Por qué ni el periodismo ni la poesía pueden morir

El periodismo, hoy tan criticado, fue y será siempre, con todos sus cambios posibles, el pan de cada día del ‘Homo sapiens’

La redacción de EL PAÍS en Madrid.Gema García

Llámenlo como quieran. En papel o en la pantalla, leído o escuchado, el periodismo seguirá existiendo mientras el ser humano no pierda la curiosidad de informarse ni el gusto por sorprenderse.

El periodismo, como la poesía, no puede morir porque, como decía el filósofo y premio Nobel de Literatura Francois Mauriac, son “la oración de la mañana del hombre laico”. La curiosidad existe hast...

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Llámenlo como quieran. En papel o en la pantalla, leído o escuchado, el periodismo seguirá existiendo mientras el ser humano no pierda la curiosidad de informarse ni el gusto por sorprenderse.

El periodismo, como la poesía, no puede morir porque, como decía el filósofo y premio Nobel de Literatura Francois Mauriac, son “la oración de la mañana del hombre laico”. La curiosidad existe hasta en los animales. Que se lo pregunten si no a mis gatos Nana y Babel.

Nuestro mundo, con la llegada de la inteligencia artificial (IA) vive un momento de crisis existencial que yo no llamaría de extinción sino de traspaso de época. Un cambio tanto o más profundo que cuando aparecieron la escritura, la rueda, el motor, la electricidad, la llegada a la Luna o la energía atómica. Y ahora el mundo digital.

Desde las tabletas de barro de la antigua Mesopotamia a los pergaminos, o a la revolución de la escritura en papel con Gutemberg, el ser humano sintió la necesidad de leer y conocer, de saciar su curiosidad, de descifrar el misterio. Y seguirá haciéndolo en el soporte que sea.

Un día leeremos quizás el periódico en la pared de nuestro dormitorio o en la palma de la mano. Cambiarán los soportes, pero seguirá intacta nuestra curiosidad de conocer e interpretar la noticia, léase la vida.

Me preguntan a veces si no me arrepiento de haber trabajado ya más de medio siglo en un periódico. No, porque el periodismo, hoy tan criticado, fue y será siempre, con todos sus cambios posibles, el pan de cada día del Homo sapiens. Dicen que lo asesinarán las redes con sus fake news, su falsa libertad de expresión, su velocidad en dar la noticia que los periódicos no puede permitirse porque necesitan, si lo son de verdad, comprobar su veracidad.

Es curioso y sintomático que cuando hoy alguien nos da una noticia importante nos preguntamos enseguida donde la ha leído o escuchado. Si ha sido en las redes o en un periódico o radio solventes, en cuya seriedad aún confiamos.

A los jóvenes alumnos de periodismo que hoy me preguntan si vale la pena tal profesión u oficio, como se decía antiguamente, les respondo que sí. Que quizás valga la pena más que nunca, ya que la noticia, la no manipulada, pasa aún más indemne, a través de los periódicos tradicionales, sea cual sea su soporte, y diría hasta su ideología, que en las redes.

Ahora mismo sigo la dura y triste guerra de Rusia en Ucrania por las crónicas y análisis de mis colegas que la están viviendo heroicamente sobre el campo de batalla. Confío en su seriedad y profesionalidad y en que no intentarán engañarme, cosa que no siempre me ocurre en las redes no sólo politizadas sino tantas veces explícitamente manipuladas.

Al periodista como tal, si es cierto que está atado a las normas internas de su Libro de Estilo, se le ofrece muchas veces la ocasión de vivir la realidad en carne viva. El periodismo puede ser arriesgado, pero también gratificante.

Tras casi medio siglo de periodismo tradicional y como corresponsal de este diario en Italia, Vaticano y Brasil, lo que me permitió recorrer varias veces el mundo, tantos me han insistido para que escriba mis memorias. Siempre me he negado porque ellas hacen parte del trabajo de mi profesión. Y cada vida es una historia que merecería ser contada. Todas.

Hoy, sin embargo, he querido contar uno de los momentos del inicio de mi profesión que más huella me dejaron. Fue en 1980, durante el terremoto que tuvo lugar en Italia, en Campania y Basilicata, con el triste balance de 3.000 muertos, 7.500 heridos y 280.000 sin hogar, en un pañuelo de territorio.

El fundador y entonces director de este periódico, Juan Luis Cebrián, me aconsejó que no fuera al lugar del terremoto por el peligro que suponía. Le desobedecí. Yo estaba en Roma, a doscientos kilómetros de Nápoles, desde donde habría debido volar al lugar de la tragedia aún en carne viva.

Mi desilusión fue, al llegar a Nápoles, que no había posibilidad de volar al lugar del terremoto. Por fin conseguí un hueco en un helicóptero militar pero sin radar y por tanto peligroso. Me recalcaron lo de peligroso. Acepté lo mismo. Ello me permitió vivir durante unas horas los últimos temblores del sismo, escuchar los gritos de los enterrados vivos, y desmoronarse las casas ante mis ojos. Así como observar la desesperación de las familias buscándose unos a otros como en un gigantesco infierno en carne viva.

A la vuelta, el piloto del helicóptero militar me preguntó si podía llevar en mi regazo a un niño de cuatro años, muerto en el terremoto, y de quién no fue posible encontrar a su familia.

Viajó el cadáver del niño en mis rodillas en espera de llegar al aeropuerto de Nápoles y entregarlo a las autoridades que se encargarían de encontrar a su familia. Por respeto a la criatura que ni en mis sueños pude olvidar, nunca quise escribir la historia.

Hoy, en vísperas de cumplir mis 91 años y más de medio siglo de periodismo, me gustaría sin embargo, como el mejor regalo, tener aquí, para almorzar al lado de mi familia y amigos, a aquel pequeño que yo creí llevar muerto en mis rodillas. Sí, porque lo mejor de la historia es que más tarde supe que ya en el aeropuerto los médicos que examinaron al pequeño descubrieron que estaba vivo. Se había salvado.

El periodismo es también eso y por ello no puede morir. Como no podrán morir ni dejar de crear los poetas si no queremos que entonces nuestro mundo se apague de verdad.

Estamos hechos no sólo del barro bíblico, sino del eterno deseo de novedad de la noticia contada, aunque a veces duela hasta a los dueños de los medios de comunicación, con el eterno decálogo de las clásicas preguntas: qué, quién, cómo, cuándo, dónde y por qué. Sí, pero sin mentir.

Que no se mueran los poetas

Que no se mueran los poetas

para que no se apague la luz.

Si se mueren los poetas

¿quién nos dirá que la luna sonríe

y que escriben música

las piedras del río?

Que no se mueran los poetas

para no tener que enterrar la ternura,

o que esconder la verdad.

Que sigan vivos.

Ellos son la última nota sagrada

incrustada en la piel viva del alma.

Cuando se empeñen

en que el concierto se apague,

los versos de los poetas

que no temen la verdad,

seguirán resucitando la luz

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