Nuestro mundo

No me reconozco, se van borrando los ojos, los labios, la nariz, la posibilidad de hablar y de alimentarme. Esto me pasa porque acabo de leer ‘Un lugar soleado para gente sombría’, el magnífico libro de Mariana Enriquez

La Fira de Santa Llucia, en Barcelona, el pasado diciembre.Albert Garcia

Camino de casa, noto que la gente me mira raro. Conocidos y desconocidos, tenderos amigos y comerciantes recién llegados, vecinos y alienígenas me miran raro. La extrañeza ajena es la mejor forma de tomar conciencia de uno mismo. Así que abro la puerta, voy al baño y me busco en el espejo. Aunque no he sentido ningún dolor, me sorprendo ante mi rostro. La mitad derecha parece afectada por una parálisis. El labio se descuelga, la mejilla está muy blanda y el párpado casi cerrado. Quiero hablar en alto, preguntar qué pasa, pero me cuesta trabajo pronunciar las palabras. Fascial, entumecimiento, ...

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Camino de casa, noto que la gente me mira raro. Conocidos y desconocidos, tenderos amigos y comerciantes recién llegados, vecinos y alienígenas me miran raro. La extrañeza ajena es la mejor forma de tomar conciencia de uno mismo. Así que abro la puerta, voy al baño y me busco en el espejo. Aunque no he sentido ningún dolor, me sorprendo ante mi rostro. La mitad derecha parece afectada por una parálisis. El labio se descuelga, la mejilla está muy blanda y el párpado casi cerrado. Quiero hablar en alto, preguntar qué pasa, pero me cuesta trabajo pronunciar las palabras. Fascial, entumecimiento, derrame cerebral, pasmo, descomposición, no sé, me asusto yo también al verme así, fantasma extraño de mí mismo. Quizá sea una lepra insólita, porque la piel se ha llenado de manchas. Las observo y parecen borraduras, vetos, escombros, cadáveres, mendigos dormidos en la calle, una descomposición corporal. No hay derecho, exclamo, pero la o se ha vuelto una vocal difícil y no salen de la boca palabras como derecho, humano, democrático. Vaya dificultad, ¡democrático! No me reconozco, se van borrando los ojos, los labios, la nariz, la posibilidad de hablar y de alimentarme. Esto me pasa ―lo pienso al sentirme cruzado por un último rayo de lucidez―, porque acabo de leer Un lugar soleado para gente sombría (Anagrama), el magnífico libro de Mariana Enriquez.

Ahora me suena el móvil. Veo en la pantalla el nombre de una de mis hijas. Como aún no me han desaparecido los dedos, consigo aceptar la llamada. Antes de que yo pueda hablar y decir lo que me pasa, empieza ella a contarme las cosas de su vida. Poco a poco se me abre un ojo, luego el otro, y veo en el espejo que los labios vuelven a dibujarse y las mejillas se recomponen para sostener el dolor leproso de las borraduras. Mi cara vuelve a ser la mía. Bueno hija, digo, no te preocupes, verás cómo al final lo solucionamos y todo saldrá bien.

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