Solo les queda el ‘Grand Prix’
No pude evitar pensar en nuestra campaña electoral como una muestra extraordinaria de esa incontenible vanidad que nos lleva a ser golosamente autorreferenciales
¿Escribir del propio oficio es un síntoma de decadencia? Se lo preguntaba esta semana el columnista Janan Ganesh, en el Financial Times, observando lo mucho que se engolfaban los columnistas escribiendo sobre columnismo, los periodistas sobre periodismo y, añadía muy astutamente, que tal vez eso es lo que le había ocurrido a la literatura, cediendo demasiado espacio a la autoficción, en resumen; como si en cada uno de estos campos de expresión no hubiera nada más interesante que contar que lo que uno mismo es y hace. No pude ...
¿Escribir del propio oficio es un síntoma de decadencia? Se lo preguntaba esta semana el columnista Janan Ganesh, en el Financial Times, observando lo mucho que se engolfaban los columnistas escribiendo sobre columnismo, los periodistas sobre periodismo y, añadía muy astutamente, que tal vez eso es lo que le había ocurrido a la literatura, cediendo demasiado espacio a la autoficción, en resumen; como si en cada uno de estos campos de expresión no hubiera nada más interesante que contar que lo que uno mismo es y hace. No pude evitar pensar en nuestra campaña electoral como una muestra extraordinaria de esa incontenible vanidad que nos lleva a ser golosamente autorreferenciales. La primera muestra de esta tendencia la dio el periodista Jordi Évole cuando en su entrevista instó al presidente Sánchez a que se atreviera a nombrar a aquellas tertulias en que se le llama de todo menos Mr. Handsome. No comprendí la insistencia, o sí, tal vez el objetivo actual de los medios sea ante todo servir de pasto para los comentarios de sus colegas. Una orgía de clicks y titulares. Al fin y al cabo nada hay que despierte más el apetito voraz de los grupos de comunicación que aparecer como reyes de la conversación. Recuerdo aquel tiempo no tan lejano en el que se preguntaba a un político si sabía cuánto costaba un café o un billete de autobús, por sondear su cercanía con la realidad, ahora las preguntas van más por si se está al tanto de los chistes tuiteros (“cómo están los máquinas”), a fin de comprobar si un líder comparte nuestras gracietas. Pruebas de fuego que no logran retratar la personalidad escurridiza del presidente, pero sí son muy eficaces a la hora de dar la impresión a ciertos votantes de que no se enteran, de que no importan y no molan. A partir de lo de Évole quedó inaugurado este pantano y, ya en el fango, reconvertidos los votantes en telespectadores, nos hemos dedicado a estudiar si la persona entrevistada estuvo a la altura o no de tal programa de entretenimiento, algo que se mide con el nivel de audiencia. Por lo demás, durante y después del programa, esos espectadores vuelcan en las redes su sagrada opinión en donde podemos observar cómo sus prejuicios han sido confirmados, porque si hay algo a lo que han contribuido los medios es a que cambiar de opinión es una muestra de flaqueza. Y para rematar la faena los cronistas analizan la jugada completa: el share que obtuvo el programa, si el líder salió airoso del trago, el momento más emotivo, el más hilarante, y su repercusión en Twitter, porque aunque no dejamos de considerar que las redes han empobrecido la información y favorecido la polaridad, sucumbimos a su influjo con el convencimiento de que si eres periodista y no estás ahí te quedas fuera de la conversación. A esto llamamos hoy democracia.
Es una forma de rendición, como decía Ganesh, un reconocimiento implícito de que las crónicas que analizan los hechos, programas y discursos ya no bastan, hay que estimular las emociones. Algo que han aprovechado las teles, siempre omnívoras, a las que se les quedó viejo el universo del cotilleo y han hecho su reconversión según las necesidades del cliente: ahora mismo es en la batalla política donde se encuentran las pasiones más encendidas. No hay ahora programa de entretenimiento que no tenga un sesgo, algo que influye en un público que se apunta no ya solo al espacio que más le divierte sino a aquel que apoya sin sutileza a los de su cuadra, algo que aún polariza más. De tal manera que acabamos aceptando con normalidad que el candidato Feijóo rechace un debate en la televisión pública. Ya no encontramos que eso sea una obligación institucional. Aunque quién sabe, todavía queda el Grand Prix, que se estrena el 5 de julio. Todos estaríamos más tranquilos al saber que España queda en manos de Ramontxu.