El debate | ¿Sigue España siendo católica?

Las celebraciones religiosas de la Semana Santa en España permitirían pensar en un fuerte compromiso de la ciudadanía con la religión, una premisa que contrasta con la pérdida de vocaciones y de fieles en los templos

Procesión del Santo Entierro Grande en Sevilla, celebrada el pasado sábado.Raúl Caro. (EFE)

La conmemoración estos días de la pasión de Cristo, de su muerte y resurrección, suscita el debate sobre la religiosidad y el catolicismo de la sociedad española, la misma que según las encuestas va abandonando sus creencias y vaciando las iglesias y al mismo tiempo llena las calles de penitentes y cofrades por estas fechas. Entre el sentimiento de identidad y pertenencia y una nueva forma de entender la espiritualidad, el profesor César Rina Simón y el sacerdote y escritor Pablo D’Ors reflexionan sobre los vínculos actuales de la sociedad española con la Iglesia católica.

Hace un siglo...

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La conmemoración estos días de la pasión de Cristo, de su muerte y resurrección, suscita el debate sobre la religiosidad y el catolicismo de la sociedad española, la misma que según las encuestas va abandonando sus creencias y vaciando las iglesias y al mismo tiempo llena las calles de penitentes y cofrades por estas fechas. Entre el sentimiento de identidad y pertenencia y una nueva forma de entender la espiritualidad, el profesor César Rina Simón y el sacerdote y escritor Pablo D’Ors reflexionan sobre los vínculos actuales de la sociedad española con la Iglesia católica.

Entre el pertenecer y el creer

CÉSAR RINA SIMÓN

Hace un siglo, los escritores Gabriel Alomar y Eugenio Noel señalaban que España era un país católico por el que no había pasado el cristianismo. Diferenciaban entre el catolicismo entendido como cultura, política y performance, y el cristianismo como sistema de creencias y fuente de principios morales. Lo cierto es que España no tiene credo porque solo existe en la imaginación, y ambos vectores transitan surcos diferenciados en nuestros cerebros. La asimilación entre catolicismo y nación tiene una innegable vertiente emocional: cómo y con quién nos identificamos, independientemente de nuestras creencias, que pertenecen a esferas cambiantes e insondables. La Iglesia católica ha perdido buena parte de la influencia que disfrutó durante el nacionalcatolicismo. Sobrevive como propiciadora de ritos de paso, escenario para la representación de nostalgias y red de comunidades parroquiales en declive demográfico. Sin embargo, múltiples investigaciones constatan un creciente interés por todo lo trascendente y espiritual. Vivimos un tiempo de inflación de lo religioso, solo que su eje de irradiación se ha dispersado entre diversos agentes que pueden presentarse bajo apariencias laicas. El auge actual de los nacionalismos en todo el mundo responde a esta dinámica.

Las fiestas populares de la Semana Santa ejemplifican este horizonte de formas católicas y significados seculares; de templos vacíos y calles repletas de penitentes, costaleros, mantillas y espectadores. Las procesiones se imaginan medievales y barrocas, si bien tienen un origen ligado a fenómenos modernos: el turismo, la sacralización de la política, las identidades territoriales y el espacio de la ciudad, convertida en escenario de una poliédrica ópera popular. Su narrativa oficial es nacionalista y católica pero sus significaciones trascienden del fenómeno religioso y de la esfera de las jerarquías. De hecho, la Iglesia ha intentado históricamente purificarlas y reconducirlas a los templos, tildándolas de “ritos paganos”, “creencias incultas” o “prácticas heterodoxas.” De cara a la propaganda externa, la Iglesia, que ni las organiza ni las financia, las usa para reivindicar su capacidad de movilización y el catolicismo latente del pueblo español.

Como rituales condensadores de imaginarios colectivos, están transitados por fuertes tensiones políticas y culturales. Los modelos ideológicos maniqueos no pueden comprender esta aparente confusión de pulsiones antitéticas. Debido al papel que tuvieron durante la dictadura, las procesiones han sido asimiladas con el franquismo y con el estereotipo de la españolada. Sin embargo, la Semana Santa ha explotado en las últimas décadas, ya en democracia, coincidiendo con el “abandono” de los templos y con el proceso de secularización. Nunca ha habido tantas cofradías, imágenes religiosas, desfiles y millares de personas consumiendo productos cofrades todo el año. Es un fenómeno inaudito de resignificación popular de fiestas en nombre de las identidades locales, del arraigo y de tradiciones. También nos habla de la capacidad colonizadora del consumo y de la mercantilización de las experiencias “auténticas” o “ancestrales”.

