El reino de Redonda: algunas aclaraciones
Javier Marías, el rey Xavier I, nunca llevó a cabo una ceremonia oficial de nombramiento para su reino lúdico, y yo no cometería jamás la vulgaridad de nombrarme a mí mismo. Lo esencial es que el reino continúe
El domingo pasado, el periódico Abc publicó la noticia de que Javier Marías me había elegido como su sucesor en el reino de Redonda. Era una nota bienintencionada, pero se publicó sin mi participación ni mi consentimiento (más bien contra mi petición expresa), y ahora me veo obligado a hacer algunas aclaraciones: no solo para evitar malentendidos, sino también para recuperar el derecho de contar esta historia, una de las más bellas que me han sucedido, t...
El domingo pasado, el periódico Abc publicó la noticia de que Javier Marías me había elegido como su sucesor en el reino de Redonda. Era una nota bienintencionada, pero se publicó sin mi participación ni mi consentimiento (más bien contra mi petición expresa), y ahora me veo obligado a hacer algunas aclaraciones: no solo para evitar malentendidos, sino también para recuperar el derecho de contar esta historia, una de las más bellas que me han sucedido, tal como yo quería que se contara.
Los lectores habrán oído hablar acaso del reino de Redonda. Se trata de una extraña tradición literaria que comenzó en 1880, cuando un inglés excéntrico que se había hecho propietario de una isla diminuta de las Antillas nombró rey a su hijo de 15 años. La mejor reconstrucción de lo que ha sucedido desde entonces —y la primera reconstrucción completa— se publicó el año pasado: Try Not to Be Strange, de Michael Hingston, cuyo título puede traducirse como “Trata de no ser raro”. En este libro delicioso se cuenta cómo aquel hijo, Matthew Phipps Shiel, se hizo escritor de ciencia ficción, y cómo un joven poeta, John Gawsworth, que había conocido a Shiel como lector admirado, se convirtió con el tiempo en su amigo y luego en su heredero, con pacto de sangre incluido. Tras recibir el reino, Gawsworth se divirtió durante años construyendo una suerte de “aristocracia intelectual” (son sus palabras), jugando un juego muy formal y solicitando de sus colegas la complicidad necesaria para seguir jugándolo, pero también vendió su título en momentos de necesidad, y lo hizo más de una vez y a distintos compradores.
Eso ha enredado la sucesión, pues más de una persona reclama derechos legítimos. Todo es ambiguo en el reino de Redonda: Gawsworth nombró sucesor a su amigo Jon Wynne-Tyson, pero este sostuvo siempre que nunca recibió el nombramiento de forma explícita, y solo confirmó la herencia tras abrirse el testamento del rey. Fue una decisión controvertida; desde entonces, cerca de una docena de personas han reclamado el trono, algunas recordando una promesa verbal, otras aludiendo a contratos sin demasiada legitimidad. Wynne-Tyson, que al principio ni siquiera quería heredar este juego, acabó haciendo un viaje legendario a la isla de Redonda en 1979 y transformándose en un valedor convencido. Vio una isla donde no vivía nadie, y eso le gustó: el reino era un lugar de la imaginación, un espacio de fantasía, transmitido no por lazos de sangre sino por complicidades literarias. Como lema del reino escogió Ride si sapis, que significa “Ríe si sabes”, y así siguió reinando hasta el día de 1997 en que decidió abdicar. El elegido fue Javier Marías.
A partir de aquí, la historia es más conocida para los lectores españoles. Marías la contó en Negra espalda del tiempo y en dos artículos publicados en El País Semanal en abril del año 2000: allí adujo que sus méritos eran ser escritor, haberse ocupado de Redonda en sus novelas, ser español como la bandera del barco que descubrió la isla y tener sangre caribeña. Nos conocimos poco después, cuando yo me ganaba la vida en la Redacción de una revista barcelonesa (Lateral, ya desaparecida) y quise entrevistar a un novelista que había leído con enorme admiración desde mi descubrimiento de Corazón tan blanco. En los años siguientes nuestra relación fue transformándose, y debió de ser en 2010 cuando Marías me nombró embajador del reino de Redonda ante la república de Costaguana. Se refería, por supuesto, al país ficticio y latinoamericano que inventó Joseph Conrad en Nostromo y que yo usé (o del cual abusé) en una de mis novelas. Ser embajador de un país imaginario ante otro que también lo era me pareció apenas lógico.
