El nuevo capitalismo de los sentimientos
Crece la moda de celebrar un divorcio con una gran fiesta de hasta un millón de dólares. ¿Y los pobres?
Está surgiendo un nuevo capitalismo que podría llamarse de los sentimientos. Lo advierto en el multiplicarse de informaciones sobre las nuevas modas de celebrar no solo un divorcio sino hasta un aborto. ¿Mañana celebraremos una muerte? No, no hace falta organizar una fiesta costosa para anunciar que lo que había nacido con una gozosa decisión de vida, acabó en dolor y separación. O celebrar que lo que podía haber sido el fruto de una nueva vida con el dolor de u...
Está surgiendo un nuevo capitalismo que podría llamarse de los sentimientos. Lo advierto en el multiplicarse de informaciones sobre las nuevas modas de celebrar no solo un divorcio sino hasta un aborto. ¿Mañana celebraremos una muerte? No, no hace falta organizar una fiesta costosa para anunciar que lo que había nacido con una gozosa decisión de vida, acabó en dolor y separación. O celebrar que lo que podía haber sido el fruto de una nueva vida con el dolor de un aborto.
Divorcio sí. Aborto sí. El Estado no tendría por qué intervenir en las decisiones más íntimas y secretas del corazón humano. Pero tampoco celebrar con joyas, fiestas y champaña el triste final de lo que habíamos soñado para nuestro futuro. En eso, las iglesias y los gobiernos ultraconservadores van contra los derechos más sagrados de las personas.
Vivimos una época de grandes transformaciones en las relaciones entre las personas, los géneros, las formas de familia, el modo de vivir, el placer y el dolor y es normal que ello conlleve nuevos modos de relacionarnos a todos los niveles. Pero, por favor, que el nuevo y feroz capitalismo que nos devora no quiera prostituir sentimientos tan íntimos, a veces tan dolorosos, en las relaciones personales y familiares para convertirlo en lucro.
Leo, por ejemplo, que crece la moda de celebrar un divorcio con una gran fiesta de hasta un millón de dólares. ¿Y los pobres? Es comprensible que ciertas separaciones fruto, por ejemplo, de violencia física y psicológica, sea un alivio para la víctima de esa relación que suele ser hoy por hoy la mujer. De ello a celebrar una fiesta mayor y más ostentosa que lo había sido la celebración del primer amor hay un gran trecho.
Pero como el capitalismo no tiene límites, ya no basta, al parecer, la celebración de un divorcio con una fiesta faustosa. Ahora la moda es la creación de nuevos anillos de oro y diamantes, cambiando de dedos, para celebrar y ostentar no una nueva unión que se espera sea menos dramática que la anterior, sino más feliz. Al final se trataría, en realidad, de la celebración de un fracaso o el final de una situación dolorosa de una relación violenta.
Una fiesta es siempre una celebración, una alegría, y puede serlo la salida del túnel de una relación fracasada o el inicio de una nueva relación que se espera sea menos traumática y más rica que la que dejamos abandonada. Y, sin embargo, hoy que tanto se habla de sentimientos, de estados psíquicos difíciles en un mundo tumultuado, sería lógico estar más atentos a no convertir en alegría, gritada desde el despilfarro de una fiesta, para disfrutar en serenidad el inicio de una nueva relación soñada como mejor.
Estuve siempre, hasta cuando se consideraba un pecado mortal, a favor no solo del divorcio sino del aborto, cuando la situación de las personas se había convertido en un infierno. Nadie debe ser impedido por ley a decidir sobre los propios sentimientos. Y estuve siempre seguro que ninguna mujer, no ya ante la violencia de un estupro, sino ante una decisión íntima y personal, renunciaba a una nueva vida celebrándolo con champaña y una fiesta. Hay dolores íntimos que la mujer y solo ella puede entender en profundidad de sentimientos.
No veo, hasta el momento, que al igual que está aconteciendo con la celebración festiva y millonaria de los divorcios, el capitalismo haya llegado aún a contaminar la grave decisión de una mujer a renunciar al fruto de su vientre. Pero tampoco estoy seguro de que ese capitalismo no pueda llegar a esa orilla del horror.
Es verdad que nuestra generación está en un momento de cambio global, que va desde la ciencia y la tecnología hasta al mundo más profundo de los sentimientos. Todo ello es cierto, es imparable, como lo fueron todos los cambios radicales del pasado, pero sería mejor que, a pesar de todo, sigan existiendo límites a ciertos sentimientos más profundos y que se ponga una barrera a la voracidad de un capitalismo que lo arrastra todo, sin pararse ni ante los sentimientos más sagrados y hasta estimulándolos con sus argucias publicitarias de modas y convicciones.
Para decirlo gráficamente: divorcio sí, aborto sí, nuevas formas de convivencia sí, pero, por favor, sin champaña, sin borbotones de fiestas y alegrías y sin innecesarios despilfarros de nuevas joyas lujosas para, en el fondo, evidenciar un fracaso. Los viejos demonios tentadores del rancio catolicismo del pasado llevan hoy el nombre del nuevo capitalismo moderno capaz de incrustarse hasta en las fibras más íntimas y dolorosas de los sentimientos humanos. Y aún no han entrado en ese escenario de explotación capitalista, los nuevos demonios que podría crear la aún recién nacida inteligencia artificial. Si hay una palabra que le cae como anillo al dedo al capitalismo, al viejo y al moderno, es el de la voracidad. Nunca acaba de saciarse. Será siempre carnívoro.
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