La inflación cofrade tiene múltiples lecturas y todas tienen que ver con las incertidumbres del presente. Porque uno de los rasgos distintivos de nuestra época es la retrotopía: la búsqueda de redenciones colectivas en el pasado y el gusto por la dramatización historicista. Ahí radica la clave del agigantamiento de la Semana Santa: permite representar en el espacio urbano la continuidad de la comunidad en el tiempo y participar en rituales simbólicos de resistencia a la aceleración, al desarraigo y a las transformaciones de la globalización, aunque se haga recurriendo a elementos eminentemente globalizados y a performances católicas descontextualizadas. También posibilita la participación en las “cosas” de la ciudad y la vinculación a un proyecto asociativo, identitario y trascendente. En definitiva, un impasse en las experiencias individualistas y las exigencias utilitarias cotidianas. Esto explicaría la vitalidad de una fiesta de pertenencia y no tanto de creencias.

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Será cristiana con el tiempo

PABLO D’ORS

España nunca ha sido católica, puesto que la fe solo puede ser profesada por personas, no por países o colectivos. Por supuesto que nuestra nación ha sido sociológicamente católica, y eso ha tenido algunas consecuencias nefastas, aunque también otras bastante buenas. Millones de conciencias han quedado devastadas por interpretaciones equivocadas y por una rigidez y un fanatismo detestables. No hace falta poner ejemplos ni abundar en los detalles, no ayuda. Por otro lado, también millones de conciencias —entre las que se encuentra, entre otras, la mía— han encontrado fuerza y consuelo en la Palabra de Dios, en los sacramentos o en la oración. Esto es, de igual modo, un hecho incontestable.

España está dejando de ser sociológicamente católica, y esto resulta evidente. Hay numerosos estudios al respecto. Mi amigo Rafael Domingo Oslé, en un sugerente artículo titulado Alianza conyugal sacramental, afirma que, según los estudios del Instituto Nacional de Estadística (INE), las bodas católicas han descendido en España un 83% en los últimos 25 años. Este es el dato: de los 194.084 matrimonios que se celebraron en 1996 en España, 148.947 se celebraron en el seno de la Iglesia católica (lo que supone un 76,7% del total ). En 2021, en cambio, apenas cinco lustros después, de las 148.588 bodas que se celebraron en España, solo 24.957 lo fueron de acuerdo con las prescripciones de la Iglesia (es decir, un 16,8%). Muchos feligreses, ante estos datos, se llevarán las manos a la cabeza; sin embargo, para mí se trata de una buena noticia, pues hace que la religiosidad sea algo más personal y auténtico, y no meramente algo establecido o social. Solo así —transformando a la gente hacia su mejor versión— es la religión creíble y deseable. Lo puramente exterior no puede suscitar la vida del espíritu.

La pregunta que abre este debate suscita, cuanto más pienso en ella, otra que estimo más interesante: ¿sigo yo siendo católico? He hecho —y estoy haciendo— un largo y atribulado camino de búsqueda espiritual; y llevo más de tres décadas ejerciendo el ministerio sacerdotal lo mejor que puedo. Sin embargo, contra las apariencias, eso no responde a la cuestión.

Católico es quien cree en Jesucristo en una tradición; y ese es, desde luego, mi caso: sé que Jesucristo vive —lo he experimentado—; nadie puede negármelo. Decir que Dios no existe suena en mis oídos tan extraño como podría sonar en los de quien ama y es amado que no existe el amor.

A esta experiencia —que no es una mera creencia, pues no se mueve en el plano mental, sino en el espiritual— he llegado gracias a la mediación de la Iglesia, de modo que no puedo por menos que permanecer en su seno con espíritu de agradecimiento. La sangre vincula a las personas a sus familias biológicas, lo quieran o no; la fe que recibí en el bautismo me une firmemente a la comunidad eclesial; y no seré yo, ciertamente, quien deshaga este vínculo.

Claro que mi comprensión actual del mensaje y de la figura de Jesús de Nazaret no es como la que tenía cuando era un niño; ni siquiera es, por fortuna, la misma que tenía hace tan solo unos pocos años. Incluyendo y coronando la propuesta doctrinal y moral de la iglesia, la trasciendo en un cristianismo que definiría de místico o integrador. Mi religión es el Amor —me atrevería a decir—, y el cristianismo católico me ha ayudado a llegar a esta profesión, que es la única imprescindible para crear un mundo mejor.

Digo todo esto porque estoy persuadido de que Occidente, y por tanto España, tras la deriva del materialismo —quizá la principal de las desgracias—, será cristiano con el tiempo, es decir, descubrirá a Jesucristo como faro de la humanidad; y quizá hasta llegue a ser católico, entendiendo este término en su sentido literal, es decir, universal. No puede ser de otra forma, puesto que la Verdad es una e inclusiva, y se demuestra porque funciona. Así que esta es mi respuesta: España está dejando de ser católica para ser católica de verdad.


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