Una guerra divertida hasta morir

Nuestra capacidad para experimentar sentimientos morales se debilita ante la avalancha de violencia real que nos llega a través de las pantallas

Una refugiada palestina de 84 años que huyó de la guerra árabe-israelí de 1948 se cubría los ojos el miércoles, mientras seguía las noticias sobre Gaza en su casa en el campo de refugiados de Bourj el Barajneh, en Beirut.AMR ALFIKY (REUTERS)

La ficción era un invento redondo; la realidad no tenía remedio y el periodismo le aplicaba su riguroso método. Pero los alquimistas de la información se aburrían, querían nuevos nichos de mercado. Se les ocurrió una idea fascinante: ¿y si hacemos de la pesada realidad algo entretenido? Se pusieron a ello. La industria del infoentretenimiento despegó en televisión en los años noventa y desde entonces no ha hecho más que evolucionar. Entre las últimas innovaciones figura la generación de...

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La ficción era un invento redondo; la realidad no tenía remedio y el periodismo le aplicaba su riguroso método. Pero los alquimistas de la información se aburrían, querían nuevos nichos de mercado. Se les ocurrió una idea fascinante: ¿y si hacemos de la pesada realidad algo entretenido? Se pusieron a ello. La industria del infoentretenimiento despegó en televisión en los años noventa y desde entonces no ha hecho más que evolucionar. Entre las últimas innovaciones figura la generación de imágenes falsas que profundizan en la desinformación. Ha mutado en el pasto intelectual con que nos nutrimos: un mejunje en el que la realidad y la ficción resultan indistinguibles. De ahí las paradojas: hoy triunfa la ficción basada en hechos reales, preferentemente mortuorios, y descuella el true crime. Con idéntica lógica, prosperan los programas que ficcionalizan las noticias, con su melodía inquietante de fondo y sus platós amueblados con realidades virtuales.

Empezaba a resultar urgente preguntarnos qué le ocurre a nuestra humanidad al difuminarse las fronteras entre lo ficticio y lo real cuando se ha desatado la guerra más cruel. En Oriente Próximo, ambos contendientes levantan su frontera con carne humana: a un lado, en lugar de campamentos castrenses, hay kibutz de casas fortificadas con hormigón resistente al fuego de mortero. Al otro lado, hay hospitales en vez de cuarteles y las camillas con niñas heridas hacen las veces de sacos terreros, mientras los jefes militares recorren a salvo el subsuelo.

Por fuerza, una guerra así había de resultar la mar de entretenida y bien barata —una obra perfecta para los perseguidores de audiencias—, ya que los efectos especiales, la sangre y los decorados los ponen otros. La interpretación no puede resultar más creíble, tan auténtica como esas películas de moda, cuyos actores y actrices son reemplazados por gente común.

La forma, esa cualidad superior de que goza la ficción respecto a la realidad, no se le da a las noticias con el método periodístico, sino con técnicas tan clásicas como las de Sherezade, narradora de narradores: alargar la historia todo lo posible, dejar la resolución de la intriga para el día siguiente, el otro y el de después. Las entradillas se cuajan de un suspense digno de Agatha Christie; la información se dosifica para que siempre haya una última hora a punto de ocurrir; el evento decisivo se posterga, para lo cual basta con anunciarlo muchas veces, con antelación apremiante. Finalmente, la entrega diaria acaba en punta, como los folletines: una guerra calificada de “interminable” se vuelve adictiva en la pantalla del scroll infinito. Si el espectador se ha perdido algo en estas décadas, no debe de preocuparse: los expertos resumen capítulos anteriores. Del aumento de la tensión narrativa se encarga el Estado Mayor israelí, cuyo despliegue de tropas es inminente desde hace dos semanas. Para amenizar la espera, irrumpe un personaje nada previsible: un grotesco diplomático que promete con lenguaje tabernario “dar una lección” a la ONU.

Neil Postman denunciaba la sociedad del espectáculo en 1985 con un libro titulado Divertirse hasta morir. La pregunta obvia que suscita hoy es: estando tan entretenidos con el espectáculo de la realidad, ¿cómo sabremos que hemos muerto? Yo creo que ya está ocurriendo: nuestra capacidad para experimentar sentimientos morales se debilita ante la avalancha de violencia real. Susan Feagin ha reflexionado sobre el género de la tragedia y sostiene que obtenemos placer de la ficción justamente porque no es real. Al leer una historia, verla en el cine o en el teatro, damos rienda suelta a emociones que nos revelan nuestro lado más humano: nos compungimos con un inocente que sufre, empatizamos con la madre que ve morir a su hija, deseamos el bien para los héroes y el mal para los villanos. En ese recorrido, sentimos explayarse nuestra humanidad. La ficción nos da esa recompensa, que resulta satisfactoria porque a cambio de ella nadie tiene que sufrir: son solo personajes. Aunque podamos experimentar las mismas emociones humanas contemplando el dolor de personas reales, el placer desaparece si somos conscientes del precio que se paga en aflicción de gente real.

¿Qué hacer? Apartarse de las pantallas es una opción. Seguir contemplando las noticias solo es posible si el espectador, inmerso en la cultura del espectáculo, ha banalizado la violencia y el dolor. Para ello es necesario disolver los vínculos humanos con las personas reales que están al otro lado de la pantalla: una forma de estar muerto. A la generación criada en la idea de que el mundo es eso que sucede en las pantallas, tal vez le resulte más natural. Quizá esa tristeza general que refieren, y que parece ya una seña de identidad generacional, sea el punto de partida de una búsqueda de esos sentimientos humanos, los que se encuentran en las ficciones verdaderas.

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