) y Kate Carter (Daisy Edgar-Jones) besándose en un aeropuerto durante el rodaje.

Mucho trauma a cuestas compartido, mucha miradita lánguida durante dos horas y dos minutos pero, al final de la película, ni rastro de ese beso que circulaba desde hace meses. En la edición que ha llegado a salas, Tyler (cazador de tornados) sí sigue a Kate (meteoróloga convertida en susurradora de tormentas) a un aeropuerto antes de que ella abandone su vida para siempre. Antes de que puedan materializar su atracción compartida, otra tormenta los aleja una vez más. ¿Por qué ha desaparecido del metraje ese morreo en la terminal de salidas y del que tiene constancia todo internet?

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La culpa la tiene Steven Spielberg, productor de Twisters. Lo ha aclarado la revista Collider, donde los protagonistas confirman que él tuvo la última palabra sobre el final. “Fue una nota de Spielberg. Creo que eso evita que la película parezca demasiado cliché. Hay algo maravilloso en sentir que exista una continuación. Este no es el final de su historia. Los une la pasión compartida por algo”, dijo Edgar-Jones.

Bastante olvidable en su ejecución, sin rozar la magistralidad clásica del de Rhett Butler y Escarlata O’Hara en Lo que el viento se llevó o la intensidad a cámara lenta de Ryan Gosling y Carey Mulligan en el ascensor de Drive, el beso de Twisters no era malo en los parámetros del besómetro hollywoodiense. Pasaba el aprobado al contener todos los tics que los grandes estudios nos han enseñado sobre esto: las manos de ella agarran el mentón de él mientras él apoya las suyas en su cintura sin rozar sus nalgas. No hay lengua a la vista y todo se completa con el foot popping [levantamiento de pie] de la actriz. Un clásico que la revista Screenland estableció en 1923 al exigir la “patada de éxtasis” al besar al galán y que después se añadiría al código Hays de los años treinta. Allí se requería que las mujeres, en las escenas románticas, siempre tuviesen “un único pie en el suelo”. Que la chica alce su pie como si fuese un espasmo natural está tan arraigado que hasta la actriz en la que está metamorfoseando inquietantemente Daisy Edgar-Jones, Anne Hathaway, ya lo ansiaba en Princesa por sorpresa (2001): su personaje esperaba que en su primer beso su pie se levantase “como en las viejas películas”. Al final, obvio, lo hacía.

El caso Twisters o la negación del final romántico para apostar por tramas inconclusas no pillará desprevenido al pensador Grafton Tanner. En Foreverism (un ensayo corto traducido al catalán por Tigre de Paper), defiende que vivimos en la era del porsiemprismo. Una etapa viciada de consumo cultural en la que desde universos multimillonarios como el de Disney, la Guerra de las Galaxias o Marvel, con sus múltiples series derivadas y spin-offs, se nos alecciona con que la única ausencia permitida es la del final. Ahora nada se acaba y nada muere. El negocio siempre puede continuar si todo queda abierto. Y si para hacer caja hay que matar al beso de película, pues se mata. Sentencia de Spielberg.

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