Perdidos climáticos
El ahogamiento del sur de Brasil debería ser una alerta para todas las ciudades del planeta
Cuando la lluvia se hizo omnipresente y las aguas empezaron a subir en Porto Alegre, la capital del Estado más al sur de Brasil, hacía solo dos semanas que mi amiga había salido del hospital. Se recuperaba de una operación particularmente difícil para una mujer, la extirpación de un pecho para eliminar un tumor cancerígeno, lo que ya es entrar en territorio desconocido. Entonces las aguas empezaron a subir y subir, los bajos del edificio se inundaron, se fue la luz, el agua que sobraba fuera faltaba en los grifos. Las reservas de alimentos se acabarían en tres días, pero mi amiga ya no podía s...
Cuando la lluvia se hizo omnipresente y las aguas empezaron a subir en Porto Alegre, la capital del Estado más al sur de Brasil, hacía solo dos semanas que mi amiga había salido del hospital. Se recuperaba de una operación particularmente difícil para una mujer, la extirpación de un pecho para eliminar un tumor cancerígeno, lo que ya es entrar en territorio desconocido. Entonces las aguas empezaron a subir y subir, los bajos del edificio se inundaron, se fue la luz, el agua que sobraba fuera faltaba en los grifos. Las reservas de alimentos se acabarían en tres días, pero mi amiga ya no podía salir de casa ni pedir ayuda a sus hijos, porque el edificio estaba aislado. De repente, mi amiga se vio viviendo en una isla rodeada de agua por todos lados en una ciudad de 1,3 millones de habitantes. Unos voluntarios la sacaron de su apartamento en el tercer piso en brazos, solo con lo puesto. La llevaron a casa de uno de sus hijos, donde estuvieron apenas dos días, porque el agua también la alcanzó. Huyeron hacia la costa por carreteras con largos atascos. El domingo contaba: “Estoy en una casa extraña, con personas extrañas, en una ciudad que ya no reconozco”.
Esta es una historia de privilegio en el peor fenómeno climático extremo que ha tenido lugar en una capital brasileña. Mi amiga es una mujer de clase media, como también lo son mis familiares y conocidos que están entre los más de medio millón de desalojados y más de 80.000 que se han quedado sin hogar en el Estado de Río Grande del Sur. Las historias de horror son las que tienen cuerpos flotando, que emergen junto a las ratas cuando el agua baja solo para volver a subir. Hasta el lunes había 147 muertos y 127 desaparecidos.
Lo que sucede ahora en el sur de Brasil se previó en el año 2015 en un informe gubernamental que proyectaba los impactos de la crisis climática hasta 2040 y planeaba medidas de adaptación. El Gobierno de Dilma Rousseff lo archivó y los Gobiernos siguientes, de Michel Temer y Jair Bolsonaro, nada hicieron. Y lo que se preveía sucedió.
Las imágenes de horror deberían servir de alerta a una humanidad que parece que ya no es capaz de entender las alertas. Es el cine de catástrofes haciéndose realidad sin ningún plan de mitigación, prevención y adaptación en un Estado que mayoritariamente votó al negacionista del clima Jair Bolsonaro en las elecciones que ganó y también en las que perdió. El sur de Brasil se ahogaba y el depredador Congreso brasileño seguía con casi tres decenas de proyectos que acelerarán el calentamiento global.
La mayoría de los afectados aún no puede volver para ver lo que ha quedado de su casa o para (quizás) encontrar familiares que se perdieron en la huida, pero tienen que entender que lo único seguro es que los fenómenos extremos continuarán y todo puede repetirse en algunos meses. La vida ahora es así.
Y no es así solo en el sur de Brasil y otras regiones del planeta violentamente afectadas en los últimos años. En vastas zonas del mundo, tanto la destrucción de la naturaleza continúa, de forma aún más acelerada, como las acciones de mitigación y adaptación al colapso climático en curso son nulas o casi nulas. Gobernados en gran parte o por negacionistas o por negligentes, somos todos perdidos climáticos, la mayoría esperando sentados que el cielo les caiga en la cabeza.