En diciembre de 2017, recibí una carta que me sorprendió, por decir lo menos. “Un secreto”, me decía Marías: “Hace no mucho, alguien me sorprendió en una entrevista preguntándome si ya había decidido heredero para el reino de Redonda. Me pareció prematuro y dije que debería ir pensándomelo, y la primera persona que se me vino a la cabeza fuiste tú. Se verá”. Luego se alegró de un premio que uno de mis libros había recibido y me nombró duque del reino. Duke of Ruinas, fue mi título. Todo era un juego, y así había que tomárselo, y todos los ciudadanos de este reino estrafalario y bellísimo lo saben muy bien. Yo agradecí las palabras de Marías, pero nunca volví a hablar de ellas, por pudor y por sentir que los juegos se estropean si alguien se los toma demasiado en serio. Hasta que habló él, en febrero de 2021: “Creo que dentro de poco te escribiré sobre otra cuestión”.
En esos días aterrizaba yo en Madrid, de manera que la conversación pudo darse en persona. En dos horas de una charla llena de digresiones, Marías habló del reino de Redonda —Ride si sapis: acaso trataba de verificar que yo sabía—, me enseñó algún libro de John Gawsworth y aclaró que no era para que me lo llevara, y terminó por decirme que, si yo lo aceptaba, sería su sucesor. No hubo pacto de sangre como el que hicieron sus antecesores, ni espadas tocando ningún hombro. Todo fue indirecto, extraordinariamente parecido a los narradores de Marías, y eso era lo divertido. En diciembre, Marías me hizo llegar un ejemplar de Tomás Nevinson con una dedicatoria conmovedora: “Para Juan Gabriel V, que lleva camino —si quiere— de convertirse en mi heredero. Con la admiración y el afecto de Javier M”. Le respondí con la ambigüedad y la ironía que sus palabras invitaban, y luego ya no volvimos a hablar. Meses después supe por un comunicado que no se encontraba bien, y en cuestión de días me llegó la noticia de su muerte.
No había querido decir nada en público sobre aquellas propuestas, y tal vez no lo habría hecho nunca si Julia Navarro, ciudadana ilustre de Redonda y alma rebelde, no hubiera revelado en una columna generosa sus propias conversaciones con Marías, en las que él mencionó su decisión de que yo heredara este trono inexistente. La columna tuvo consecuencias: recibí llamadas de medios interesados en hablar del tema, y siempre dije, como Bartleby, que prefería no hacerlo. Pero uno de esos periodistas dio la noticia de todas formas, y con inexactitudes: por ejemplo, la nota aseguraba en su entradilla que Marías me había nombrado soberano “de la isla y de la editorial del mismo nombre”. No es así, claro: la editorial Reino de Redonda pertenece a los herederos de Marías en el mundo real, y el título del reino literario no tiene —y eso es lo bonito— ningún contenido material. No hay ni dinero, ni tierras, ni súbditos, ni poder, ni privilegios. Es, como escribió Jon Wynne-Tyson, “un cuento de hadas excéntrico y agradable”.
De manera que no: el rey Xavier I nunca llevó a cabo una ceremonia de nombramiento para su reino lúdico, y yo no cometería jamás la vulgaridad infinita de nombrarme a mí mismo. En estas circunstancias, ¿qué sigue? Todo es incierto y vacilante, y eso es misteriosamente apropiado y coherente con la naturaleza del juego, el temperamento del último rey y la historia de disputas del reino. Sea como sea, la memoria de Marías nos sigue acompañando, y solo cabe esperar que no desaparezca la tradición que él continuó tan bellamente, este reino junto al mar que no le pertenece a nadie, que venía de antes y que —sin duda— seguirá después.