La marabunta de los abrazadores de árboles
Mientras los comportamientos compulsivos devoran ciudades y bosques como plagas bíblicas, los versos de los poetas que se sentaron en una roca a disfrutar de la caída de las hojas se pudren en los libros que nadie lee
Cuando pasean entre árboles, los poetas callan y se hacen invisibles, para no perturbar a los animales que habitan los bosques y los jardines. Alfonsina Storni pedía en un verso que no despertásemos a los pájaros que duermen. Juana de Ibarbourou le hablaba a la higuera de su quinta, donde había 100 árboles, pero lo hacía bajito y diciéndole guapa. Gamoneda siente que todo es verdad bajo los ár...
Cuando pasean entre árboles, los poetas callan y se hacen invisibles, para no perturbar a los animales que habitan los bosques y los jardines. Alfonsina Storni pedía en un verso que no despertásemos a los pájaros que duermen. Juana de Ibarbourou le hablaba a la higuera de su quinta, donde había 100 árboles, pero lo hacía bajito y diciéndole guapa. Gamoneda siente que todo es verdad bajo los árboles; Antonio Machado, quizá el más arbóreo de los poetas españoles, se compadecía de los olmos hendidos por el rayo, y a Gerardo Diego le dio un patatús religioso ante el ciprés de Silos, ese enhiesto surtidor de sombra y sueño.
No descarto que los abrazadores de árboles que desesperan a los vecinos de Cabezón de la Sal, en Cantabria, se tengan a sí mismos por almas tan refinadas como las de estos poetas, pero sus fotos de Instagram ya no atentan solo contra el buen gusto, sino contra los árboles mismos. En el monte Cabezón hay casi mil secuoyas declaradas monumento natural que se están muriendo de amor. Se ha puesto de moda hacerse fotos abrazándolas, y los pobres árboles se despellejan y enferman. En el pueblo quieren poner multas a los abrazadores o cobrar entrada o prohibir el paso. En palabras de otro poeta, Miguel Hernández, las secuoyas viven un “amoroso cataclismo”.
Es tentador hablar de paradojas y de amores que matan, pero eso supondría creer que a los abrazasecuoyas les mueve el amor a la naturaleza, cuando no se distinguen de los abrazafarolas clásicos y urbanos: son igual de molestos, provocan daños en el espacio público que otros tienen que reparar y solo buscan dar la nota. Los abrazasecuoyas se abrazan a sí mismos, y su devastación corrosiva es el signo de estos tiempos de marabunta banal. Lo mismo se apelotonan ante La Gioconda que sujetan con un dedo la torre de Pisa que arrasan con las existencias del último muffin recomendado por un influencer que sierran con sus brazos un bosque de secuoyas.
Mientras los comportamientos compulsivos devoran ciudades y bosques como plagas bíblicas, los versos de los poetas que se sentaron en una roca a disfrutar de la caída de las hojas —o a susurrarles palabras de admiración a una higuera o a un olmo— se pudren en los libros que nadie lee. Hay demasiada gente abrazando secuoyas, y muy poca contemplándolas. De ahí, quizá, que haya también tanta angustia y tan poca reflexión, tanto grito y tan poco debate. No se puede esperar mucho de un mundo incapaz de mirar un bosque sin arrasarlo.