La boda de la furiosa impaciencia

El casamiento del alcalde de Madrid ocurre en un momento delicado para la ciudadanía en el que las exhibiciones de clase, poder e influencias sobran

El alcalde de Madrid y su esposa, a la salida de la iglesia de San Francisco de Borja de Madrid, tras contraer matrimonio, el pasado 6 de abril.Ana Beltran (REUTERS)

Me doy mi garbeo mañanero escuchando la radio como hacía mi suegro paseando entre las olivas. Él no tenía auriculares, llevaba el transistor en la mano, sin eliminar la música de los sonidos del campo. Más saludable, sin duda. Escucho las crónicas de sociedad de Martín Bianchi, que me hacen sonreír. He seguido gracias a él los preparativos de la boda del año, ...

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Me doy mi garbeo mañanero escuchando la radio como hacía mi suegro paseando entre las olivas. Él no tenía auriculares, llevaba el transistor en la mano, sin eliminar la música de los sonidos del campo. Más saludable, sin duda. Escucho las crónicas de sociedad de Martín Bianchi, que me hacen sonreír. He seguido gracias a él los preparativos de la boda del año, la de Martínez Almeida y Teresita (siempre según palabras del cronista) y la lista de bodas, que al parecer era pública. Será su manera de entender la transparencia. El problema de escuchar la radio en directo, a la antigua usanza, es que a cualquier descuido te pierdes un detalle esencial, y yo me quedé sin saber por qué demonios aparecía en la lista de los novios algo referente a “la zona de secado” del baño, una expresión que de desconocerla absolutamente ha pasado a ser familiar para mí. Ahora oigo hablar de la zona de secado en cualquier esquina. Me gustó que narrando la boda el cronista dijera que no compartía eso de centrarse solo en señalar la delirante psicomotricidad de los contrayentes a la hora de abordar el chotis, un baile sin duda desafiante, aunque puestos a practicar la ortodoxia castiza deberían haberlo bailado sobre un ladrillo. Visto lo visto, mejor sin ladrillo. Dijo Bianchi, no sin razón, que a él le parecía más escandalosa la elección de la iglesia, San Francisco de Borja, por toda la simbología franquista que contuvo y contiene, funerales en honor a Franco, del funeral de Carmen Polo y así. Puede que lo más chistoso fuera el tocado de Esperanza Aguirre o el pedete lúcido que llevaba su marido al volante, pero no lo más destacable en una ceremonia en la que con golpes de humorismo cañí se envolvió un soberbio mensaje político.

Recordarán aquel primer alcalde que fue Almeida, tuvo su momento de campechanía. Fue breve. Parecía que se iba a saltar la aspereza partidista para abrazar ese talante acogedor que se le concede a esa figura local más que a cualquier otra en política, pero no, el partido llamó a rebato y Almeida se colocó en primer tiempo de saludo. Escribió Jordi Amat sobre el inevitable eco de la histórica boda de la hija de Aznar en la que El Escorial pretendía ser el escenario de un renovado sueño imperial y acabó sirviendo de paseíllo para tantos que luego entrarían en los juzgados como aquel día en la basílica. Pero la boda del alcalde de Madrid ocurre hoy en un momento delicado para la ciudadanía en el que las exhibiciones de clase, poder e influencias sobran porque dividen sociedades que están tendiendo a agrietarse ideológicamente sin hacer pie ni encontrar puntos de encuentro. Es inaudito que el alcalde de una ciudad como Madrid, de la que se supone, o al menos de eso presumen, diversidad y tolerancia, no acogiera en su fiesta más que a personas de la derechota, a personas de reconocida influencia económica, a aristócratas, y que para colmo esa demostración impúdica de clase se hiciera en el santo lugar de la élite, en el meollo del cogollo que tan bien retrató Longares en su novela Romanticismo, con su consabida cohorte de vasallos a las puertas del templo, creyentes en las leyes de la sangre, siempre prestos a aplaudir a reyes y marquesas. Cómo no adivinar una intención extraña en exhibir a una parte de la Casa Real, la que rodea al emérito, para que fuera jaleado en la calle y más aún dentro, en un ambiente que excluye a las Letizias que han distorsionado la idea que los monárquicos tienen de la Monarquía. Viva el Rey y su corte, viva Ayuso y la suya, viva un mundo que ya no es de ayer porque parecía caduco, pero lo están reviviendo. Valle Inclán y Arniches en una misma función en la que los personajes andan sacando pecho, excluyendo sin pudor a todo aquel que no pertenezca a esa élite y todo ello alentado por una furiosa impaciencia por hacerse con el mando. Ese es el argumento de la obra: la impaciencia.

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