¿Pero es que ya no hay buenas noticias en el mundo?

Quizá envenenados por el abuso de noticias negativas corramos el peligro de caminar con un velo en los ojos que nos impida ver las conquistas que, aunque a veces a trompicones, el ser humano ha sido capaz de conseguir

Acostumbrado desde hace medio siglo, por mi profesión de periodista, a leer cada mañana las noticias del mundo que, como decía Francois Mauriac, son la oración del hombre laico, hoy las cinco primeras de esas noticias eran crímenes. ¡Y qué crímenes! Y lo peor es que siento la zozobra de no saber si estoy leyendo las verdades o las mentiras del planeta, incluso las que acontecen a la puerta de mi casa. Y es...

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Acostumbrado desde hace medio siglo, por mi profesión de periodista, a leer cada mañana las noticias del mundo que, como decía Francois Mauriac, son la oración del hombre laico, hoy las cinco primeras de esas noticias eran crímenes. ¡Y qué crímenes! Y lo peor es que siento la zozobra de no saber si estoy leyendo las verdades o las mentiras del planeta, incluso las que acontecen a la puerta de mi casa. Y es que vivimos columpiándonos entre la verdad y la falsedad, al mismo tiempo que la mentira crece, mientras la verdad se va encogiendo avergonzada.

Es curioso que los famosos periódicos antiguos de “noticias positivas”, que acabaron sucumbiendo por falta de lectores a pesar de ser ofrecidas gratuitamente, podrían volver ante el hartazgo de malas noticias que nos hostigan. Y lo peor es que las nuevas tecnologías nos arrastran a la dificultad de poder distinguir entre verdad y falsedad.

Y existe hoy un peligro añadido. No hay duda que siempre el ser humano ha estado más atraído por las malas que por las buenas noticias. Nos gusta la sangre. Sí, lo explica bien la psicología. Inútil negarlo. Todo lo trágico, lo impensable, lo truculento, lo degenerado, lo imposible, desata nuestra curiosidad y nuestros instintos sádicos. Lo normal, lo de siempre, lo que no choca ni sacude los subterráneos de nuestros impulsos de muerte, deja de interesar a nuestra curiosidad innata.

Lo trágico en este momento es que todo ello pueda acabar contagiando hasta a la información considerada seria, la que cuenta con instrumentos de control de la información, la que sabemos, o sabíamos, que en ella podíamos confiar. Me refiero a la información de los medios tradicionales para quienes suponía un orgullo poder asegurar que toda información publicada llevaba la garantía de la autenticidad.

¿Recuerdan la famosa norma de las cinco preguntas sobre una noticia: quién, dónde, cuándo, cómo y por qué? Ya sé que nunca dos periodistas observando un mismo hecho verán lo mismo, ya que la información estará tamizada por los mecanismos internos de observación del periodista. Pero sin duda evitan la mentira consentida y explorada.

A veces me pregunto, y lo discuto con mis amigos, si la sensación de que estamos en el peor de los mundos, en un momento de degradación moral y de aumento de la violencia como nunca lo habíamos vivido antes, se debe a una realidad, o si ello será más bien fruto de que hasta los medios más serios y creíbles, arrastrados por el éxito que causan las malas y a veces falsas noticias, de los crímenes más hediondos por parte de las redes, puedan convertirse en un verdadero mercado de lucro material.

Y el problema no es solo que estamos jugando con fuego llevando al extremo las malas noticias que, al parecer, aumentan los lectores, sino que podemos acabar convenciendo a nuestro mundo que nunca estuvimos peor. Lo estuvimos sí en el pasado. ¿Pero no decimos que hoy la democracia está en crisis, que crece la extrema derecha y toda la violencia que arrastra? Y es cierto, pero nos olvidamos de cuando la democracia, las libertades individuales, las preocupaciones sociales no existían. Existían solo dueños y esclavos, imperios y legiones de miserables. Cuando el machismo era un orgullo, la mujer era un simple instrumento de placer, la libertad era solo para un puñado de privilegiados que la imponían con la fuerza, que matar hasta a los hijos que nacían con un defecto era una obligación de los padres.

Quizá a mi edad debería ser menos optimista, recalcar que tiempos pasados fueron mejores, pero al revés, precisamente por haber vivido ya tanto, creo tener un plus de capacidad para entender que, con todas las noticias negativas, de las que una buena parte son falsas, la sociedad ha dado saltos de gigante en la toma de conciencia sobre los derechos humanos, sobre la lucha contra la ignominia y la infamia de los pasados regímenes de tiranía, cuando hasta los derechos más elementales eran inconcebibles. ¿Igualdad entre hombres y mujeres? ¿Derechos de los niños? ¿Y de los animales? Bueno, eso suena a locura.

O sea, que quizás, obcecados y envenenados por el abuso de noticias negativas, corramos el peligro de caminar con un velo en los ojos que nos impida ver las conquistas que, aunque a veces a trompicones, el ser humano ha sido capaz de conseguir. Nunca se vivió tanto y con tantas comodidades.

Abramos las ventanas, dejemos entrar la luz de lo que ya hemos conquistado, acoracémonos y luchemos contra la mentira. Y por favor, eso sí, que los niños, a quienes pertenece el futuro que nosotros les preparamos, no sean las víctimas inocentes de los pecados de un capitalismo que intenta adueñarse esta vez no solo de lo material sino de lo más sagrado que existe, como lo es la verdad, la única capaz de hacernos libres.

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