Los afrodisiacos de Henry Kissinger
El poder es el gran excitante, repetía el político estadounidense recientemente fallecido. También proporciona los beneficios de la impunidad y la amnesia. Él llegó a centenario protegido por el caparazón de una celebridad reverencial y una frialdad moral absoluta
A algunas personas que acumulan desmedidamente el dinero o el poder sus admiradores más abyectos llegan a atribuirles cualidades inauditas. De Henry Kissinger decían algunos de sus cortesanos y cobistas que no solo era un estratega magistral en los asuntos internacionales y un erudito de profundo saber en la historia de la diplomacia, sino que además, cuando se lo trataba de cerca, tenía un excelente sentido del ...
A algunas personas que acumulan desmedidamente el dinero o el poder sus admiradores más abyectos llegan a atribuirles cualidades inauditas. De Henry Kissinger decían algunos de sus cortesanos y cobistas que no solo era un estratega magistral en los asuntos internacionales y un erudito de profundo saber en la historia de la diplomacia, sino que además, cuando se lo trataba de cerca, tenía un excelente sentido del humor. Algunas pruebas han llegado documentalmente a nosotros. En Nueva York o en Washington, en las fiestas de alta sociedad a las que era tan aficionado, decía a veces, con una sonrisa radiante de descaro y astucia, cuando le presentaban a un desconocido: “¿Usted también piensa que soy un criminal de guerra?”. Pequeño y regordete, con su cara y sus gafas de empollón, se complacía en exhibirse del brazo de actrices siempre más altas que él, y repetía la misma explicación de sus habilidades seductoras: “El poder es el gran afrodisiaco”.
Pero su presunto humorismo no disminuía cuando hablaba de alguno de aquellos tiranos matarifes a los que garantizó siempre el apoyo de Estados Unidos. Uno de los más crueles, y de los menos recordados ahora, fue el general Yahya Khan, que en 1971, como presidente de Pakistán, dirigió una masacre de más de 300.000 personas, hombres, mujeres y niños, en lo que hoy es Bangladés, y provocó un éxodo hacia la India de unos 10 millones, con pleno conocimiento y apoyo del presidente Nixon y del propio Kissinger, consejero de Seguridad Nacional. Ninguno de los dos hizo caso de las advertencias de sus propios diplomáticos destinados en Pakistán. Incluso facilitaron clandestinamente el envío de aviones de guerra americanos que aceleraban la destrucción y la matanza. El general Yahya Khan tenía para ellos el valor inestimable de que estaba sirviéndoles como intermediario en los preparativos secretos para el viaje de Nixon a China un año después. Como al dictador paquistaní se lo veía tan envanecido de sus habilidades como mediador, Kissinger dijo de él, según consta en una de las grabaciones de la Casa Blanca: “Khan disfruta todavía más haciendo esto que masacrando hindúes”.
En las encuestas de 1973 y 1974, Kissinger era el personaje político más popular en Estados Unidos. En un dibujo en la portada de la revista Newsweek aparecía volando con la capa y la malla azul de Superman y con un titular que proclamaba: “IT’S SUPER K!”. En los años cincuenta, era un profesor de Harvard que se hizo célebre de la noche a la mañana al publicar un libro en el que argumentaba la conveniencia de que Estados Unidos tomara la iniciativa en una “guerra nuclear limitada”. Era uno de esos temibles profesores universitarios que, cuando alcanzan el poder político, sucumben a una euforia en la que puede desbordarse la insolencia intelectual que hasta entonces estuvo confinada en los despachos y las aulas. Según se hacia viejo, y luego viejísimo, en su presencia física se iban notando más las deformaciones gradualmente monstruosas a las que induce el ejercicio prolongado de la influencia y la riqueza: el cuerpo abotargado y ensanchado por las grandes comilonas y por las largas reuniones y audiencias en despachos; el cuello poco a poco hundido entre los hombros, de tanto sentarse en sillones muy profundos de cuero, con los brazos muy altos, durante conciliábulos de tono confidencial en salones de esos clubes exclusivos, con chimeneas y panelados de maderas sombrías, donde la presencia de mujeres sigue siendo una rareza y en los que predominan rumores de voces que dirimen confidencialmente el porvenir del mundo y dictan sentencias de vida o muerte sobre millones de personas.
