Altas historias
Por un lado, está el Hemingway gigante, casi intocable, que revolucionó la prosa en inglés y las cuadrículas de la literatura, y por el otro, el mosaico de hazañas, anécdotas, o bien, mentiras que moldean su leyenda
Tall Tales llaman en inglés a las exageradas historias con las que ensalzan su propia leyenda los fabuladores natos. No necesariamente referidas a la literatura en tinta, sino a la propensión verbal improvisada, donde el fabulador se forja a sí mismo en el espejo, donde refracta y refleja las mentiras de su propia biografía, el relato instantáneo de los hechos como sueños o la simulación de sobremesa donde se le van aumentando o refinando detalles al relato in crescendo; es decir, puras mentiras que contrastan con la vera realidad, rayando en lo inverificable y en el fondo, inofe...
Tall Tales llaman en inglés a las exageradas historias con las que ensalzan su propia leyenda los fabuladores natos. No necesariamente referidas a la literatura en tinta, sino a la propensión verbal improvisada, donde el fabulador se forja a sí mismo en el espejo, donde refracta y refleja las mentiras de su propia biografía, el relato instantáneo de los hechos como sueños o la simulación de sobremesa donde se le van aumentando o refinando detalles al relato in crescendo; es decir, puras mentiras que contrastan con la vera realidad, rayando en lo inverificable y en el fondo, inofensivas.
De niño, en Aracataca le decían “aumentador” a Gabriel José de la Concordia García Márquez por su innata propensión para añadirle aristas y detalles a sus descripciones de hechos insípidos o asépticos para volverlos en inolvidables… y así está apuntalada su obra entera de ficción y no pocos párrafos de sus crónicas verídicas. Pienso también que le debo un largo ensayo a los cuentos que contaba Lichi, al margen de los libros que firmaba como Eliseo Alberto, que derretía sabrosamente en pláticas de viaje o viandas y honrar así la leyenda de su inmensa literatura a la altura de las Altas historias con las que alteraba siempre para bien la realidad que dejaba de ser insípida… en ambos casos, la referencia obligada se llamó Ernest Hemingway.
Al dar hoy el chupinazo de San Fermín, lejos de Pamplona, conviene acotar que se cumple exactamente un siglo de la primera fiesta que celebró consigo mismo y la España que soñó el joven Hemingway. Para subrayar la importancia de su vida y obra hay que dividir el retrato entre la leyenda que él mismo esculpió para sí mismo y la magnífica obra literaria repartida entre la perfección de sus cuentos, la eficacia de sus crónicas y la orfebrería de alta costura en sus novelas y concentrarnos por hoy precisamente en las Altas historias que lo pintan como el intrépido soldado al volante de una ambulancia en la Primera Guerra Mundial, el atrevido aficionado más que turista que declaró haber corrido delante de los inmensos toros del Encierro de Pamplona (cuando en realidad se sabe que corrió delante de las vaquillas que sueltan luego de los verdaderos rinocerontes a lidiarse por la tarde) o el impávido cazador de leones y búfalos en África y el terror de los mares y marlins en el mar Caribe.
De ese pasto está confeccionada la leyenda de Hemingway y sus Tall Tales en abono de sus diversas famas mientras que se quedan en lo oscurito las dualidades sobre el llamado bravado de su machismo como posible maquillaje (nunca mejor dicho) a sus femineidades o afeminamientos o la dualidad de sus amores entre la fidelidad convencida y el engaño promiscuo o la división tácita entre los cuentos como icebergs que solo muestran la puntita de sus profundas tramas o desenlaces y las crónicas de periodista que minuciosamente detallan cada nombre propio y cada preciso verbo.
Por un lado, el gigante casi intocable que revolucionó la prosa en inglés y las cuadrículas de la literatura en todo idioma y por el otro, el mosaico de hazañas, anécdotas o bien, mentiras que moldean su leyenda: Tall Tales al evocar escenas inéditas o convertir en recuerdo el antojo implacable de algún deseo o recordar con otra sazón y edulcorante la memoria que se puede adulterar si se sabe narrar… y por hoy imaginarlo intacto, joven con toda la vida y el Nobel por delante, muy lejos de la barba canosa y el precipicio que trazaría con su propia escopeta… por hoy imaginarlo con pantalón de pana gruesa —como la mayoría de los mozos en alpargatas antiguas—botón del cuello de la camisa cerrado como perla, boina vasca y negra levitando de la ligereza con la que corre sobre los adoquines de una vereda medieval al filo de los cuernos de un eterno Minotauro… tan ajeno y distante de la farsa de hoy mismo donde millones de hipnotizados han convertido en disfraz obligatorio la blanca vestimenta con pañuelo rojo al cuello y este mediático afán de transmitir hasta el cansancio el recorrido pormenorizado de los encierros de cada mañana obviando, callando o silenciando el hecho de que serán lidiados por las tardes. Es decir, vivimos el imperio de las Altas historias como simulacros o placebos sin la mínima necesidad del esfuerzo, afán o empeño por leer la inmensa literatura que nos rodea.