La mujer que asistió a su propio funeral

En el ensayo ‘Vivir con nuestros muertos’, la rabina francesa Delphine Horvilleur cuenta la historia de Myriam, obsesionada por organizar el propio entierro no la dejaba vivir. Una fijación que hoy capitalizan los llamados ‘funeral planners’

RubberBall Productions (Getty Images)

La rabina francesa Delphine Horvilleur cuenta que cuando era estudiante en Nueva York solía dar clases de hebreo en una sinagoga de Manhattan a un grupo de abuelitas hipersofisticadas del pijísimo Upper East Side. Entre ellas se encontraba Myriam, una señora alegre y con mucho sentido del humor que solía encajar en su diminuto bolso toneladas de comida y de tés perfumados para la merienda. Pero Myriam no siempre había sido tan jovial. Un día le confesó a su french rabbi, de la que se había enca...

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La rabina francesa Delphine Horvilleur cuenta que cuando era estudiante en Nueva York solía dar clases de hebreo en una sinagoga de Manhattan a un grupo de abuelitas hipersofisticadas del pijísimo Upper East Side. Entre ellas se encontraba Myriam, una señora alegre y con mucho sentido del humor que solía encajar en su diminuto bolso toneladas de comida y de tés perfumados para la merienda. Pero Myriam no siempre había sido tan jovial. Un día le confesó a su french rabbi, de la que se había encariñado con el paso de los meses, que durante muchos años sufrió una profunda depresión. Había perdido las ganas de vivir, casi ni se alimentaba, y no hacía ninguna actividad, pese a las desesperadas propuestas de sus hijos para que saliera de casa. Ya no deseaba nada. Solo una idea, o mejor dicho una obsesión, le mantuvo viva en esa época oscura: la organización de su propio funeral.

Myriam dedicaba días enteros y “toda su actividad intelectual” a pensar cada detalle del deseado evento. Contrató los servicios de una funeraria y redactó una lista de todo lo que el funeral a medida que se había imaginado exigía: un sitio céntrico al que la gente pudiera acudir fácilmente, unas sillas dispuestas en círculo, flores, las canciones Summertime del álbum Barbara Hendricks sings Gershwin y Learning the blues de Sinatra, pero en la versión jazz del Oscar Peterson Trio, un bonito y bien iluminado retrato suyo, un ataúd al que había echado el ojo y los discursos conmovedores de familiares cuyo orden y atribución ya tenía clarísimos. “Si hubiera podido habría escrito cada discurso o incluso su propia necrológica”, ironiza Horvilleur. Agotados por el nuevo hobby de su madre, los hijos de Myriam decidieron darle una lección.

Una mañana, Myriam se encontró que la esperaban frente a su casa. Pensó que su hija, que le había suplicado que la acompañara a un centro comercial, le había mandado un chófer para aliviar el suplicio de tener que salir de casa. Pero minutos después, el vehículo la dejó en la puerta de la capilla funeraria del Riverside Memorial Chapel. Allí le invadió una extraña sensación de familiaridad: sentados en círculo, reconoció a sus familiares, a su peluquera e incluso al portero de su edificio, y también la voz de Barbara Hendricks, que resonaba en la sala. Poco a poco fue identificando todos los detalles de la lista que había establecido unos meses antes y entendió que sus hijos le habían ofrecido en vida asistir a su propio funeral. Una ceremonia que resultó ser tal y como se la había imaginado, emotiva y elegante, y que le permitió, como pretendían sus hijos, que pudiera seguir con su vida y dejar atrás de una vez por todas su macabra obsesión.

Esta anécdota la relata con mucha más gracia y lujo de detalles Horvilleur en el maravilloso Vivir con nuestros muertos, en el que la rabina, cuyo oficio también conlleva oficiar funerales y prestar apoyo a los familiares del difunto, recuerda a las personas ―algunas célebres como Simone Veil, otras anónimas― a las que acompañó en el último viaje. Pues de un tiempo para aquí la obsesión de esta mujer neoyorquina por controlar incluso su propia muerte parece haberse extendido, dando lugar al surgimiento de una nueva figura: la de funeral planner. Un caso paradigmático es el de la italiana Lisa Martignetti, una mujer de unos 40 años conocida como la chica de los cementerios que se ha convertido en un fenómeno en redes. En su cuenta de Instagram de estética gótica, seguida por 26.000 personas, donde se mezclan selfis, fotos de cementerios, frases pseudofilosóficas y una foto del papa Francisco, Martignetti habla del miedo a la muerte que siente mucha gente y de la imperiosa necesidad de hacerle frente anticipando cómo será el último adiós, ya que, como dijo con total naturalidad a un periodista de La Stampa, “si hoy organizamos todo, ¿por qué no el propio funeral?”.

No negaré que existe una forma de tabú en torno a la muerte. Como explica Horvilleur en el ensayo, esto se debe en parte a que hemos perdido la familiaridad con la muerte en un sentido de costumbre. La modificación de las estructuras familiares ha hecho que “la hemos puesto a distancia en otros espacios”, en hospitales o residencias de ancianos. Entiendo también que algunas personas acudan a ese tipo de servicios para aliviar el trance de los que se quedan, en la línea de la tradición sueca de despojarse de las pertenencias antes de morir, pero creo que la experiencia de Myriam debería servirnos, como estima Horvilleur, para comprender que “querer planificar la propia muerte hasta el extremo equivale a menudo a no estar preparado, a negarse a admitir lo que significa nuestra desaparición: una renuncia a controlar lo que nos sucede, una aceptación de que la vida pertenece a los vivos”.

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