Israel, el centro de la política exterior de Estados Unidos
El apoyo al Estado judío es una de las pocas cuestiones que todavía une a demócratas y republicanos, pero el brutal ataque de Hamás y la respuesta de Netanyahu pueden abrir una brecha política en un contexto de polarización
Si hay una cuestión que une todavía a demócratas y republicanos es la consideración de Israel como primer aliado de Estados Unidos. Las motivaciones de ambos partidos para ello son algo distintas: en el caso de los demócratas, hay razones de pura representatividad política: los nueve senadores judíos y 24 de los 26 congresistas judíos —el 6% de la Cámara de Representantes— son demócratas (en un país en el que so...
Si hay una cuestión que une todavía a demócratas y republicanos es la consideración de Israel como primer aliado de Estados Unidos. Las motivaciones de ambos partidos para ello son algo distintas: en el caso de los demócratas, hay razones de pura representatividad política: los nueve senadores judíos y 24 de los 26 congresistas judíos —el 6% de la Cámara de Representantes— son demócratas (en un país en el que solo un 2,4% de la población es judía, lo que muestra la sobrerrepresentación de este grupo en la política estadounidense). Los demócratas llevan asociados a la causa judía desde la fundación del Estado de Israel en 1948, con una devoción a menudo más sentimental que ideológica. Fue Harry Truman, un presidente demócrata, quien empujó a su país a ser el primero que reconociera al nuevo Estado.
En cuanto al Partido Republicano, si en tiempos del presidente Dwight Eisenhower todavía era capaz de forzar a los israelíes a tomar decisiones contra sus intereses (como la retirada durante la crisis de Suez en 1956), cuando llegó la presidencia de Richard Nixon (1969-1974), ya era un axioma que el principal baluarte de Estados Unidos en Oriente Próximo era la existencia de un Estado judío rodeado de naciones árabes más o menos prosoviéticas. La crisis del petróleo de 1973, originada precisamente por la reacción de Arabia Saudí y otras naciones petrolíferas al apoyo estadounidense a Israel durante la guerra del Yom Kipur, solidificó esa relación simbiótica entre la primera superpotencia y su aliado judío.
El creciente giro a la derecha de Israel, ejemplificado en 1977 por la primera victoria electoral del Likud, que coincidió además en el tiempo con un viraje similar del Partido Republicano y la elección de Ronald Reagan en 1980, hizo que la relación entre administraciones conservadoras en uno y otro país fuera cada vez más cómoda, incluso tras la caída de la Unión Soviética. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 y la lucha contra el yihadismo islámico sirvieron para reforzar los vínculos entre los dos países en su lucha contra un enemigo común.
Mientras las administraciones republicanas amparaban la política de mano dura de Israel frente a sus adversarios, las administraciones demócratas intentaron conseguir acuerdos entre las partes en conflicto: los acuerdos de Camp David en 1978 entre Israel y Egipto auspiciados por el presidente Jimmy Carter; o los acuerdos de Oslo en 1993 entre Israel y la OLP, negociados bajo el presidente Bill Clinton.
Esta distribución de tareas entre partidos se ha tensado en los últimos años a medida que el Partido Demócrata, en particular, ha intentado adoptar una postura más crítica frente a su aliado. Es consecuencia, quizá inevitable, de que los musulmanes americanos, un bloque tradicionalmente republicano, empezaron a votar demócrata tras el 11-S y adquirieron más influencia en las administraciones de ese signo. Al tiempo, los gobiernos israelíes empezaban a apoyarse en partidos de extrema derecha para gobernar. Es notorio que las relaciones entre los presidentes Barack Obama y Joe Biden con el actual primer ministro, Benjamín Netanyahu, fueron y son muy frías y que la política autoritaria de este último, con sus intentos de controlar al Poder Judicial israelí, es vista con enorme preocupación por la actual Administración estadounidense.
Sin embargo, el asesinato, violación y secuestro de cientos de israelíes judíos por parte de Hamás el pasado fin de semana no puede conllevar otra reacción en Estados Unidos que la unidad entre los dos partidos, y más teniendo en cuenta que es posible que los ataques de Hamás desde Gaza y de Hezbolá desde el Líbano hayan venido auspiciados por Irán, en un intento de entorpecer el creciente establecimiento de relaciones diplomáticas entre Israel y varios países árabes (en particular Arabia Saudí, el principal enemigo de Irán en la región). Republicanos y demócratas están de acuerdo en esa distensión, porque es una política que libera recursos militares estadounidenses de Oriente Próximo y para redirigirlos hacia lugares estratégicamente más importantes.
¿Cómo puede la declaración de guerra de Israel hacer evolucionar la política estadounidense? Todo dependerá de dos factores clave: en primer lugar, que el conflicto no se extienda más allá de Gaza y Líbano y acabe desembocando en una guerra abierta con Irán. La reacción inicial de la Administración israelí indicando que no tiene pruebas de que Irán haya participado en los ataques ha sido sorprendentemente contenida. De extenderse, el quebradero de cabeza para la Administración Biden sería gigantesco, porque sin duda sería utilizado por los republicanos para desviar hacia Oriente Próximo los fondos de ayuda en teoría previstos para Ucrania. Al mismo tiempo, distraería la atención del estrecho de Taiwán, que es el verdadero punto caliente de la política exterior estadounidense en estos momentos.
El segundo factor clave, si el conflicto no se extiende, es que la respuesta israelí a los ataques no sea desproporcionada, algo que no está garantizado ni mucho menos. El salvajismo de la agresión de Hamás contra civiles ya no sólo indefensos, sino que incluso —pienso en los asistentes al festival de música que fueron masacrados— tenían simpatía por la causa palestina, está calculado para provocar una reacción brutal de la Administración de Netanyahu contra la población civil de Gaza. El primer ministro israelí tendrá la tentación de ocultar el espectacular fracaso que ha supuesto la falta de detección por parte de sus servicios secretos de la actuación de los paramilitares palestinos. La indignación que han generado, al menos en Occidente, las imágenes de familias exterminadas, jóvenes pidiendo ayuda al ser secuestradas, niños separados de sus padres y sometidos a burlas siniestras por parte de sus captores, será pronto sustituida por el mismo sentimiento ante las imágenes de miles de palestinos muertos y enterrados bajo escombros en edificios bombardeados en Gaza. Esto hará que la corriente inicial de simpatía hacia Israel se enfríe con rapidez, salvo, probable y precisamente, en Estados Unidos, donde lo hará con mucha más lentitud, si es que llega a hacerlo.
La Administración de Joe Biden se encontrará ante una situación nada apetecible: no recibirá cuartel por parte de los republicanos, que le acusarán en cualquier caso —ya lo han hecho este fin de semana— de no apoyar al mejor aliado del país. El expresidente Donald Trump, en concreto, se abrazará a la causa de Benjamín Netanyahu con una pasión fervorosa y justificará cualquier acción emprendida por las Fuerzas Armadas israelíes, incluso aquellas que sean moralmente discutibles, atacando a Biden al mismo tiempo. Es probable, asimismo, que los demócratas se dividan entre su ala más izquierdista —en la que se ubican los congresistas musulmanes—, cada vez más reacia a apoyar de forma acrítica a Israel, y la mayoría moderada, en la que se suelen ubicar los políticos judíos demócratas, y que, aunque muy molesta con el actual Gobierno, no concibe cortar los lazos políticos, económicos y militares que llevan uniendo a ambos países desde hace décadas. Y el resto del mundo criticará a Estados Unidos por dejarse arrastrar a un conflicto por su socio menor, como ha ocurrido muchas veces en el pasado.