En la montaña

Permanecí en esa cueva hasta que pude aniquilar la pregunta que me había llevado hasta allí: cómo hubiera sido esa otra vida

Una cueva, en la isla de Terceira, en las Azores.Jose A. Bernat Bacete (Getty Images)

Pasó hace tiempo. Dos bólidos lanzados hacia una zona de catástrofe. No había posibilidad de evitarla, pero éramos tan humanos que creímos que sí. Hasta que un día todo se estrelló sin ruido por causa de una frase, dos palabras hijas del Armagedón. Fue como una de esas devastaciones de la naturaleza que sobrevienen con rapidez e indiferencia. Algo destructivo y poderoso. Utilicé lo que no había necesitado hasta entonces: una estrategia de salvataje. No tenía dónde ir más que a mi cueva en la montaña. Es un lugar en el que se permanece sin esperar nada: ni cobijo, ni consuelo. Se vive como si u...

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Pasó hace tiempo. Dos bólidos lanzados hacia una zona de catástrofe. No había posibilidad de evitarla, pero éramos tan humanos que creímos que sí. Hasta que un día todo se estrelló sin ruido por causa de una frase, dos palabras hijas del Armagedón. Fue como una de esas devastaciones de la naturaleza que sobrevienen con rapidez e indiferencia. Algo destructivo y poderoso. Utilicé lo que no había necesitado hasta entonces: una estrategia de salvataje. No tenía dónde ir más que a mi cueva en la montaña. Es un lugar en el que se permanece sin esperar nada: ni cobijo, ni consuelo. Se vive como si uno ya se hubiera muerto. Los recuerdos se aniquilan antes de que surjan: adiós al rostro, adiós a los días de la dulzura. Para resistir allí hace falta entereza. Se sobrevive apenas, con la respiración aplastada y un vibrato agónico en el pecho, único indicador de la existencia. El sitio tiene la hostilidad de una garra, una desmesura que devora cualquier atisbo de pensamiento relacionado con el encono o la melancolía: es un lugar tan duro que todo se concentra en la idea de subsistir. Cuando el cuerpo ya se ha acostumbrado a la brutalidad, llega el furor químico de la angustia, una víbora demente que recorre esa tierra yerma. No hay forma de evitarla. Sólo queda ahogarse en su océano ceniciento para vencerla sin pensar, obedeciendo a impulsos ciegos mientras los órganos chillan retorcidos por el esfuerzo inhumano. Hasta que un día, sorpresivo y cruel, llega el olvido. La más perfecta nada. La desaparición del rastro. Permanecí en esa cueva hasta que pude aniquilar, y enviar de regreso al infierno del que había salido, la pregunta que me había llevado hasta allí: qué hubiera pasado si, cómo hubiera sido la vida esa. ¿Cuántos caminos se perdieron con ese que sellé, tapié, lapidé para siempre ―cuando aún estaba vivo― para poder vivir yo? Desde entonces, bajo capas de lo que no fue ni será, de lo que ni siquiera es, escribo. Con eso basta. O debería bastar.

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