Alguien que lo trató en sus años finales me dice que, a punto de cumplir un siglo, Kissinger mantenía la cabeza lúcida, pero estaba ya tan gordo y tan torpe que hacían falta dos personas para moverlo. Estaba como embalsamado en vida en una vejez extrema de galápago, protegido por el caparazón de una celebridad reverencial —hasta Hillary Clinton lo llamaba “mi maestro”— y también, sin la menor duda, de una frialdad moral tan absoluta como su indiferencia humana. Haber escapado de la Alemania nazi en la primera adolescencia y perdido en los hornos crematorios a una gran parte de su familia no parece que le dejara ni el menor rastro de sensibilidad hacia los sufrimientos de los perseguidos ni un rastro de desagrado hacia la criminalidad de un poder sin límites. Que los ciudadanos de Chile hubieran cometido en 1970 la irresponsabilidad de elegir a un presidente socialista le producía el mismo desconcierto indignado que la obstinación de Vietnam del Norte y de los guerrilleros del Vietcong en no capitular por mucho que los bombardeos de las fortalezas volantes B-52 les arrasaran el país.
Había otra broma que le gustaba repetir, subrayándola con una carcajada: “Las cosas ilegales las hacemos muy rápido; las inconstitucionales tardan más tiempo”. Ilegalmente, sin notificarlo siquiera al Congreso, Richard Nixon y Henry Kissinger decidieron en 1969 que para detener los canales de suministro desde Vietnam del Norte hasta los guerrilleros del Sur había que bombardear Camboya, país limítrofe que se había mantenido en paz. Camboya era hasta entonces una tierra apacible, con agricultura próspera e inmensa riqueza natural, de una extensión que es algo menos de la mitad de España. Entre 1969 y 1970, la aviación americana, bajo las órdenes directas de Nixon y Kissinger, lanzó sobre Camboya más bombas que sobre Alemania en toda la II Guerra Mundial. El sonriente estratega buscaría con sus gafas de miope las pequeñas señales de los bombardeos sobre el mapa en colores de un país tan pequeño que costaba distinguirlo en la bola del mundo. El número de muertos y la escala de la destrucción fueron incalculables. Del trastorno y el desorden provocados por los bombardeos derivó luego la toma del poder de los jemeres rojos, que en dos años, y ante la indiferencia internacional, impusieron un régimen de alucinado fanatismo comunista que costó dos millones de vidas, entre una quinta parte y el tercio de la población, según los cálculos de Amnistía Internacional.
Nixon, manchado por la vergüenza del Watergate, abandonó la presidencia en 1974, pero Kissinger, sin perder ni el prestigio ni la sonrisa, siguió como consejero de Seguridad Nacional y secretario de Estado con Gerald Ford, de modo que tuvo tiempo para favorecer otra masacre, también ya olvidada, en otro lugar difícil de distinguir en los mapas. En 1975, con su autorización expresa, el régimen militar de Indonesia invadió la antigua colonia portuguesa de Timor Oriental, con el ya conocido pretexto de que se avecinaba en ella una revolución comunista, y con un balance aproximado de cien mil muertos, muchos de ellos por hambre, la mayor parte ejecutados a sangre fría.
El poder, sin duda, es el mayor afrodisiaco. También proporciona los grandes beneficios de la impunidad y de la amnesia. Hombres de cierta edad que visten muy parecido, tienen aficiones semejantes y se conocen desde hace mucho tiempo conversan en voz baja y hasta se dicen cosas al oído, y al otro lado del mundo un país entero es arrasado por las bombas, y hombres y mujeres inocentes son pasados a cuchillo o torturados hasta la muerte en prisiones clandestinas. Jefes de gobierno y presidentes de corporaciones acudían sigilosamente a la oficina particular del viejo Henry Kissinger y le pagaban millones a cambio de consejos para sus maniobras internacionales, murmurados como oráculos en el acento alemán que no perdió nunca.
Si le dieron el premio Nobel de la Paz, no será inverosímil que alguna vez se lo den también a Benjamín Netanyahu.