Doña Ana cuidada por don Miguel
Delibes de Castro, científico del CSIC, ha estado durante más de cinco décadas al frente de la gestión del primitivo coto de la duquesa de Medina Sidonia
Morirse a los 50 no era raro en España a finales del siglo XVI. En cambio, empezaba a ser escandaloso que te casaran muy niña. Con cuatro años, Ana Gómez estaba ya comprometida con un noble de 14; cuando cumplió los diez, el Papa les concedió la dispensa para que se consumara el matrimonio. Nacida en 1560, Ana Gómez de Silva y de Mendoza era la hija de los príncipes de Éboli y la esposa de Alonso Pérez de Guzmán, séptimo duque de Medina Sidonia. Ella misma, por tanto, fue duquesa de Medina Sidonia...
Morirse a los 50 no era raro en España a finales del siglo XVI. En cambio, empezaba a ser escandaloso que te casaran muy niña. Con cuatro años, Ana Gómez estaba ya comprometida con un noble de 14; cuando cumplió los diez, el Papa les concedió la dispensa para que se consumara el matrimonio. Nacida en 1560, Ana Gómez de Silva y de Mendoza era la hija de los príncipes de Éboli y la esposa de Alonso Pérez de Guzmán, séptimo duque de Medina Sidonia. Ella misma, por tanto, fue duquesa de Medina Sidonia, madre del que sería el siguiente duque y abuela de una niña, Luisa, a la que no conoció y que fue reina de Portugal.
De muchas de estas nobles conocemos poco más que sus fechas de nacimiento y matrimonio, pero de Ana Gómez tenemos un rastro más notable que quiero distinguir aquí: el nombre Doñana. Ella, una más de tantas y tantos nobles a los que sus padres les elegían el camino desde la infancia, no debió de ser una aristócrata más. Asumió la casa ducal cuando su marido se embarcó a luchar contra los ingleses al frente de la Armada Invencible o contra los turcos; la documentación de la época nos muestra su firma en despachos varios: la renta de la aduana de Sanlúcar de Barrameda, las almadrabas de la costa de Cádiz... Doña Ana fue respetada y el topónimo Doñana parece honrarla subrayando que el primitivo Coto de doña Ana era el lugar que ella (no su marido ni sus administradores) señoreaba.
La toponimia estudia los nombres de lugar sobre todo en dos vertientes. Una es su génesis, es decir, su raíz etimológica, que puede llegar a ser muy oscura, porque el desgaste del uso suele llevar a las palabras que dan nombre a los territorios a erosionarse hasta parecer otras. Una forma común de cambio para un nombre de lugar es que los hablantes lo fuercen a parecerse a una palabra ya existente, para que el topónimo termine siendo menos hermético que el original. La investigación toponómica sobre Doñana muestra que la forma Oñana, sin d, pudo ser el primitivo topónimo. Convertirlo en Doñana, añadirle esa d inicial, hacía la palabra comprensible, asimilada a una Doña Ana, la duquesa, que resultaba un referente cercano. El fenómeno es lógico: la etimología popular redimensionaba el territorio, que se convertía así en un espacio controlado por una figura humana.
Otra vertiente de estudio para la toponimia es el uso, la aprehensión o el desplazamiento de los nombres de lugar por parte de los habitantes, porque es normal que el topónimo que se testimonia oficialmente en un atlas sea relegado por los lugareños en favor de otro. Los habitantes de Sanlúcar de Barrameda, vecinos de Doñana, la llaman “la otra banda”, o sea, lo de enfrente, lo de la otra orilla. Entre muchos españoles subsiste el viejo nombre de “Coto de Doñana”. Literariamente, Doñana era para Caballero Bonald “la Argónida”, y una entiende ese nombre mitológico: Doñana es el humedal hacia donde han peregrinado buscando consuelo unos y otros (antes los de Tartessos, hoy los del Rocío); es la marisma del Guadalquivir que se vuelca al océano, el matorral desorganizado que parece milimétricamente dispuesto para que el lince y el águila imperial estén a lo suyo, y Doñana es la luz, otra vez la sagrada luz andaluza, un disparate que con los años me achica la sombra y me abruma cada vez más. Administrativamente, hoy se habla de Espacio Natural de Doñana y antes se separaban preparque, Parque Natural y Parque Nacional de Doñana. La diversidad de etiquetas administrativas para Doñana ilustra sobre las distintas etapas en la historia de preservación de este territorio singular.
La biodiversidad de Doñana ha enfrentado en los últimos 60 años todos los peligros con que el capitalismo osa acercarse a la naturaleza: la presión urbanística de un espacio costero, los pozos ilegales para la agricultura y el interés imprudente del turista. Ahuyentando peligros y protegiendo a esta Doñana con nombres distintos ha estado más de cinco décadas Miguel Delibes de Castro, hijo del escritor, vallisoletano de crianza y de acento, pero sevillano en su vida adulta y en su descendencia. Delibes ha ejercido como científico del CSIC en la Estación Biológica Doñana y ha enseñado a la sociedad de forma práctica y poco remilgada qué es el ecologismo y cómo este puede dialogar con la agricultura, la caza y los bienes naturales inmediatos. No lo ha tenido fácil, sobre todo en la última etapa, en la que el conflicto del agua ha sido tema de debate y de uso electoralista en Andalucía.
Nuestros antepasados tendieron a humanizar la toponimia de esta zona haciendo etimología popular, porque entendían que son las personas las que poseen los territorios. Pero no es así, no poseemos el territorio: lo custodiamos. Y lo valoramos más si lo entendemos, si alguien nos lo explica y lo protege como si fuera una persona que necesita cuidado. Delibes ha dejado esta semana la presidencia del Consejo de Participación de Doñana, después de 11 años en el cargo y con 77 bien cumplidos. En la esperanza de que Doñana perviva y con la gratitud de que su equipo y él la hayan defendido tantos años, estas líneas son las de una ciudadana que quiere reconocer y agradecer en público su trabajo.