El Dios triste y violento de la extrema derecha no cabe en la Navidad

Aquí en Brasil estamos luchando por deshacernos del lúgubre Dios bolsonarista, el de la violencia, el machista por excelencia, el del placer por las armas

Jair Bolsonaro, expresidente de Brasil, durante la asunción como mandatario de Javier Milei, en Buenos Aires, el pasado 10 de diciembre.MATIAS BAGLIETTO (REUTERS)

Hoy sabemos cómo nacieron los dioses. Surgieron del miedo a los fenómenos desconocidos de la naturaleza y para exorcizar la muerte. Más tarde, Dios fue femenino, el de la fecundidad y la vida. La historia de la Humanidad, se dice, es la historia de las guerras, pero también la de las religiones.

No debe ser una casualidad que en este momento histórico en el que se recrudece la violencia y aumentan las guerras q...

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Hoy sabemos cómo nacieron los dioses. Surgieron del miedo a los fenómenos desconocidos de la naturaleza y para exorcizar la muerte. Más tarde, Dios fue femenino, el de la fecundidad y la vida. La historia de la Humanidad, se dice, es la historia de las guerras, pero también la de las religiones.

No debe ser una casualidad que en este momento histórico en el que se recrudece la violencia y aumentan las guerras que podrían ser devastadoras, también los dioses vuelven a ser violentos y monopolizados por la extrema derecha.

En estos días de Navidad que evocan la vida, la ternura, los deseos de paz y reconciliación familiar, crea un cierto malestar oír pronunciar el nombre de Dios a una extrema derecha mundial que apuesta por la violencia y el desgarro.

Habría qué preguntarse por qué la llamada nueva extrema derecha, que es lo más viejo que existe, siente la necesidad de abrazarse a Dios como a su escudo protector. ¿Qué Dios? No escondo que escuchando a Milei, el nuevo guerrero de la venganza, pedir en público “que Dios bendiga al país” y hablando de libertad, aunque subrayada por su “¡carajo!”, siento un mal escondido desasosiego.

Y en mi España, en la que yo sufrí un catolicismo franquista en el que Dios infundía pavor y emulaba la venganza medieval, veo que empieza también a resucitar con la nueva extrema derecha, el Dios de la llamada vieja guardia, el del tristemente famoso: ¡Viva la muerte!

Aquí en Brasil estamos luchando por deshacernos del lúgubre Dios bolsonarista, el de la violencia, el machista por excelencia, el del placer por las armas, el que siente miedo y desprecio por todo lo femenino. El de las nostalgias de las torturas y las ejecuciones sumarias.

El expresidente bolsonarista también había hecho de Dios su escudo y su arma. “Dios por encima de todo” era su lema. Y confesaba que había llegado a la jefatura del Estado porque Dios lo había premiado tras haber sufrido un navajazo en el vientre durante su campaña electoral.

Que por lo menos en estos días navideños, en los que creyentes o no se sienten imbuidos de sentimientos de vida y no de muerte, de esperanza y de perdón, olvidemos a los que el papa Juan XXIII, que abrazó a todas las religiones, llamaba “profetas de desventuras”.

Aquel Papa, como hoy Francisco, apostó por la vida, por el amor, por el abrazo sin ideologías, por la sencillez franciscana en un mundo devorado por un capitalismo que nos ahoga y nos impide disfrutar de las delicias de la simplicidad, de lo original, de la naturaleza aún no sofocada por un materialismo que todo lo devora.

Alguien dirá que el mundo siempre fue así, que siempre se ha columpiado entre la vida y la muerte, entre la religión como escudo y no como liberación, en la victoria de los fuertes contra los débiles. Es verdad. Pero hoy, tras siglos de oscurantismo político y religioso, vivimos días de conquistas que parecen milagros, en un tiempo en que la vida nos ha enseñado a distinguir entre la barbarie y la civilización. Entre la libertad y las nuevas tiranías.

En esta Navidad no deberíamos arrodillarnos ante los dioses de la muerte y sí ante el viejo y alegre pesebre del Nacimiento creado por Francisco de Asís que, despojado del peso muerto de la alienación capitalista, supo entonar un canto a la sencillez y a la alegría de vivir en libertad sin arrastrar las cadenas del odio o del desamor.

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